Tras un asedio de sesenta y un días, la ciudad capituló. Entre muertos y heridos, las bajas fueron de 7.000 caídos para los defensores, mientras que los atacantes perdieron más de 10.000, aunque eran cerca de 40.000 los que bloqueaban la ciudad desde dos meses antes. Los resistentes fueron a parlamentar con el general en jefe de los asediantes las condiciones de la capitulación. Pero el tiempo había pasado, fue la respuesta que recibieron, complementada con un «habíamos entrado en la ciudad y podíamos si queríamos pasarlos todos a cuchillo». Sólo quedaba la simple y completa sumisión a la obediencia del rey e implorar su clemencia. Nada más. Varios después se comunicó a los representantes de la ciudad la disolución de las instituciones del territorio: Cortes, Diputació y Consell de Cent, la constitución de los municipios, la abolición de la figura del virrey y del gobernador, la supresión de la antigua Real Audiencia, de los veguers y del resto de antiguos organismos ejecutivos del poder real. Las ropas de los representantes de estas instituciones, las banderas y los estandartes debían ser entregadas a las nuevas autoridades. Se selló los archivos y escribanías, incluida la Taula de Canvis. Una Junta de administradores se encargó de sustituir al fenecido Consell de Cent y ponía fin al sistema de representación política que daba voz a los colectivos de artesanos y mercaderes, sustituidos ahora por nobles y personas fieles al monarca. Un año después, se instauró un nuevo marco legal. En palabras de Pierre Vilar, el Estado catalán dejaba de existir.
No, esta reseña no va sobre un asedio, una defensa empecinada de un sistema jurídico o una loa nostálgica de un estado de cosas existentes hace tres siglos y que murió, no precisamente de muerte natural, tras una vida de varios siglos. No, se confundiría el lector si cogiera un libro como La Guerra de Sucesión de España (1700-1714) de Joaquim Albareda Salvadó (Crítica, 2010) y pensara que está ante un libro más sobre el conflicto sucesorio. Y se confundiría si pensara que el libro sólo se refiere a cuestiones militares. Y se equivocaría si no considerara que en esta obra se ofrece una mirada internacional al conflicto sucesorio, aportando nuevos documentos de archivos franceses, británicos y austríacos.
Pero sin duda acertaría si llegara a la conclusión de que estamos ante una obra que, en cierto modo, es la culminación de una carrera de larga distancia: la de Joaquim Albareda (n.1957), quien concentra en este volumen sus investigaciones de los últimos veinte años. Desde que se doctoró en la Universitat Autònoma de Barcelona en 1990 con una tesis (Els inicis de la Guerra de Successió a Catalunya, 1700-1705) editada tres años después (Els Catalans i Felip V: de la conspiració a la revolta, 1700-1705, Vicens Vives, 1993), Joaquim Albareda nunca ha cejado en indagar acerca de la Guerra de Sucesión española en general, el partido, el proyecto y la ideología austracista en particular, y la vertiente internacional del conflicto bélico en los últimos años. Fruto de todo ello son múltiples participaciones en congresos y jornadas, diversos libros –a destacar Felipe V y el triunfo del absolutismo. Cataluña en un conflicto europeo (1700-1714) (Generalitat de Catalunya, 2002) y El “cas dels catalans”. La conducta dels aliats arran de la guerra de Succesió (1705-1742) (Fundació Noguera, 2005)– y decenas de artículos en revistas científicas; así como la creación del Grupo de Estudio de las Instituciones y de la Sociedad en la Cataluña Moderna, creado en 1992. Con todo ello, pues, estamos ante un libro que no procede de un investigador novel, sino de quien bien puede pasar como una de las principales figuras a nivel europeo sobre la Guerra de Sucesión.
