11 de noviembre de 2011

Reseña de Una guía de la Antigüedad para la vida moderna, de Natalie Haynes


Hay muchas maneras de aproximarse a la Antigüedad clásica. El cine ha acercado, ya fuera en Cinemascope o en la pantalla de nuestro televisor o, más comúnmente ahora, de nuestro ordenador, un mundo exótico al mismo tiempo que seductor a nuestro imaginario colectivo. Desde luego, quién no recuerda el atildado discurso de Marco Antonio encarnado por Marlon Brando en Julio César (1953) la carrera de cuadrigas de Ben-Hur (1959), el todos a una como en Fuenteovejuna («¡yo soy Espartaco!») del Espartaco de Stanley Kubrick (1960), la entrada de Cleopatra en Roma en la película homónima de Joseph L. Mankiewicz (1963) o el particular viaje por los bajos fondos romanos de Federico Fellini en Satiricón (1969); y eso en época clásica, pues el peplum sigue muy vivo hoy en día, si bien falto de espíritu y convertido en una sucesión de películas que tratan de ofrecer más testosterona que de evocar con verosimilitud una época muy antigua. La literatura histórica, concretamente la novela, también es un género enormemente popular en los últimos lustros, que presenta títulos nuevos prácticamente cada mes y que pretende acercar a lectores de todo pelaje y especia a través de la recreación de un mundo que, a pesar de los siglos transcurridos, sigue atrayéndonos, impactándonos y emocionándonos a partes iguales. 


El ensayo también nos habla de la Antigüedad clásica. Y de muchas maneras, ya sea desde una perspectiva académica o, cada vez más, desde un punto de vista divulgativo y accesible para todos los públicos. No creo que ambas esferas sean incompatibles, al contrario, se nutren y benefician mutuamente y permiten que lectores aficionados o especializados puedan aspirar a saber más o, también, a relajarse con una obra de tono más desenfadado. En especial cuando se tocan temas que en ocasiones se apartan de un análisis exhaustivo de un suceso, un personaje o un proceso histórico determinado dentro de este período, y se apuesta por acercarse a gente más corriente o diferente de las élites: de este modo, por ejemplo, Terry Jones y Alan Ereira nos evocaron una imagen alternativa sobre los bárbaros en la época imperial romana, Javier Negrete nos ofreció una panorámica sobre el mundo griego, e incluso pretenden contarnos (lástima que sin demasiado talento) un día en la vida de un romano. Ejemplos de obras divulgativas hay muchos, mejores o peores que los citados, que gusten más o menos (esto ya depende del lector), pero todo ello es señal de que el mundo antiguo sigue manteniendo nuestro interés o despertando el de muchos otros. Bienvenido sea. 

Pertenezco a una época que estudió latín obligatoriamente al menos un curso en el antiguo bachillerato, y que pudo seguir estudiándolo de modo optativo durante dos cursos más; en mi instituto el griego sólo fue una asignatura optativa durante dos cursos (y yo me la perdí). Pero en décadas anteriores, el aprendizaje de latín y griego fue obligatorio, especialmente el primero. En países como el Reino Unido, el estudio de las lenguas clásicas fue obligatorio durante muchos años y en diversos cursos; cuando uno disfruta de películas como La vida de Brian de los Monty Python (1979) puede entender perfectamente que los actores de esta película, guionistas al mismo tiempo, eran hijos de un sistema educativo en el que el estudio de latín y griego era básico en los colegios públicos (ya no hablemos de los privados). Y cuando ve películas como The Emperor’s Club (2002), con un Kevin Kline como apasionado profesor de estudios clásicos en una exclusiva academia privada en los años sesenta –y el reencuentro con una promoción determinada unas décadas después con la excusa de un concurso sobre, precisamente, cultura clásica–, percibimos que el poso de la Antigüedad clásica también está muy presente en un sistema educativo estadounidense privado y elitista. Y no es que el dominio de latín y griego clásicos impriman per se un mayor conocimiento del mundo antiguo respecto a aquellos que no lo han estudiado, pero es cierto que también con las lenguas (no tan) muertas se perciben muchos detalles, muchas maneras de entender desde la filología sobre unas sociedades que perduran en nuestra manera de concebir el mundo actual. 

