La figura de Nerón Claudio César Augusto Germánico (37-68) ha despertado siempre un interés mediatizado por parte de lectores de ensayos y novelas históricas de todo tipo. Las fuentes clásicas, esencialmente Tácito, Suetonio y Dión Casio, nos han legado una imagen interesada, torticera, manipulada y muy tergiversada del último princeps de la dinastía julio-claudia. En el imaginario colectivo se mantiene la imagen cinematográfica de Nerón/Peter Ustinov tocando la lira desde su palacio mientras Roma arde en el año 64 a.C. (Quo Vadis, 1951); los crímenes de Nerón son conocidos por todos –Británico, Agripina, Octavia, Popea Sabina,... –, así como su depravación sexual –incesto con su madre Agripina; castración del esclavo Esporo, con quien se casó, vestido de novia para casarse con otro esclavo, Pitágoras; disfrazado con pieles de tigres y mordiendo los genitales de hombres y mujeres crucificados, etc. –, su pasión artística («¡Qué artista muere conmigo!»), el lujo de la Domus Aurea,... Y, sin embargo, la mayor parte de su vida está construida con clichés e invenciones por parte de las fuentes clásicas. ¿Qué sabemos de Nerón, pues? O mejor dicho, ¿qué hay de cierto en lo que sabemos de Nerón? Para resolver, o al menos ofrecer una
interpretación sobre múltiples aspectos de la vida de Nerón que las
fuentes clásicas nos han ofrecido, contamos con este magnífico libro de
Edward Champlin, Nerón
(Turner/Fondo de Cultura Económica, 2006). Un libro que, digámoslo de
entrada, no es estrictamente una biografía al uso del personaje. Esta
obra no sigue una línea cronológica lineal a lo largo de la vida de
este emperador romano, sino que analiza diversos temas que rodean a
Nerón.
Como afirma el autor en un momento determinado:
Como afirma el autor en un momento determinado:
«Los buenos estudios sobre Nerón no escasean. Los lectores del presente libro tendrán pocas ilustraciones sobre los acontecimientos de la época neroniana o de la suerte corrida por el Imperio Romano durante su gobierno; no encontrarán, tampoco, demasiada información sobre la variedad de discursos articulados para tratar su figura y el concepto de imperio, en vida y de forma póstuma, y sabrán poco del oprobio que la aristocracia vertió sobre él tras su muerte, nada de la actitud del ejército al que él ignoró hasta el extremo de poner en peligro su vida y nada del funcionamiento cotidiano del Imperio, apenas afectado por el espectáculo pirotécnico ocurrido en Roma. Tampoco aprenderán nada acerca de los distintos mecanismos de adaptación a la tiranía, nada sobre la disidencia y el disimulo, nada sobe los modos de representación. Todo esto puede encontrarse en los mejores ejemplos de la siempre fluida corriente de la literatura moderna sobre Nerón. Sin embargo, por buenas que sean esas obras, parecen poco interesadas en lo que para mí es el interrogante fundamental: ¿por qué Nerón es tan fascinante?» (p. 280).