Entremos en materia, ¿no? A la pregunta sobre el tema de este libro, pues, cedo la palabra al autor, que nos responde ya de entrada en la introducción:
Por su parte, el proyecto felipista tuvo desde el principio una fuerte influencia de la corte francesa, que envió a personajes de influencia política a la corte del nuevo rey Felipe V (como la princesa de los Ursinos, cuya aspiración a un principado en Limburgo, en los Países Bajos, influiría en la firma final de los tratados de paz de Utrecht en 1713), intendentes y hombres de negocios como Jean Orry y Michel Amelot (indispensables para una reforma de la recaudación de tributos y para una reformulación de los dividendos del imperio americano que favoreciera los intereses franceses), y contó desde el principio con el apoyo de la mayoría de la nobleza castellana (la adscripción del almirante de Castilla a la causa austracista incluso antes de Felipe V es de las pocas muestras de divergencia entre la aristocracia castellana). La implicación de funcionarios importantes como Melchor de Macanaz y José de Grimaldo en la corte felipista dio paso a una reformulación del propio gobierno de la monarquía en Madrid, donde el sistema de consejos empezó a perder influencia mientras crecía el poder de las secretarías del Despacho, carteras ministeriales de nuevo cuño (Estado, Guerra, Hacienda, Justicia, Marina e Indias). Junto a este proceso de reforma del entramado gubernamental, insistimos que en clave francesa, se produjo también un auge de la venta de cargos y oficios, exacerbado en momentos de falta de liquidez por parte del monarca; medidas, que sin embargo, no sufragaron del todo las necesidades económicas de Felipe V para sufragar la guerra, pues en los peores momentos de estrechez financiera del rey (1708-1709, los años de mayor debilidad de la causa borbónica en Europa) tuvo que ser Luis XIV quien asumiera las deudas de su nieto con asentistas franceses, que le surtían de armas, uniformes y equipajes de caballería: «un estado que iba atendiendo a sus deudas con largos retrasos y de forma parcial cuando lo hacía, que iba enviando socorros o que dejaba simplemente de pagar» (citado en p. 251).
La corte austracista de Barcelona no lo pasó mucho mejor durante la guerra, aunque el apoyo económico de Inglaterra y del Imperio no faltó, así como el suministro de hombres y armamentos. Pero la causa austracista en los territorios de la Corona de Aragón, reducidos a Cataluña tras la derrota en Almansa (1707), sufriría un cambio radical con el paulatino abandono de los apoyos británicos, especialmente tras la muerte del emperador José I y su sustitución por su hermano, el archiduque-rey Carlos III, como Carlos VI. De sobras es conocida la decisión inglesa de abandonar la guerra ante la posibilidad de que se produjera un dominio universal austríaco, si bien no menos decisivas fueron las negociaciones en los años 1709 y 1710 con la corte francesa de cara a la firma de unos tratados de paz. El cambio del gobierno whig en Londres (que había dado prácticamente carta blanca al duque de Marlborough como comandante supremo británico) por los tories, encabezados por el secretario de Estado Bolingbroke en 1710 significó el fin de la ayuda inglesa a la causa austracista y la búsqueda de un acuerdo negociado con Luis XIV que, rompiendo las disposiciones del Pacto de Génova firmado con la representación catalana en 1705, tratara de salvaguardar los intereses comerciales británicos en América (el famoso asiento de negros, el navío de permiso, etc.). Posteriormente, con la caída del gobierno conservador de Bolingbroke y la llegada del nuevo rey Jorge I de Hannover, se produciría un proceso judicial entorno al «caso de los catalanes», que ha dejado notables documentos en los archivos ingleses (investigados por Albareda durante los últimos años, siendo en parte este libro fruto de dichas aportaciones documentales). La ausencia del archiduque-rey Carlos III (emperador Carlos VI) de Barcelona desde 1711 y la situación de interinidad de la regencia de la emperatriz Elisabeth de Brunswick y del mariscal Guido con Starhemberg en Barcelona debilitaron a la causa austracista. El abandono de las tropas imperiales tras la firma del tratado de paz de Utrecht dejaría a los resistentes austracistas en Cataluña como único baluarte final frente al embate de las tropas borbónicas dirigidas por el duque de Berwick. El final de la película ya lo conocemos: la caída de Barcelona el 11 de septiembre de 1714.
