Un 13 de septiembre de 533 se produjo la victoria
bizantina de Belisario sobre los vándalos de Gelimer cerca de Cartago.
Una victoria “fácil” que abrió el apetito del emperador Justiniano
(527-565), que dio rienda suelta a su particular ‘renovatio imperii’, es
decir, la recuperación de las provincias “perdidas” por Roma cuando
“cayó” Roma medio siglo atrás.
En cierto modo, todo empezó con esa “caída” de Roma, también en un
mes de septiembre del año 475, como comentamos en otra efeméride
historizada. Tengamos en cuenta que al deponer al jovenzuelo Rómulo
Augústulo, un usurpador a ojos de la parte oriental del Imperio, y
devolver las insignias imperiales a Constantinopla, se creaba un
precedente: lo que se perdió era romano y se podía recuperar. Daba igual
que Hispania dejara paulatinamente de pertenecer a Roma tras la
romantizada invasión por parte de vándalos, suevos y alanos, primero, y
de visigodos después, a lo largo del siglo V; o que, desde Hispania, los
vándalos cruzaran el estrecho y se instalaran en África, con su rey
Genserico al frente (429), creando un reino “bárbaro” (tras la toma de
Cartago en 439), que cortaría el suministro de grano a Italia e incluso
iniciara razzias contra la península italiana, saqueo de Roma incluido
(455).
Para los sucesores de Zenón, el emperador bizantino que recibió
aquellas insignias, la “reconquista” no estaba en la hoja de ruta:
Anastasio tuvo que lidiar con la cuestión religiosa (monofisita) y las
guerras persas, y Justino I, su comandante de la guardia de palacio
elevado a la púrpura a la muerte de aquel, tampoco pudo apartar el ojo
del patio trasero persa. Pero el sobrino de Justino, Justiniano… ah, él
estaba hecho de otra pasta y tenía claro lo que quería hacer: recuperar
aquellas provincias que bajo su punto de vista eran y seguían siendo
romanas. No lo tuvo fácil inicialmente: a la sempiterna guerra contra el
enemigo persa hubo que añadir la revuelta Niká en el año 532, iniciada
por una pugna en el hipódromo, elevada a revuelta en contra de los
impuestos para financiar la guerra persa, y finalmente convertida en un
intento popular para derrocar a Justiniano, que estuvo a punto (dice
Procopio de Cesarea) de sucumbir de no haber sido por su esposa Teodora,
que le dijo aquello de que “la púrpura es una excelente mortaja” para
levantarle el ánimo. Sea como fuere, Justiniano echó mano de Belisario
al que le encargó la represión de la revuelta, algo que este hizo como
suelen hacer las cosas los militares: a sangre y fuego. Entre las
destrucciones producidas durante aquellos días destaca la basílica de
Santa Sofía, que Justiniano decidió reconstruir de nuevo y a lo grande,
dando paso en un tiempo récord de cinco años (para la época) a la
basílica (hoy mezquita) cuya cúpula desafía a los cielos… estando
dedicada a Dios en las alturas.
Denario acuñado por Gelimer. |
Una nueva etapa se iniciaría tras la revuelta Niká. Y con ella, la
retórica de la ‘renovatio imperii’, extendida a diversas capas de la
sociedad (del Senado constantinopolitano a la administración (Juan de
Capadocia no, opuesto a una guerra que desgastara las finanzas, y sin
aún resolver definitivamente el asunto persa) y el ejército, cuyo adalid
era Belisario. Y el primer paso era África, la provincia ocupada por
los vándalos y convertida en reino ilegítimo. África no llenaba los
graneros de Constantinopla (que dependía del grano egipcio), pero era un
aperitivo para luego llegar al plato principal: Italia. Pero, paso a
paso: se organizó una flota que debía llevar un ejército de unos 15.000
hombres a Sicilia (con permiso de los ostrogodos, que habían arrebatado
la isla a los vándalos cuarenta años atrás, como parte de su guerra
particular contra aquel Odoacro depone-emperadores), y de ahí a África.