Una pregunta que, en sí, ya justifica un libro como éste. Un libro que se inicia con los últimos meses de vida del emperador, cuando le llegan las primeras noticias a mediados de marzo del año 68 de la sublevación de Julio Víndex en las Galias, seguido poco después por Galba y Otón desde las Hispanias. En apenas tres meses, el emperador ha sido abandonado por todos, declarado «enemigo público», oculto en una finca a la que acude un destacamento de tropas para detenerle, forzado a un suicidio muy teatral. Y, sin embargo, a su muerte siguió un clamor popular de recuerdo de su figura, un cariño especial por parte de la plebe –acusada de disfrutar de los beneficios en cuanto a entretenimientos públicos presentados pro Nerón–, hasta el punto de que, en el llamado «año de los cuatro emperadores», dos de quienes asumieron la púrpura imperial, Otón y Vitelio, reivindicaron la herencia y el legado popular de Nerón. El emperador fue muy recordado posteriormente –se produjo un fenómeno de sebastianismo y de aparición de falsos Nerones a lo largo de las décadas siguientes– y su figura fue utilizada por el primitivo cristianismo como émulo del Anticristo que había de venir. Es esta fascinación la que Champlin analiza en función de algunos temas esenciales de la vida del personaje. Empezando por la imagen creada por las fuentes clásicas, la inmensa mayoría contrarias a Nerón, tendenciosas, contradictorias entre ellas o aportando cada una de ellas datos inexactos acerca de un mismo episodio. A este análisis y crítica de fuentes, sigue el tratamiento de Nerón el artista, que gozaba de un cierto talento, pero cuya ansia de ser reconocido como un artista de éxito fue quizá el mayor proyecto de su vida. Un proceso que se forjó a través de los años, pues no fue hasta después de la muerte de Agripina cuando Nerón se subió a los escenarios y exigió el aplauso del público. El emperador, además, buscó la gloria en Grecia antes que en Roma, de ahí su viaje a las provincias helénicas en los años 66-67, participando en los principales festivales y juegos –olímpicos, délficos, ístmicos y nemeos–, sobornando a jueces, amenazando a otros, ignorando por completo a ciudades como Atenas, etc.
Junto con este deseo de ser reconocido como el artista que creía ser, asistimos al «hombre que representó su papel en la muerte de su madre y su esposa en los términos más grandiosos del mito y la leyenda» (p. 278). El hombre que conocía los mitos griegos –Edipo, Orestes, Alcmeón– y que los sirvió para justificar sus crímenes familiares o para vanagloriarse de ellos. El hombre que se asociaba, como su antepasado Augusto, a Apolo, la deidad tutelar de la familia imperial, y a cuya devoción edificio templos y el complejo palacial de la Domus Aurea. El hombre que, como rey de las Saturnales y recogiendo el legado de Augusto y de su otro antepasado, Marco Antonio, creó una imagen de sí mismo en el que la farsa se convertía en arma política y en imagen de todo un entramado simbólico que remitía a la esencia lúdica de la sociedad romana. El hombre «que se proclamó amigo íntimo de todo el pueblo romano, compartió la ciudad con sus habitantes como si de un hogar se tratara, fundó una Roma nueva y mejor e invitó a todos sus residentes a compartir un nuevo palacio [la Domus Aurea] de una fabulosa artificialidad» (p. 278). En última instancia, el hombre que siempre consideró la actuación y la condición de artista como sus señas de identidad.
De este modo, Champlin no rehabilita ni justifica al personaje, pero analiza qué hay detrás de esos clichés que sobre Nerón se han repetido a lo largo de los siglos. A despecho de lo que el propio autor comentaba en la cita antes mencionada, sí asistimos a muchos y diversos aspectos de la sociedad romana del momento, del uso del ritual del triunfo militar (otra representación artística más), de la concepción urbanística de la Roma posterior al Gran Incendio del año 64 y de la búsqueda en espejos anteriores (el saqueo y la destrucción de la ciudad por los galos en el 390 a.C.), parangonándose Nerón al mismísimo Camilio, héroe y segundo fundador de la Urbe. Asistimos a una reinterpretación de la sexualidad, convertida en espectáculo con cariz político, y al aparente desafío de Nerón al convencionalismo y el conservadurismo de las élites senatoriales. Asistimos a la (re)invención del mito de Edipo o a una deconstrucción de las penurias de Orestes, convertidas en claves políticas y familiares: Nerón no niega que ordenara asesinar a su madre, sino que coloca este acto en una campaña de asimilación de mito y memoria, de historia y leyenda.
Estamos, pues, ante un libro excepcional. Analítico, riguroso, espléndidamente estructurado, atractivo y poderosamente evocador. Un libro que atrapa desde la primera página y que nos ofrece una imagen (de)construida de Nerón, convertido ya en vida en prototipo del tirano, el depravado, el matricida y el desequilibrado. Un personaje del que nunca conoceremos la realidad, oculta y cuarteada por las fuentes, pero que siempre nos seguirá fascinando.
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