«Dónde estabas tú cuando fundaba yo la tierra? Indícalo, si sabes la verdad. ¿Quién fijó sus medidas? ¿Lo sabrías? ¿quién tiró el cordel sobre ella? ¿Sobre qué se afirmaron sus bases? ¿quién asentó su piedra angular, entre el clamor a coro de las estrellas del alba y las aclamaciones de todos los Hijos de Dios?».
Libro de Job, 38, 4-7
La vida según Malick. Bien podría ser el título de una reseña sobre esta película. De entrada, una película majestuosa, visualmente portentosa, en la que la palabra cuenta mucho menos que esa imagen, y en la que incluso dicha palabra se sustituye continuamente por la música: ya sea la partitura elegante, como ya es habitual, de Alexandre Desplat o en fragmentos de Bach, Couperin, Smetana, Mahler, Brahms, Mozart, Berlioz,... Y he ahí, por un lado, uno de los alicientes de la cinta: la comunión entre palabra y música. Y con ellas, la imagen. Y por encima de todo, el diálogo constante con el Creador, con un (d)ios que trasciende la creencia religiosa y se convierte en Arquitecto, Ingeniero, Hacedor y Comadrona del universo, el mundo y el hombre. Y es en un precioso, preciosísimo prólogo que se presenta durante la primera media hora tras el planteamiento del origen de esta película (la muerte de un muchacho de 19 años, el modo en el que lo encara su familia y lo recuerda su hermano, interpretado en el presente por Sean Penn). Nos situamos en una etapa indeterminada de aproximadamente mediados del siglo XX (¿el hijo muere en Vietnam?), con una familia formada por un padre estricto (Brad Pitt), que tuvo que abandonar su pasión por la música para realizar un trabajo (¿ingeniero?) que no le satisface y que gobierna con puño de hierro (en clave protestante, evangélica, si hay que asignarle una confesión religiosa) esa familia, con una dulce esposa (Jessica Chastain) y tres niños, siendo Jack, el mayor, el que soportará como el Job bíblico los castigos del padre.
Pero esa trama central (literalmente hablando), se ve precedida, como decía, por un magnífico prólogo en el que Malick ofrece planos de volcanes en erupción, gases y elementos físicos enervantes, estrellas que nacen, el Universo que se forja, la vida que surge de los mares, el declive de los dinosaurios, el meteorito que destruyó un estado de cosas, el renacer de la vida y el nacimiento de Jack, el hijo mayor de ese padre estricto. Magnífica media hora, tres cuartos de hora diría, que con una cuidadosa música seleccionada de los grandes clásicos, nos emociona a nosotros, espectadores de esta Magna Obra malickiana, que nos emociona, que nos deja con la garganta seca, con ganas de más, electrizados y sin apenas movernos de la butaca. Y ese prólogo es por sí solo lo que justifica el esfuerzo de ir a una sala de cine.
Después, Malick nos cuenta la historia, sin apenas diálogos, con breves pinceladas de voz en off, de la familia O'Brien, de la educación de unos hijos, del modo en que el Patriarca, como Dios, da y arrebata a sus hijos, los pone a prueba, en especial el mayor, Jack. Un padre que finalmente es consciente de que quizá su método de educar a sus hijos y de mantener a esa familia no fueron los más adecuados. Una madre que, mientras que el padre impone rigor y respeto, ofrece amor y perdón. Y unos hijos que descubren el mundo, siendo el segundo hermano quien en el futuro fallecerá. La relación de Jack con este hermano durante su infancia, los recuerdos que rememora en su adultez, los sentimientos que afloran a lo largo del bloque central de la película... son de una belleza casi insuperable, pero también esta parte central pone a prueba la paciencia de un espectador que siente, nota, intuye, que algo (de esas cinco horas y pico de metraje inicial) se le ha escamoteado en la sala de montaje. Y todo ello se percibe en la pantalla. Llega un momento en que la belleza de la imagen, con unos planos perfectamente retratados, con cámara en movimiento y desde diversos ángulos, no es suficiente; como tampoco lo es una acción ralentizada conscientemente por Malick, que prefiere pecar de silencioso que de verborreico.
Por ello, aunque sigues fascinado por la película, para cuando llegas al epílogo, otra larga secuencia de casi un cuarto de hora, de reencuentro, de perdón, de amor en última instancia, acabas agotado... como posiblemente el lector de esta crítica. Pero sales del cine pensando que de la clásica estructura de inicio, nudo y desenlace te quedas con los extremas y te preguntas qué habría sido del medio, del justo medio, sin ese paso por la sala de montaje. Con todo, te queda la sensación de que has asistido a una Obra de Arte en estado puro. Del mismo modo que quedé hechizado por el juego de imagen, palabra y música en El Nuevo Mundo, la anterior película de Malick, en esta ocasión vuelvo a rendirme ante la Maestría de un Genio. Aunque en esta ocasión el producto no sea redondo. Perfecto. Acabado. Pero en esa Imperfección de El árbol de la vida está también mucha de la Grandeza de un tipo llamado Terrence Malick.
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