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25 de octubre de 2015

Henry V (Royal Shakespeare Company, 2015)

Enrique V es mi obra favorita de William Shakespeare. Gran parte de la culpa de mi pasión por esta obra la tiene Kenneth Branagh, cuya versión cinematográfica de 1989 me atrapó de tal manera cuando era un adolescente que desde entonces no ha cesado mi interés por (re)leer constantemente el texto, por ver otras adaptaciones cinematográficas y otros montajes teatrales (hace un año la versión de Pau Carrió y La Kompanyia Lliure en el Teatre Lliure); dentro de lo posible, claro. Hay muchas lecturas de la obra del Bardo: la Guerra de los Cien Años como telón de fondo y las luchas dinásticas por el trono de Francia que se retrotraían a un par de generaciones atrás, las reivindicaciones de Eduardo III de Inglaterra y las derrotas francesas en Crécy y Poitiers; la madurez (ahora) de un rey que, como príncipe Hal, había demostrado ser un tarambana al lado de esa gran creación del Bardo que es Falstaff, lo humano elevado al infinito; el legado del convulso reinado previo de Enrique IV, de la rama Lancaster de la dinastía real inglesa, que llegó al trono tras rebelase y derrocar a su primo Ricardo II, y cuyas consecuencias tuvo que lidiar quien hasta entonces fuera el Bolingbroke shakesperiano, con revueltas en el norte (Percy) y un estado de salud quebradizo que finalmente le llevaría a la tumba. La guerra contra Francia, o mejor dicho, la reanudación del conflicto que los Plantagênet mantenían con los Valois por la corona de Francia, es la excusa argumental de una obra en la que el joven Enrique, cuya juventud disipada había forjado una imagen inmadura de sí mismo, trata de demostrar su valía y acaba venciendo en una batalla que los franceses, ante el calamitoso estado de las tropas inglesas en su retirada a Calais tras la toma de Harfleur (una típica “cabalgada”), consideraban ganada y al enemigo destruido bajo el peso de la caballería gala. Enrique venció y se convirtió en un nuevo Alejandro, los franceses sufrieron una aparatosa debacle (varios príncipes y nobles murieron en combate, otros fueron capturados, Agincourt certificó el final de la carga de caballería medieval frente a la acción de arqueros y soldados de infantería) y la Guerra de los Cien Años entró en una nueva y traumática etapa, que duraría al menos quince años, con una Francia dividida tras el tratado de paz de 1422 que, paradójicamente, Enrique apenas pudo disfrutar, al morir prematuramente ese mismo año.

5 de octubre de 2014

Teatro: Victòria d'Enric V, de William Shakespeare (versión y dirección de Pau Carrió)

Aquellos que me conocéis sabéis que con pocas cosas soy un fan desatado o incluso un mitómano, si se puede emplear esta palabra para esta ocasión; y probablemente moveréis la cabeza de aburrimiento cuando me oís mencionar o comentar un libro determinado, una película concreta o una obra de teatro en particular. En cierto modo, Enrique V de William Shakespeare reúne estos elementos –es un texto escrito y representado en innumerables ocasiones en el teatro, ha sido filmado varias veces, destacando para mí, por encima de ninguna, la versión de Kenneth Branagh (1989) e incluso se ha rodado para la televisión, como fue el caso del cuarto y último episodio de esa intensa Henriad que es The Hollow Crown (BBC, 2012)–, y me fascina por todo ello por su capacidad para trascender medios y erigirse en una obra de arte universal. “What a piece of work is a man…”, escribió el Bardo en Hamlet, y qué obra de teatro perfecta es Enrique V, representada por primera vez en 1599, y que recoge/reconstruye/recrea una de esas gestas que pasan a la historia y uno de los momentos más gloriosos de la propia historia inglesa: la victoria de Enrique V (1386-1422), contra todo pronóstico y en inferioridad de condiciones, en Agincourt (25 de octubre de 1415), como clímax de una tradicional cabalgada en el norte de Francia y frente a lo más granado de la caballería francesa; una batalla en la que murió el delfín (heredero al trono) de Francia y fue capturada parte de la nobleza de sangre del reino (comenzando por Carlos, duque de Orleans, sobrino del rey francés). Esta es la base de Victòria d'Enric V (Teatre Lliure de Barcelona, sede de Gràcia, hasta el 26 de octubre de 2014; de gira en noviembre).

15 de diciembre de 2011

Teatro: Urtain, de Juan Cavestany (Animalario)

Aprovechando que anoche, en la 2, emitieron la versión televisiva...

[17-IX-2009]


Urtain era algo así como un altorrelieve musculado de la mitología del tardofranquismo (...) Sísifo en camiseta, Sísifo con chapela (...) Urtain, como el Régimen, ha sido fuerza para nada (...), se había convertido involuntariamente en el coloso de Rodas del franquismo, y ahora que muere el franquismo muere el coloso
Francisco Umbral
Ayer noche me acerqué al teatro Romea a ver una obra que, por un motivo u otro, despertó mi curiosidad desde que supe de ella. El mundo del boxeo, del que soy totalmente ajeno (no me interesa lo más mínimo) ha dado mucho juego en el cine (de Robert de Niro/Jake La Motta en Toro salvaje a la Million dollar baby de Clint Eastwood), y resulta que en España tuvimos nuestro particular toro salvaje, el Morrosko de Cestona, José Manuel Ibar Urtain (1943-1992).