De este modo, y con ello termino, analizamos con Albareda el conflicto sucesorio con una variedad de factores a nuestra disposición. En sus palabras, «estoy convencido de que sólo es posible entender aquel conflicto a escala hispánica si atendemos a la doble realidad territorial y, en último término, política que lo alimentó, ambas siempre relacionadas. En términos analíticos, no nos sirven las explicaciones de una única causa, ni tampoco las que atienden solamente a uno de los dos bloques territoriales. Se impone, pues, la necesidad de un análisis multifactorial, despojado de tópicos, sin visiones idealizadas de ningún tipo y que tenga en cuenta la realidad territorial diversa de las Españas» (p.11). En esta línea, pues, nos hallamos ante un libro esencial, de referencia y de lectura casi obligada, no sólo sobre la propia Guerra de Sucesión española, sino también –como lo fue La rebelión de los catalanes. Un estudio sobre la decadencia de España (1598-1640) de John H. Elliott (primera edición en 1963, revisada en 1979) para las causas de la Guerra de los Segadores– clave para entender qué proyectos se enfrentaron en la guerra civil que se produjo en la Monarquía Hispánica, la España, de principios del siglo XVIII.
No, esta reseña no va sobre un asedio, una defensa empecinada de un sistema jurídico o una loa nostálgica de un estado de cosas existentes hace tres siglos y que murió, no precisamente de muerte natural, tras una vida de varios siglos. No, se confundiría el lector si cogiera un libro como La Guerra de Sucesión de España (1700-1714) de Joaquim Albareda Salvadó (Crítica, 2010) y pensara que está ante un libro más sobre el conflicto sucesorio. Y se confundiría si pensara que el libro sólo se refiere a cuestiones militares. Y se equivocaría si no considerara que en esta obra se ofrece una mirada internacional al conflicto sucesorio, aportando nuevos documentos de archivos franceses, británicos y austríacos.
Joaquim Albareda |
Pero sin duda acertaría si llegara a la conclusión de que estamos ante una obra que, en cierto modo, es la culminación de una carrera de larga distancia: la de Joaquim Albareda (n.1957), quien concentra en este volumen sus investigaciones de los últimos veinte años. Desde que se doctoró en la Universitat Autònoma de Barcelona en 1990 con una tesis (Els inicis de la Guerra de Successió a Catalunya, 1700-1705) editada tres años después (Els Catalans i Felip V: de la conspiració a la revolta, 1700-1705, Vicens Vives, 1993), Joaquim Albareda nunca ha cejado en indagar acerca de la Guerra de Sucesión española en general, el partido, el proyecto y la ideología austracista en particular, y la vertiente internacional del conflicto bélico en los últimos años. Fruto de todo ello son múltiples participaciones en congresos y jornadas, diversos libros –a destacar Felipe V y el triunfo del absolutismo. Cataluña en un conflicto europeo (1700-1714) (Generalitat de Catalunya, 2002) y El “cas dels catalans”. La conducta dels aliats arran de la guerra de Succesió (1705-1742) (Fundació Noguera, 2005)– y decenas de artículos en revistas científicas; así como la creación del Grupo de Estudio de las Instituciones y de la Sociedad en la Cataluña Moderna, creado en 1992. Con todo ello, pues, estamos ante un libro que no procede de un investigador novel, sino de quien bien puede pasar como una de las principales figuras a nivel europeo sobre la Guerra de Sucesión.
Entremos en materia, ¿no? A la pregunta sobre el tema de este libro, pues, cedo la palabra al autor, que nos responde ya de entrada en la introducción:
«Pretendemos, mediante este libro, ofrecer una panorámica global de la Guerra de Sucesión en España atendiendo a su doble componente: internacional e interno, dando lugar este último a una guerra civil. Soy consciente de que estamos lejos, aún, en el estado actual de los estudios sobre la materia, de poder ofrecer una visión exhaustiva de aquel acontecimiento que marcó profundamente la historia de España». (p. 10)¿Y lo cumple? Sobradamente. Ya sabéis los que me leéis habitualmente que huyo de etiquetas como «el libro definitivo sobre la Guerra de Sucesión», pero de momento este libro se acerca mucho a esta categorización. Una categoría que por otro lado sería incompleta, pues no estamos simplemente ante un libro de índole militar, sino ante una obra de análisis de fuentes y con un enorme esfuerzo de narrar lo que en cierto modo fue una guerra civil. Sí, y también algo más:
«El objetivo de este libro es proporcionar algunas claves explicativas básicas para entender qué se debatió en aquel gran conflicto, una “guerra más que civil” según el jurista exiliado Joseph Plantí; cómo el omnipresente factor internacional marcó el ritmo de la guerra desde el inicio y hasta su conclusión; qué proyectos alternativos entraron en colisión con motivo de la disputa dinástica; a grandes trazos, cómo se desarrolló la guerra; cómo se organizaron los gobiernos en las dos Españas enfrentadas (el de Felipe V y el de Carlos III el Archiduque) y a qué adversidades tuvieron que hacer frente; cómo se saldó el enfrentamiento; y, finalmente, cómo se consolidó el nuevo régimen borbónico y las reformas emprendidas por éste, a la par que influyente grupo de exiliados desarrollaba su actividad política en el exilio incluso después de la paz de Viena. No pretendo, por otra parte, abrumar al lector con un sinfín de referencias puntuales sobre acontecimientos, ni sobre bibliografía existente en relación con determinados aspectos». (pp. 10-11)En este párrafo, pues, está sintetizado el propósito de un libro que nos acerca a múltiples cuestiones sobre el conflicto sucesorio, sobre los que no voy a incidir más. Sí es interesante remarcar la intención del autor de tratar los proyectos que se enfrentaron, en clave hispánica, y que no se reducen a la habitual dicotomía entre absolutismo borbónico vs. neoforalismo austracista, a la pugna dinástica de Borbones vs. Habsburgos, ni siquiera al simplista debate en torno a centralismo vs. periferia. Porque aunque el proyecto de Felipe V, quien acabaría implantando en España el modelo más perfecto, si es posible, o el más cercano a la perfección del paradigma absolutista, terminó progresivamente con las libertades y constituciones de los diversos territorios de la Corona de Aragón, sería una falacia ver en el proyecto austracista un modelo de democratización y/o mayor participación política, cuando en realidad hay el mantenimiento de un orden constitucional representativo y plural (en clave de Antiguo Régimen, desde luego). Definir el austracismo, especialmente en Cataluña, como la opción dinástica por el archiduque-rey Carlos III también es reducir al mínimo la importancia de un movimiento de diversa y amplia base: un grupo de constitucionalistas de las Cortes (los llamados celantes, según palabras del cronista Francesc de Castellví), el núcleo embrionario del partido austracista, y que en las Cortes de 1701-1702 defendieron las constituciones de Cataluña y el carácter contractual de las relaciones entre monarca y territorio; propietarios y campesinos activos –los llamados vigatans, procedentes de las comarcas del interior y que destacaron en la Guerra de los Nueve Años (1689-1697)–, que capitalizaron la francofobia de esta zona; un grupo de la burguesía de negocios de la capital y de la zona del Maresme, consolidada durante el siglo XVII, que se miraba en el espejo del modelo comercial (y político) holandés e inglés, y que hizo fortuna con el pujante comercio de, entre otros productos, el aguardiente; y un grupo de eclesiásticos (excluyendo las altas jerarquías y los jesuitas), que además de la cuestión francofóbica añaden el temor a la desaparición de su estatus privilegiado por parte de la nueva monarquía borbónica (elemento que les asimila a canónigos como Pau Claris, presidente de la Diputació del General o Generalitat durante el estallido de la Guerra de los Segadores de 1640). La variedad de este partido austracista no implica que no hubiera elementos comunes de acción, como la defensa de la constituciones catalanas, el paraguas bajo el que se refugiaban los intereses, las particularidades y los privilegios de toda la población de Cataluña, desde los nobles a los artesanos y menestrales.
Por su parte, el proyecto felipista tuvo desde el principio una fuerte influencia de la corte francesa, que envió a personajes de influencia política a la corte del nuevo rey Felipe V (como la princesa de los Ursinos, cuya aspiración a un principado en Limburgo, en los Países Bajos, influiría en la firma final de los tratados de paz de Utrecht en 1713), intendentes y hombres de negocios como Jean Orry y Michel Amelot (indispensables para una reforma de la recaudación de tributos y para una reformulación de los dividendos del imperio americano que favoreciera los intereses franceses), y contó desde el principio con el apoyo de la mayoría de la nobleza castellana (la adscripción del almirante de Castilla a la causa austracista incluso antes de Felipe V es de las pocas muestras de divergencia entre la aristocracia castellana). La implicación de funcionarios importantes como Melchor de Macanaz y José de Grimaldo en la corte felipista dio paso a una reformulación del propio gobierno de la monarquía en Madrid, donde el sistema de consejos empezó a perder influencia mientras crecía el poder de las secretarías del Despacho, carteras ministeriales de nuevo cuño (Estado, Guerra, Hacienda, Justicia, Marina e Indias). Junto a este proceso de reforma del entramado gubernamental, insistimos que en clave francesa, se produjo también un auge de la venta de cargos y oficios, exacerbado en momentos de falta de liquidez por parte del monarca; medidas, que sin embargo, no sufragaron del todo las necesidades económicas de Felipe V para sufragar la guerra, pues en los peores momentos de estrechez financiera del rey (1708-1709, los años de mayor debilidad de la causa borbónica en Europa) tuvo que ser Luis XIV quien asumiera las deudas de su nieto con asentistas franceses, que le surtían de armas, uniformes y equipajes de caballería: «un estado que iba atendiendo a sus deudas con largos retrasos y de forma parcial cuando lo hacía, que iba enviando socorros o que dejaba simplemente de pagar» (citado en p. 251).
