Dicen los clásicos que Rómulo y Remo,
dejados en una cesta en el río Tíber por su madre Rea para evitar que
fueran asesinados por su malvado y usurpador tío Amulio, fueron
amamantados por una loba, Luperca. Luego fueron recogidos por una pareja
de pastores, que los criaron, y al crecer repusieron a su abuelo
Numitor en el trono de Alba Longa. Y más tarde crearon su propia ciudad
en el lugar donde les encontrara la loba. Y surgió Roma y… lo demás es
historia. Pero lo que nos interesa de esta leyenda es que la loba que
amamantó a los gemelos quizá no era un canis lupus al uso, sino una lupa
o la palabra con la que los romanos designaban a una prostituta. Quizá
Luperca (que lleva en su nombre la denominación del animal y de su
oficio) se dedicara a satisfacer a posibles clientes entre los pastores y
agricultores de la zona. Quién sabe. La historia no es siempre como nos
la han contado. Paul Veyne (n. 1930) es
un historiador francés ya jubilado que durante años ha nadado en las
aguas de la historia antigua, griega y romana, bebiendo también de los
ríos de la sociología y la filosofía. Suyos son libros ya clásicos como Le pain et le cirque. Sociologie historique d’un pluralisme politique (Éditions du Seuil, 1976), que reclama a gritos una traducción castellana, La elegía erótica romana (FCE, 1991, reed. 2006), La sociedad romana (Mondadori, 1999), Los misterios del gineceo (Akal, 2003) u obras recientes como Séneca, una introducción (Marbot, 2008) y El imperio grecorromano (Akal, 2009). Y ahora nos llega Sexo y poder en Roma (Paidós, 2010), un librito (si nos dejamos llevar por el modo como el tomito
que el poeta Catulo dedicara a Cornelio Nepote) con mucha enjundia.
Paul Veyne. |
En el prólogo al libro, Lucien Jerphagnon lo resume mejor de lo que yo haría:
«Aunque, en
realidad, ¿en qué romanos están ustedes pensando? ¿En los romanos de
Roma o en los de algún poblacho perdido de África, como esos que cruzan
los personajes de Apuleyo durante esa locura ubuesca y, sin embargo,
mística que es El asno de oro? ¿Qué derecho rige en esos
mundos? ¿Qué relaciones mantienen con los dioses? ¿Qué ocurre con la
política, con las relaciones sociales, con el equivalente a nuestros
impuestos? ¿Cuáles eran sus ideas acerca del matrimonio, del divorcio?
¿Y qué más? ¿Y la homosexualidad y el aborto? Y, desde luego –panem et circenses–, los juegos. Etc.» (p. 12)
Estamos, decía, ante un libro breve (deliciosamente breve, diría) que recoge diversos artículos y entrevistas publicados en la revista L’Histoire
en los últimos treinta años y que tratan sobre las cuestiones
anteriormente mencionadas. Pero desde un punto de vista diferente, si se
me permite decirlo. ¿Novedoso? Todo dependa quizá de cómo lo perciba el
lector, pero sí podemos decir que el libro focaliza su óptica en la
época, lejos de nuestros apriorismos actuales («eso es lo que conviene
sustraer siempre del dogmatismo instintivo, naturalmente anacrónico, en
el que nos arriesgamos a caer al proyectar nuestra época –ni una
anterior ni otra posterior–, tentados como estamos de convertir el
instante fugaz y las certidumbre que se hallan en él como algo
absoluto», dice Jerphagnon en ese mismo prólogo).
Y nos situamos en una civilización
romana «que no es sino la civilización griega en lengua latina, luego
romano-cristiana» y que finalmente se convirtió en una civilización
«mundial» (p. 29), pues así considera Veyne el mundo romano en su apogeo
(y que trata ampliamente en El imperio grecorromano). Un mundo
en el que los romanos se consideraban dueños absolutos del mismo,
sabiéndose superiores al resto de los habitantes del orbe. Un mundo en
el que el clan lo era todo, la justicia se basaba en la aplicación
práctica (y perfeccionista) de un derecho civil en el que lo que importa
no es tanto dictar sentencia como crear jurisprudencia. Un mundo en el
que política y corrupción (o evergetismo y clientela, si queremos verlo
de otro modo) son las dos cara de una misma moneda. Un mundo en el que
la muerte podía convertirse en espectáculo (los juegos circenses) y en
el que las luchas de gladiadores eran idolatradas y asqueadas a un mismo
tiempo, sin que ambos elementos fueran necesariamente incompatibles. Un
mundo en el que el matrimonio era una institución privada, en numerosas
ocasiones carente del boato ritual (y público) que se le suele dar, y
en el que la homosexualidad no estaba tan penada ni mal considerada
siempre que se asumiera un rol de homofilia pasiva (vamos, que el romano
era muy macho y podía disfrutar del sexo con otros hombres, ya fueran
esclavos o libres, asumiendo siempre el rol activo; si no, su
comportamiento era impudicus).
A través de los artículos y de las
entrevistas del libro conocemos un poco mejor a los romanos y su modo de
concebir la sociedad, la política y el mundo en general, y también
conocemos un poco más Paul Veyne. Nos dejamos llevar por su estilo
socarrón, erudito pero abierto a un estilo divulgador (que no
divulgarizador), en el que Roma se nos presenta como era, como puede ser
interpretada y como se destila del poso de documentación, arqueología y
epigrafía, poniendo el acento en lo que las evidencias sugieren, y no
en lo que nuestra visión romana impone. En este sentido, el
libro seduce, nos obliga a replantearnos los que sabemos (o creemos
saber) de la civilización romana. Pues, como también afirma Jerphagnon en el
prólogo:
«en la mente del
lector se ha levantado otra Roma en la que actúan unos romanos distintos
de los que hemos visto en el cine. En este libro, una civilización nos
permite ver en su realidad vestigios enterrados demasiado tiempo bajo la
lava de los tópicos, bajos las cenizas de los clichés, unos vestigios
más conmovedores que todos esos sueños. Esa es la Roma que asediará su
memoria cuando vea o vuelva a ver, bajo el mismo cielo que contemplaban
los viandantes de entonces, el teatro de Marcelo, el arco de Septimio
Severo, la basílica de Majencio, donde los gatos se apiñan,
descendientes de aquellos que, según nos cuentan, trajo Pompeyo de
Egipto. Las piedras de esos mundos que se extiende a lo largo de doce
siglos le parecerán ahora al lector más elocuentes» (pp. 12-13).
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