La España del franquismo murió en los años de la transición (¿1982 como muy tarde?), pero sus símbolos (tergiversados y manipulados) duraron varios años más. Uno de ellos, Urtain, el levantador de piedras reconvertido por un mánager ávido de dinero en boxeador sin técnica, a quien las sospechas de tongo siempre acompañaron; el ex boxeador que no supo encontrar su sitio en un país que se reconvertía en otra cosa; el hombre destrozado, el muñeco roto, el hombre incapaz de decir te quiero; Urtain, en definitiva, se lanzó al vacío desde su piso de Madrid cuatro días antes del inicio de los Juegos Olímpicos de Barcelona, el ejemplo más claro de que España ya era un país moderno.



Juan Cavestany escribió un texto que parecía destinado para una película sobre Urtain. Se documentó a fondo sobre el personaje y su época, los años finales del franquismo, pero llegó un momento, como él mismo dice, «cuando me di cuenta de que toda la documentación que había acumulado no me servía. Lo sabía todo sobre Urtain, pero el caso es que al final de sus días, Urtain se había suicidado. Y suicidarse ¿no es una forma de decir al mundo: "no sabéis nada"?». A partir de este texto, reconvertida en obra de teatro, Animalario, bajo la batuta de Andrés Lima, construye una metáfora del final de una época, de un pobre hombre roto, de las miserias humanas.

La obra se representa, en casi dos horas, como si fuera un combate a diez asaltos en un escenario que es un ring de boxeo. Y con una cronología que va del momento en que Urtain se suicida lanzándose al vacío (literalmente, pues Roberto Álamo/Urtain es elevado a los cielos con un arnés para luego ser metafóricamente tirado al vacío), y hasta su infancia. Con constantes flashbacks, la trama nos lleva a un Urtain ya en su declive humano, buscando la foto con Franco en El Pardo; sus problemas familiares; el modo en el que sus allegados le utilizaron, así como el régimen (Vicente Gil, médico personal de Franco y presidente de la Federación Española de Boxeo, y Adolfo Suárez, emergente figura dentro del régimen ya decadente); el combate perdido con el británico Cooper; la derrota profesional y personal; su falta de técnica y de estilo en el boxeo, simplemente la fuerza pura; sus inicios, ya ensombrecidos con el fantasma del fraude; su infancia entre palizas constantes con un padre violento. Todo ello nos explica quién fue Urtain, un hombre destinado a romperse, a ser el juguete roto de un régimen moribundo, a ser una persona incapaz de adaptarse a los cambios.

La obra transcurre con un ritmo ágil, pasando de un asalto sin ruptura alguna, del suicidio al Urtain decadente, el paso rápido por los ochenta, la España de Raphael en los setenta, entre la farsa y la tragedia personal. Los espectadores nos situamos alrededor del ring, seguimos el juego de personajes en danza (sólo Roberto Álamo, como Urtain, interpreta a un unico personaje; el resto de actores asumen roles múltiples, de Pedro Carrasco a Raphael, de la folclórica de fondo a los periodistas que atosigan a Urtain, del mánager trapacero a la esposa que sólo quiere a su marido en casa, no boxeando). Los actores se mueve por el ring en un acoso constante al personaje principal, que, como marioneta con hilos invisibles, se deja llevar, manipular, utilizar. Un presentador aparece constantemente como eje lineal de la trama personal de Urtain y de la España de aquellos tiempos.

La iluminación juega un papel esencial en la obra, siendo un personaje especial. Los decorados son prácticamente inexistentes, el vestuario apenas se cambia con una chaqueta o una bata, mientras el Urtain trajeado del inicio se va despojando de ropa a medida que avanza la obra para finalmente quedarse con el calzón de boxeador. La música, a cargo de Nick Powell, cuenta también con canciones raphaelianas como metáfora y banda sonora al mismo tiempo de un tiempo, parodia incluida.

Y entre el elenco actoral, un grandísimo Roberto Álamo llena el escenario, con su cuerpo (trabajado en el gimnasio, sin duda) y una voz gastada, como el personaje. Álamo emociona e impresiona, lisa y llanamente. Deja al espectador con un nudo en el estómago en algunas escenas íntimas, empatiza con esta marioneta incapaz de expresas sentimientos, pura fuerza bruta, usado y tirado. El resto de actores -Raúl Arévalo, Luis Bermejo, Luis Callejo, María Morales, Estefanía de los Santos y Luz Valdenebro- necesariamente se desdobla en múltiples papeles, pero son el perfecto coro para esta obra y para este protagonista.

En definitiva, una obra que vale mucho la pena ir a ver (en Barcelona, hasta el 22 de noviembre). Mucho.