Hace dos años y medio, ante el estreno de Los abrazos rotos, me preguntaba qué podíamos esperar de la última película por entonces de Pedro Almodóvar. Quizá una cierta decepción tiñó las primeras impresiones; una decepción, en todo caso, relativa, pues aunque la película iba de más a menos a lo largo de las dos horas de metraje, había suficientes elementos y alicientes para estar, también, en cierto modo, satisfecho. Aunque quedó la duda de si su siguiente proyecto tendría las carencias y lagunas de esta cinta. Especialmente esos temores se hicieron mayores ante las primeras noticias de que Almodóvar iba a realizar un filme basado en material que no era propio, en este caso la novela Tatuaje de Thierry Jonquet. Y había aprensión pues la anterior ocasión que el director manchego tocó material que no era suyo fue la más que decepcionante Carne trémula (1997). Pero, como siempre, la curiosidad ha sido más fuerte y puede que en otras ocasiones acabe por matar al gato, pero anoche me acerqué al cine (la sala estaba a rebosar) a dejarme llevar por una película de la que procuré no saber demasiado en cuanto a la trama. Almodóvar se reinventa (otra vez), fuerza los límites del thriller, nos va a dejar atados a la butaca con una película con aires de terror,... y demás comentarios que los medios de comunicación dejaron caer en los días previos al estreno.
Sabiendo poco de la trama (un cirujano plástico, Roberto Ledgard, interpretado por Antonio Banderas, que tiene retenida a una joven, Vera, en la piel de Elena Anaya), lo primero que me llamó la atención de la película, en los primeros segundos de la película, fueron los violines de Alberto Iglesias. Y no debería sorprenderme por la solvencia (y los violines) de la música de Iglesias, que desde ya hace una década es el compositor de referencia de Almodóvar. Las notas musicales acompañaban unas primeras imágenes: una joven con un body que le cubre prácticamente todo el cuerpo estirada en un sofá; un cirujano plástico que diserta en un aula sobre los avances biomédicos en torno a los trasplantes de cara; una estirada ama de llaves (Marisa Paredes) que, mediante un torno, deja comida, ropa y un libro en la habitación de la muchacha. A partir de ahí se inicia una película que de entrada cabría definir como desconcertante, a ratos perturbadora y en muchas ocasiones desasosegante. Teñida de un sentido del humor negro, muy almodovariano en cuanto a referentes cinematográficos propios (la secuencia con Zeca/Roberto Álamo disfrazado de tigre; la tienda de ropa de la madre de Vicente/Jan Cornet; la seducción de Norma/Blanca Suárez, la hija de Roberto, por Vicente), la película se arrastra en una primera parte, oscura, miedosa, intranquila, mientras que navega con buen ritmo en la parte central (un flashback seis años atrás y su evolución desde entonces), para llegar a un final en el presente/futuro (2012) que conviene ni siquiera mencionar. De hecho, cuanto menos se comente del argumento, mejor.
Por el camino encontramos una historia sorprendente, en sus diversos vericuetos narrativos y en la sorpresa argumental central que remite, sin embargo, a muchas de las filias almodovarianas. Una historia que atrapa y seduce, violines de Alberto Iglesias por medio, aunque quizá haya que achacarle una cierta irregularidad en algunas secuencias y personajes (Norma, Fulgencio/Eduard Fernández). ¿Estamos ante un thriller? ¿Ante una película de terror? ¿Ante un cierto costumbrismo de corte almodovariano? ¿Ante una comedia negra? ¿Ante un drama pasional? Pues ante todo eso y seguramente algo más. Estamos ante la evidencia, sobre todo, de que Almodóvar, tras treinta y pico años de carrera cinematográfica, se niega a dormirse en los laureles; sigue buscando y exprimiendo lo mejor de lo que es capaz para contar una historia. No sólo saca partido de un material que no es suyo, sino que lo dota de mayores elementos (narrativos y visuales) y se deja querer por otras influencias fílmicas. Es inevitable, además, no hacer mención del buen hacer de Antonio Banderas, Elena Anaya, Marisa Paredes y Jan Cornet, los actores principales de esta película, y de sonreír ante la aparición de un Roberto Álamo con acento portugués. Y cómo no mencionar también la fotografía de José Luis Alcaine y el buen gusto de los decorados y la ambientación de la particular "casa del horror" de El Cigarral.
Una buena película, para concluir, a la que aún le sigues dando vueltas horas después de que la hayas terminado. Y eso, me parece, es una buena señal.
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