La excusa de la guerra fue el destronamiento del rey vándalo Hilderico,
considerado un probizantino, por Gelimer, su primo (la excusa de éste
para la deposición fue que Hilderico no había sido lo suficientemente
“enérgico” en la defensa del reino frente a los ataques de los mauri
del interior. Sea como fuere, Belisario se embarcó con el ejército y su
esposa Antonina (¿para tenerla controlada?), en junio del año 533, según
Procopio (que también participó en la empresa), aprovisionándose en
Sicilia (la reina Amalasunta, regente de su hijo Atalarico, dio
facilidades); de ahí pasaron a África, desembarcando en Caput Vada
(actual cabo de Ras Kaboudiah), menos de tres meses después de partir de
Constantinopla. Los vándalos, desprevenidos, no pudieron detener la
marcha de los bizantinos a Cartago. A escasos kilómetros de la capital,
en un suburbio que, dice Procopio, se llamaba Ad Decimum, Gelimer trató
de rodear a los bizantinos, enviando parte de sus tropas al mando de su
sobrino Gibamundo y otras tantas dirigidas por su hermano Amatas, pero
Belisario hizo mover a la caballería y en el combate los eliminó,
muriendo también Amatas; Belisario lanzó al grueso de su ejército contra
Gelimer, pero no pudieron detener el avance de los vándalos, viéndose
incluso en peligro de verse superados. ¿Qué decidió la batalla? Según
Procopio (Historia de las guerras, III, 19, 25-33), la indecisión de
Gelimer, que al enterarse de la muerte de su hermano, se desmoronó y fue
incapaz de dirigir a sus hombres, prefiriendo enterrar a su hermano en
el campo de batalla; Belisario no dudó ni un instante y lanzó la
acometida de los suyos contra un enemigo que se quedó atascado por la
inoperancia de su rey.
La consecuencia de la batalla, que no fue decisiva, fue que los
bizantinos entraron en Cartago y la ocuparon, prometiendo respetar la
vida de sus habitantes. Gelimer se retiró a Bulla Regia, a unos 140 km
de la capital, reagrupando a sus tropas. La guerra se alargó hasta
diciembre, donde en otra batalla, cerca de la ciudad de Tricamerón, los
bizantinos vencieron a los vándalos, mal organizados por un temeroso
Gelimer, que huiría a las montañas del interior. Procopio dedica el
libro IV de su Historia de las guerras a una campaña africana que no
debió de durar demasiados meses. Sea como fuere, tras Ad Decimum y
Tricamerón, dos batallas relativamente fáciles, el reino vándalo cayó, y
con él las islas Baleares, Córcega y Cerdeña, que fueron tomadas en
sucesivas campañas. África proporcionaba una excelente plataforma para
invadir Italia, y el asesinato de la reina Amalasunta, hija de Teodorico
el Grande, y aliada de Justiniano, proporcionó la excusa perfecta para
iniciar la invasión.
Justiniano, mosaico de la iglesia de San Vitale en Rávena (como la imagen de cabecera de Belisario). |
Pero las cosas no fueron tan fáciles esta vez: la
guerra, que se preveía corta, se alargó durante veinte años, tras la
invasión de Sicilia en 535, el desembarco en la Bota, el saqueo de
Nápoles y la conquista de Roma, a finales de 536; al mismo tiempo, desde
los Balcanes, los bizantinos ocupaban Dalmacia. El desconcierto y la
anarquía iniciales de los ostrogodos dieron paso, con Vitiges al frente,
a la respuesta goda, deteniendo el avance de Belisario hacia el norte.
Justiniano comenzó a perder la paciencia, envió a Narsés a Italia, que
riñó con Belisario y finalmente regresó a Constantinopla. En 540 los
bizantinos conquistaron Rávena, la capital ostrogoda y parecía el fin de
la guerra, pero la reanudación de la guerra con los persas forzó el
retorno de Belisario, que fue enviado al frente oriental, momento que
aprovecharon los ostrogodos para recuperar el terreno perdido. Con
avances y retrocesos, y retorno de Narsés mediante, la guerra gótica
finalmente fue ganada por los bizantinos en 554. Para entonces, la
provincia africana recuperada había sido sometida y pacificada e incluso
hubo un desembarco en el sudeste de la península Ibérica, aprovechando
las querellas internas de los visigodos (la efímera, aunque durara
sesenta años, provincia Spaniae). La peste asoló los Balcanes y
Constantinopla en la etapa final del reinado de Justiniano y la victoria
en Italia apenas se pudo saborear, pues en 568 los longobardos
invadieron la península. El resultado de la renovatio imperii,
iniciada una generación atrás, fue desigual. África, con el Exarcado de
Cartago, se mantendría bajo dominio bizantino hasta la conquista
musulmana de 698; Italia quedaría dividida entre lombardos y bizantinos
hasta mediados del siglo VIII, siendo cada más reducido para estos
últimos a medida que pasaban las décadas: Calabria y Bari, en el sur de
Italia, en la etapa final, arrinconados por los francos y los
musulmanes.
Lectura recomendada: La ruina del Imperio Romano de James O’Donnell (Ediciones B), un libro que recoge la historia del siglo VI (y sus inmediatos antecedentes en la etapa final del V), con las figuras de Teodorico el ostrogodo, Justiniano y el papa Gregorio Magno como hilo argumental.
Ficha del libro.
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