Pues no en balde somos herederos de una tradición grecorromana, combinada con el background de la tradición judeocristiana. Y nuestra sociedad actual, en muchos aspectos, evoca figuras, instituciones, estilos y todo un léxico de claras reminiscencias grecorromanas. En cierto modo, el legado político de Grecia y Roma está muy presente en nuestro propio sistema político y legislativo, en nuestra manera de entender la vida en sociedad (somos animales políticos, zóon politikón, que diría Aristóteles), en nuestra manera de concebir el urbanismo o incluso en la manera de hablar. Es cierto, no obstante, que tendemos también a recordar la Antigüedad clásica con una imagen preconcebida, predeterminada, en ocasiones repitiendo los tópicos acerca de la sexualidad, la religión, la guerra o las relaciones sociales. Una Antigüedad evocada, tergiversada, deformada e incluso (re)inventada, como el cine y la literatura han insistido en mostrar. Pero si bien podemos preguntarnos en tono de chanza qué han hecho los romanos por nosotros o para qué sirve hoy en día los estudios clásicos, no menos cierto es que sin esa Antigüedad clásica no seríamos quienes somos actualmente.

Y es precisamente de este modo como Natalie Haynes (n. 1974) ha escrito una obra claramente divulgativa con la que pretende acercar la Antigüedad clásica a nuestro mundo actual. Así pues con Una guía de la Antigüedad para la vida moderna (Ares y Mares, 2011), Haynes recupera los clásicos grecorromanos para contarnos no una sino muchas historias sucedidas hace dos mil años, pero especialmente como nuestro mundo moderno puede verse reflejado en experiencias y vivencias de un pasado que en realidad es muy contemporáneo. Pues ya lo afirma la propia autora en el prólogo: «presentamos una recopilación de algunas de las mejores historias del mundo antiguo, historias que son interesantes, divertidas, tristes o peculiares y, sobre todo, relatos que suenan increíblemente contemporáneos aun cuando nacieron hace unos dos milenios […] Este libro trata de cómo el mundo antiguo ha dado forma al actual y cómo el pasado arroja luz sobre nuestro presente. La historia antigua no es materia exclusiva de las aula polvorientas y los manuales de lomos raídos, sino que tiene que ver con nuestra vida, con las vidas que vivimos en este mismo momento» (p.14). Y yo sólo puedo añadir: cuánta razón tiene… 