La corte austracista de Barcelona no lo pasó mucho mejor durante la guerra, aunque el apoyo económico de Inglaterra y del Imperio no faltó, así como el suministro de hombres y armamentos. Pero la causa austracista en los territorios de la Corona de Aragón, reducidos a Cataluña tras la derrota en Almansa (1707), sufriría un cambio radical con el paulatino abandono de los apoyos británicos, especialmente tras la muerte del emperador José I y su sustitución por su hermano, el archiduque-rey Carlos III, como Carlos VI. De sobras es conocida la decisión inglesa de abandonar la guerra ante la posibilidad de que se produjera un dominio universal austríaco, si bien no menos decisivas fueron las negociaciones en los años 1709 y 1710 con la corte francesa de cara a la firma de unos tratados de paz. El cambio del gobierno whig en Londres (que había dado prácticamente carta blanca al duque de Marlborough como comandante supremo británico) por los tories, encabezados por el secretario de Estado Bolingbroke en 1710 significó el fin de la ayuda inglesa a la causa austracista y la búsqueda de un acuerdo negociado con Luis XIV que, rompiendo las disposiciones del Pacto de Génova firmado con la representación catalana en 1705, tratara de salvaguardar los intereses comerciales británicos en América (el famoso asiento de negros, el navío de permiso, etc.). Posteriormente, con la caída del gobierno conservador de Bolingbroke y la llegada del nuevo rey Jorge I de Hannover, se produciría un proceso judicial entorno al «caso de los catalanes», que ha dejado notables documentos en los archivos ingleses (investigados por Albareda durante los últimos años, siendo en parte este libro fruto de dichas aportaciones documentales). La ausencia del archiduque-rey Carlos III (emperador Carlos VI) de Barcelona desde 1711 y la situación de interinidad de la regencia de la emperatriz Elisabeth de Brunswick y del mariscal Guido con Starhemberg en Barcelona debilitaron a la causa austracista. El abandono de las tropas imperiales tras la firma del tratado de paz de Utrecht dejaría a los resistentes austracistas en Cataluña como único baluarte final frente al embate de las tropas borbónicas dirigidas por el duque de Berwick. El final de la película ya lo conocemos: la caída de Barcelona el 11 de septiembre de 1714.
De este modo, y con ello termino, analizamos con Albareda el conflicto sucesorio con una variedad de factores a nuestra disposición. En sus palabras, «estoy convencido de que sólo es posible entender aquel conflicto a escala hispánica si atendemos a la doble realidad territorial y, en último término, política que lo alimentó, ambas siempre relacionadas. En términos analíticos, no nos sirven las explicaciones de una única causa, ni tampoco las que atienden solamente a uno de los dos bloques territoriales. Se impone, pues, la necesidad de un análisis multifactorial, despojado de tópicos, sin visiones idealizadas de ningún tipo y que tenga en cuenta la realidad territorial diversa de las Españas» (p.11). En esta línea, pues, nos hallamos ante un libro esencial, de referencia y de lectura casi obligada, no sólo sobre la propia Guerra de Sucesión española, sino también –como lo fue La rebelión de los catalanes. Un estudio sobre la decadencia de España (1598-1640) de John H. Elliott (primera edición en 1963, revisada en 1979) para las causas de la Guerra de los Segadores– clave para entender qué proyectos se enfrentaron en la guerra civil que se produjo en la Monarquía Hispánica, la España, de principios del siglo XVIII.
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