[24-IV -2011]
Estrenada hace una semana, fui a verla ayer, huyendo, ya agotado, de la muchedumbre santjordinesca. Concebida inicialmente como una miniserie de tres capítulos y algo más de cinco horas, ha llegado a la gran pantalla (tras su paso por el Festival de Cannes... como diría Gasset) en una versión reducida a dos horas y cuarenta y cinco minutos de la que se puede decir que, como mínimo, resulta descompensada.
De este modo, para comprender una figura tan peculiar como Ilich Ramírez Sánchez, alias Carlos, alias Chacal (n. 1949), Olivier Assayas comienza en Londres en 1973 y hasta su detención en Jartum en 1994. Pero dándole mayor énfasis a los primeros dos años, más o menos, especialmente al asalta a la reunión de la OPEP en Viena, en diciembre de 1975, y el secuestro de 42 personas, previo asesinato de otras tres (una de ella de fatales consecuencias para su misión). Al servicio de una fracción de la OLP al mando de Wadi Haddad (enfrentado a Yasir Arafat, a quien consideraba un traidoir), Carlos (Edgar Ramírez) resulta un personaje contradictorio entre su teoría revolucionaria (muy difusa) y su páctica armada, bastante desligada del mandato de quienes le pagaban. Carlos odia estar inactivo, pero una vez en acción mete la pata constantemente, de ahí que finalmente acabe formando su propia organización, bastante errática todo hay que decirlo, y acabe convirtiéndose, como día M de la saga James Bond, en un fósil de la Guerra Fría.
Carlos se nos muestra como un personaje incómodo, bastante cantamañanas y voluble, en muchas ocasiones incapaz de entender el componente político de la lucha armada revolucionaria. De tal modo que poco a poco se va quedando solo y apartado. No extraña que finalmente el líder religioso sudanés venga a decirle, más o menos, que los gobiernos capitalistas se lo tomen a chirigota, como una extravagancia pasada de época. Con todo, Carlos está en el meollo de las luchas entre los diversos bloques (Oeste-Este, Norte-Sur, sionismo-palestinismo), sobrevive (mal que bien) a la caída del Muro de Berlín y al cambio en la geopolítica mundial. Para entonces, en los últimos cuarenta y cinco minutos, la película ha dado un giro. Porque es en las primeras dos horas donde está mejor montada la película, con el episodio central del secuestro en al sede de la OPEP. El resto de la película, irregular, sin duda sacrificado en función de las tijeras para convertir la miniserie en una película de exhibnición comercial, nos lleva al declive físico y personal de Carlos. Para entonces el cantamañanas violento de años atrás se ha convertido, progresivamente, en una parodia de sí mismo (la escena de la captura así lo refleja, por ejemplo).
¿Justificación del personaje? La verdad es que poca, aunque hay un cierto intento de situarse en su piel y en su pensamiento: pero la plasmación en diálogos de la ideología revolucionaria del personaje acaba resultando ridícula, aunque lo ridículo sería descontextualizarla. Lo cierto, sin embargo, es que el espectador muestra escasa empatía hacia el personaje. Que el atentado terrorista propalestno en las Olimpiadas de Munich estuviera tan fresco en la memoria de la época quizá explica por qué Carlos y sus acólitos pudieron llevarse a 42 personas de Viena a Argel, luego a Túnez, a Trípoli y finalmente a Argel de nuevo para terminar en nada... quitando a varios muertos por el camino. El fracaso de la misión, en cuanto a los objetivos a conseguir, muestra también el fracaso de una lucha revolucionaria armada que, tras ciertos espejismos en los años sesenta, en la década siguiente (muy cutre en lo estético, por cierto, y no sólo en lo meramente referente al vestuario) no le queda más que languidecer.
Película irregular, mejor en la primera parte, que recuerda en cierto modo a RAF, Facción del Ejército Rojo. Con todo, interesante su visionado, testimonio histórico (a través de la ficcionalización) de una época y, especialmente, de un personaje que buscó más convertirse en estrella que en la propia revolución de la que tanto alardeaba.