Natalie Haynes, antaño profesora de estudios clásicos en la Universidad de Cambridge, reconvertida después en actriz de comedia y en colaboradora en numerosos programas de televisión y radio en el Reino Unido, así como columnista de varios diarios, llegó a estas conclusiones y se puso manos a la obra. El resultado es un libro que es cierto que no aportará gran cosa a lectores conocedores a fondo del mundo clásico, pero sin duda les deleitará con una sucesión de historias, compartimentadas en capítulos temáticos –la política, la justicia, el teatro, la filosofía, la religión, el ámbito femenino,…–, y les impulsará a reflexionar acerca de cómo eran los griegos y los romanos, cómo actuaban, cómo pensaban y a qué conclusiones llegaban… y en cambio, cómo somos nosotros, cómo actuamos (o no actuamos), cómo pensamos y a qué conclusiones (muchas veces no) llegamos. No se trata de hacer una comparativa entre modos de entender una sociedad con dos milenios de distancia entre unos y otros. Haynes no pretende, a pesar del título del libro, que hagamos como los antiguos pero en nuestra vida moderna, sino que seamos capaces de entender nuestro propio mundo a través de otro que, gracias al legado de los textos clásicos, podemos entender y comprender. Pero eso sí, en su justa medida. Pues como afirma en otro momento del libro –en relación al modo en que se impartía justicia y en cuanto a la crueldad de las sociedades antiguas–:
«Con frecuencia, los clasicistas han idealizado el pasado: han hecho que el mundo clásico parezca tan próximo al nuestro que nos podemos encontrar contemplando una sociedad que desapareció hace dos mil años como si no hubiera desaparecido en absoluto, sino que solo se hallara demasiado lejos y fuese imposible de alcanzar. De hecho, la cultura popular demuestra tal pasión por el mundo antiguo que con frecuencia contribuye a esta falacia mental. ¿Cuántas veces se nos presenta la antigua Roma, por ejemplo, como una fiesta de togas para la cual hemos extraviado nuestra invitación? Golfus de Roma, Cuidado con Cleopatra, Calígula o la serie cómica Up Pompeii! No son más que unos pocos ejemplos. […] En algún lugar de nuestra mente quizá tendemos a ver Roma como si estuviera distanciada topográficamente, más que temporalmente, de nuestro mundo. Esta falacia nos obliga a realizar una elección mental: o bien nos enfrentamos a su realidad y quedamos horrorizados y escandalizados por lo que vemos, como si Roma fuera un “estado canalla” del mundo moderno; o bien nos envolvemos en la ignorancia y nos concentramos en la hermosa poesía, admiramos su asombrosa arquitectura y nos negamos a imaginar cuántos hombres tuvieron que morir para construir un acueducto, un templo o levantar una columna. ¿Por qué prestar atención a lo malo?» (p. 57).
Es de Perogrullo decir que muchas cosas separan nuestra sociedad de la de griegos y romanos, que veinte siglos no pasan en balde y que en muchos aspectos hemos «evolucionado»; pero también es cierto, como Haynes comenta, que en cuanto a la política nuestro desapego es creciente y tendemos a vivir a espaldas de una clase política que no sólo nos decepciona sino que también no piensa en nosotros… mientras en la sociedad ateniense, en cambio, a pesar de su carácter no representativo, la democracia era directa, los ciudadanos eran también políticos, la meritocracia estaba al cabo de la calle, los cargos políticos no se restringían a aquellos que podían costeárselos (a diferencia de los romanos) y existía una distribución más igualitaria de la sociedad. Pues, citando a Tucídides, mencionado parcialmente a su vez por la autora,
«(...) a todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en los conflictos privados, mientras que para los honores, si se hace distinción en algún campo, no es la pertenencia a una categoría, sino el mérito lo que hace acceder a ellos; a la inversa, la pobreza no tiene como efecto que un hombre, siendo capaz de rendir servicio al Estado, se vea impedido de hacerlo por la oscuridad de su condición. Gobernamos liberalmente lo relativo a la comunidad, y respecto a la suspicacia recíproca referente a las cuestiones de cada día, ni sentimos envidia del vecino si hace algo por placer, ni añadimos nuevas molestias, que aun no siendo penosas son lamentables de ver. Y al tratar los asuntos privados sin molestarnos, tampoco transgredimos los asuntos públicos, más que nada por miedo, y por obediencia a los que en cada ocasión desempeñan cargos públicos y a las leyes, y de entre ellas sobre todo a las que están dadas en pro de los injustamente tratados, y a cuantas por ser leyes no escritas comportan una vergüenza reconocida» (Historia de la guerra del Peloponeso, II, 37).
Por supuesto, hay una teoría y una práctica, pero es cierto que en el caso griego (ateniense, en particular) teoría y práctica apenas estaban separadas por una tenue línea de fácil separación. Pensemos en ello cuando hoy en día reclamamos una democracia directa y salimos a la calle a demandar una sociedad más justa e igualitaria. El movimiento 15-M quizá no ha inventado nada, pero desde luego bebe en fuentes muy bien construidas.

