Santos Trinidad (José Coronado; qué buen nombre el del personaje) no es trigo limpio. Es prácticamente un desecho. Es una sombra de lo que fue. Un borracho que ha cruzado ya tantas veces la delgada línea que separa el bien del mal, que cuando comete un acto atroz apenas es capaz de borrar las huellas, tratando de que nadie descubra en él al autor de una matanza en un club de alterne de las afueras de la gran ciudad. Pero Santos Trinidad tiene conciencia, tablas, oficio: es policía, un tipo fuera de lugar, pero el representante de la ley. Y cuando descubre, entre los estertores de la masacre que ha provocado, que los malvados preparan algo, va a por todas. Por encima de la lealtad institucional y del código de la policía. Por encima de órdenes directas, de comisarios que no le encuentran o de compañeros que tratan de protegerlo cuando no cumple con su rutina. No habrá paz para los malvados, es su lema. Y pese a quien pese, ya sea una investigación paralela, una jueza estricta y que sigue el proceso a rajatabla, o mafiosos colombianos relacionados en cierto modo con una célula terrorista islamista radical, no habrá paz para los malvados.
Con esta película Enrique Urbizu vuelve, en cierto modo al universo de La caja 507 (2002): un escenario en el que los policías son corruptos, donde la justicia es más bien justiciera, donde los criminales operan a ambos lados de la ley y donde un hombre, ya sea un director se sucursal bancaria que busca venganza (Antonio Resines en aquella película) o un policía desharrapado, taciturno y de gatillo fácil como Santos Trinidad, puede marcar la diferencia y enfrentarse, cara a cara, al crimen. En No habrá paz para los malvados, Urbizu elabora un guión complejo, a ratos algo deslavazado, especialmente en la parte central, cuando parece que se juntan tramas diversas y queda la sensación de que el director no ha conseguido que todas ellas liguen con una cierta coherencia. Pero es apenas una sensación, pues el espectador tampoco tiene mucho tiempo para analizar in situ lo que está viendo: prefiere seguir a Santos Trinidad, que actúa en solitario, y, en cierto modo, la investigación paralela de la jueza Chacón (Helena Miquel) y el inspector Leiva (Juanjo Artero) que nos lleva, poco a poco, desde la matanza inicial a una trama criminal con más raíces de lo que pudiera parecer a primera vista. Y es en la parte inicial de la película y en el proceso de desentrañar qué diablos ha pasado en un club de carretera (mafias colombianas de tráfico de droga, ramificaciones internacionales, los pasos de Santos Trinidad investigando por su cuenta y riesgo), en la dualidad e incluso contradicción de una policía que parece operar entre secretismos constantes ("pero, ¿no hablan entre ustedes o qué?", le espeta la jueza Chacón a un comisario del que parece que no te puedes fiar), donde la película tiene pulso, buen pulso, ralentizado cuando entran en juego las implicaciones del terrorismo islamista radical (en vísperas de una imaginaria cumbre del G-20 en España) y recuperado, especialmente, en la parte final. "Rock and roll", diría Santos Trinidad.
La película se sostiene, pues, en el buen pulso de Urbizu, que conoce al dedillo la biblia del cine negro, adaptándolo a la realidad española (recogiendo el espectador la escaleta de la trama y reconociendo sus tripas); y especialmente en el enorme papel de un José Coronado que ya nos sorprendió más que gratamente en La caja 507 y que ahora llena la pantalla con una interpretación en la que las palabras son medidas en su exactitud, transmitiendo más con la mirada y con el lenguaje corporal que con unos escuetos diálogos. Hay mucha vida en ese Santos Trinidad, mucho sufrimiento callado y mucha caída en el infierno. No es un buen tipo, de hecho ni siquiera es buena persona: pero lo tiene claro, no habrá paz para los malvados. Y quizá él mismo sea uno de ellos.
Buena película, muy meritoria, no perfecta, no redonda, pero que deja muy buen sabor de boca. Quizá los parabienes recibidos en el Festival de San Sebastián (donde puede que esta tarde se lleve uno o varios premios) sean excesivos e induzcan a pensar que estamos ante una película estratosférica. No es así, dejemos de lado los flashes y el exceso de buenas críticas cuando vayamos a verla a las salas de cine. Pero lo cierto es que sí es una cinta muy recomendable. Para seguidores de un género negro a lo Urbizu.
La película se sostiene, pues, en el buen pulso de Urbizu, que conoce al dedillo la biblia del cine negro, adaptándolo a la realidad española (recogiendo el espectador la escaleta de la trama y reconociendo sus tripas); y especialmente en el enorme papel de un José Coronado que ya nos sorprendió más que gratamente en La caja 507 y que ahora llena la pantalla con una interpretación en la que las palabras son medidas en su exactitud, transmitiendo más con la mirada y con el lenguaje corporal que con unos escuetos diálogos. Hay mucha vida en ese Santos Trinidad, mucho sufrimiento callado y mucha caída en el infierno. No es un buen tipo, de hecho ni siquiera es buena persona: pero lo tiene claro, no habrá paz para los malvados. Y quizá él mismo sea uno de ellos.
Buena película, muy meritoria, no perfecta, no redonda, pero que deja muy buen sabor de boca. Quizá los parabienes recibidos en el Festival de San Sebastián (donde puede que esta tarde se lleve uno o varios premios) sean excesivos e induzcan a pensar que estamos ante una película estratosférica. No es así, dejemos de lado los flashes y el exceso de buenas críticas cuando vayamos a verla a las salas de cine. Pero lo cierto es que sí es una cinta muy recomendable. Para seguidores de un género negro a lo Urbizu.
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