Estrenada hace una semana, fui a verla ayer, huyendo, ya agotado, de la muchedumbre santjordinesca. Concebida inicialmente como una miniserie de tres capítulos y algo más de cinco horas, ha llegado a la gran pantalla (tras su paso por el Festival de Cannes... como diría Gasset) en una versión reducida a dos horas y cuarenta y cinco minutos de la que se puede decir que, como mínimo, resulta descompensada.
De este modo, para comprender una figura tan peculiar como Ilich Ramírez Sánchez, alias Carlos, alias Chacal (n. 1949), Olivier Assayas comienza en Londres en 1973 y hasta su detención en Jartum en 1994. Pero dándole mayor énfasis a los primeros dos años, más o menos, especialmente al asalta a la reunión de la OPEP en Viena, en diciembre de 1975, y el secuestro de 42 personas, previo asesinato de otras tres (una de ella de fatales consecuencias para su misión). Al servicio de una fracción de la OLP al mando de Wadi Haddad (enfrentado a Yasir Arafat, a quien consideraba un traidoir), Carlos (Edgar Ramírez) resulta un personaje contradictorio entre su teoría revolucionaria (muy difusa) y su páctica armada, bastante desligada del mandato de quienes le pagaban. Carlos odia estar inactivo, pero una vez en acción mete la pata constantemente, de ahí que finalmente acabe formando su propia organización, bastante errática todo hay que decirlo, y acabe convirtiéndose, como día M de la saga James Bond, en un fósil de la Guerra Fría.
Carlos se nos muestra como un personaje incómodo, bastante cantamañanas y voluble, en muchas ocasiones incapaz de entender el componente político de la lucha armada revolucionaria. De tal modo que poco a poco se va quedando solo y apartado. No extraña que finalmente el líder religioso sudanés venga a decirle, más o menos, que los gobiernos capitalistas se lo tomen a chirigota, como una extravagancia pasada de época. Con todo, Carlos está en el meollo de las luchas entre los diversos bloques (Oeste-Este, Norte-Sur, sionismo-palestinismo), sobrevive (mal que bien) a la caída del Muro de Berlín y al cambio en la geopolítica mundial. Para entonces, en los últimos cuarenta y cinco minutos, la película ha dado un giro. Porque es en las primeras dos horas donde está mejor montada la película, con el episodio central del secuestro en al sede de la OPEP. El resto de la película, irregular, sin duda sacrificado en función de las tijeras para convertir la miniserie en una película de exhibnición comercial, nos lleva al declive físico y personal de Carlos. Para entonces el cantamañanas violento de años atrás se ha convertido, progresivamente, en una parodia de sí mismo (la escena de la captura así lo refleja, por ejemplo).
¿Justificación del personaje? La verdad es que poca, aunque hay un cierto intento de situarse en su piel y en su pensamiento: pero la plasmación en diálogos de la ideología revolucionaria del personaje acaba resultando ridícula, aunque lo ridículo sería descontextualizarla. Lo cierto, sin embargo, es que el espectador muestra escasa empatía hacia el personaje. Que el atentado terrorista propalestno en las Olimpiadas de Munich estuviera tan fresco en la memoria de la época quizá explica por qué Carlos y sus acólitos pudieron llevarse a 42 personas de Viena a Argel, luego a Túnez, a Trípoli y finalmente a Argel de nuevo para terminar en nada... quitando a varios muertos por el camino. El fracaso de la misión, en cuanto a los objetivos a conseguir, muestra también el fracaso de una lucha revolucionaria armada que, tras ciertos espejismos en los años sesenta, en la década siguiente (muy cutre en lo estético, por cierto, y no sólo en lo meramente referente al vestuario) no le queda más que languidecer.
Película irregular, mejor en la primera parte, que recuerda en cierto modo a RAF, Facción del Ejército Rojo. Con todo, interesante su visionado, testimonio histórico (a través de la ficcionalización) de una época y, especialmente, de un personaje que buscó más convertirse en estrella que en la propia revolución de la que tanto alardeaba.
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