Que hay enormes diferencias entre nuestro mundo moderno y el de la Antigüedad clásica, pues, es evidente. Pero que cuando urbanitas del siglo XXI nos quejamos de lo caro que resulta vivir en la ciudad, de lo atestados que están los bloques de viviendas, del ruido que hay por las calles de noche y que nos impiden dormir o de incluso las molestias (o los peligros) que pueden suponer la llegada grupos inmigrantes que viven casi rellano con rellano con nosotros (iam pridem Syrus in Tiberim defluxit Orontes, «hace tiempo que el Orontes sirio desemboca en el Tíber»; Juvenal, Sátiras, III, 62)… parece mentira, leyendo precisamente a Juvenal, lo poco en qué según qué cosas hemos cambiado. O incluso leyendo a Séneca, parece que unas termas romanas de su época nos recuerden al típico botellón en las calles:
«¡Contemplad! Ruido estruendoso por todas partes. Vivo encima de unos baños públicos. Imagínate la gran variedad de gritos desesperantes que pueden llegar a mis oídos. Oigo a los culturistas ejercitando sus brazos levantando pesas de plomo, esforzándose, o al menos fingiendo esforzarse; oigo sus gruñidos y gemidos al levantar el peso y, cuando sueltan el aliento los oigo resollar y respirar entrecortadamente. Luego tengo que soportar a un tipo más vago, que se conforma con un masaje barato con aceite; oigo el ruido de las manos golpeando sus hombros, los diferentes sonidos según le masajeen con la mano abierta o con el hueco. Y todavía hay más, ¡si un jugador de pelota se une al escándalo contando los puntos que logra ya es el colmo! Súmale a esto la gente vulgar gritándose unos a otros, el ladrón al que cogen con las manos en la masa y al tipo al que le gusta oír su propia voz resonando por los baños junto a otros que cantan, aunque éstos al menos tienen voces decentes. ¡Y aún hay más! Los que se lanzan a la piscina de golpe provocando un horrible estruendo. Piensa además en esos esclavos que se dedican a depilar axilas gritando continuamente para anunciarse con su chillona y estridente voz, y que no cesan a menos que estén efectivamente depilándole a alguien la axila, haciéndoles entonces gritar a ellos. En medio de todo esto están los gritos entremezclados de muchos vendedores: el vendedor de pasteles, el de salchichas, el confitero, los vendedores de comida, todos anunciando sus productos con sus gritos característicos. Mientras tanto, fuera del apartamento, preciso, coches de caballos traqueteando, mazazos procedentes de un taller cercano, un afilador de sierras trabajando allí al lado y, para acabarlo de arreglar, un vendedor de flautas que no sabe cantar, así que se limita a gritar todo el rato» (Séneca, Cartas a Lucilio, 56, 1-4, traducción de Jorge Paredes).
Y podríamos seguir con ejemplos sobre el trato que recibían las mujeres atenienses que nos remiten a la llamada violencia de género hoy día; o el modo en qué concebimos nuestra religiosidad, en comparación a como griegos y romanos fabularon sobre el carácter de esos dioses y diosas que en muchos aspectos no tenían nada que envidiar a los propios seres humanos en motivaciones, actitudes y vicios; o la educación ciudadana no sólo en las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, sino también en las comedias de Aristófanes, mientras que hoy en día vamos al teatro a observar y escuchar, pero no precisamente a recibir una lección de política diaria. Pero para eso lo mejor es que el lector común, avezado o no, se deje llevar por las páginas del libro de Natalie Haynes. Quizá no aprenderá nada que no sepa, es posible que tampoco vea una guía de la Antigüedad para la vida moderna, pero sí disfrutará, con un estilo ameno y deliciosamente desenfadado, con ese viaje al mundo clásico. Quizá al acabar el libro la sonrisa no se le borrará durante mucho tiempo.

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