Un 4 de septiembre de 476 tuvo lugar un acto que
certificaba la defunción ideológica de un imperio pero que, en términos
prácticos, no dejaba de ser una decisión que para millones de personas
del antaño Imperio Romano (de Occidente) pasaría desapercibida: el
hérulo Odoacro depuso al emperador romano occidental Rómulo Augústulo,
apenas un adolescente a quien su padre, el general medio germánico
Flavio Orestes, había sentado en el trono imperial en Rávena un año
atrás. Formalmente no fue el “último” emperador occidental, pues en
Dalmacia languideció hasta su muerte, cuatro años después, Julio Nepote,
a quien los emperadores romanos orientales (en Constantinopla) sí
reconocían como un colega, a diferencia del pequeño Augusto
(Augustulus), considerado un usurpador, y que en Rávena fue un títere
en manos de su padre y los “bárbaros” con los que éste ora se aliaba,
ora se enfrentaba. Nepote fue apartado del poder imperial, que con
esfuerzos controlaba Italia y la costa dálmata, por un Orestes que jugó a
ser un “hacedor de augustos”, como el militar suevo Ricimero, que unas
décadas antes sentaba y derrocaba emperadores en Rávena.
Solidus de Odoacro, acuñado en nombre del emperador bizantino Zenón. |
La agonía del Imperio Romano de Occidente comenzó tras el asesinato
de Valentiniano III, el último de la casa valentiniana-teodosia, en 455
(y de Aecio, el hombre fuerte de la corte imperial, un poco antes,
siendo la muerte de Valentiniano el corolario de la del ‘dux’ militar).
Los veinte años posteriores –mientras en Constantinopla emperadores
ajenos a esta familia se asentaban y sin demasiadas sutilezas enviaban a
Occidente a los “bárbaros” que trataban de asentarse en los Balcanes–
fueron un trasiego de ejércitos y titulares de un imperio que a veces se
solapaban, luchaban y mataban entre sí, y que fueron apuestas desde
diversas esferas en pugna: la apuesta galorromana con Avito (y la
preferida por Constantinopla y por la facción del inoperante Senado que
lideraba Sidonio Apolinar, cansino como pocos, por cierto…), y que
apenas duró un año y medio (455-456); los militares al poder, con
Mayoriano al frente, que trató de impedir (por última vez) el finiquito
del imperio (457-461), aunque ello supusiera enfrentarse al sibilino kingmaker Ricimero, el sucesor de Aecio en las tareas de controlar el
poder con la espada; los emperadores Libio Severo (“ricimeriano “ y, por
tanto , usurpador para Constantinopla), entre 461 y 465, y Antemio (con
el beneplácito oriental y, por tanto, combatido y finalmente vencido y
ejecutado por aquél), entre 467 y 472, con un interludio entre ambos en
los que vándalos y visigodos llevaron el agua a su molino para
consolidar sus flamantes reinos en Hispania-sur de la Galia y África,
respectivamente; el breve Olibrio en el año 472 y, ya muerto Ricimero
(que no fue asesinado por nadie, sino que falleció por enfermedad),
Glicerio (colocado por los burgundios) y el citado Nepote. Las amenazas
externas (e internas) dislocaron el imperio que, ya con Valentiniano
III, apenas tenía un control nominal sobre la Galia e Hispania, perdida
África tras la conquista de los vándalos de Genserico, y realmente era
efectivo en Italia y (parte de) las provincias ilirias. Ricimero y
Orestes decidieron emperadores y personificaban la “barbarización” de un
ejército romano occidental, que cada vez era menos romano.
La Europa de Odoacro. |
La consecuencia de la deposición de un adolescente que,
irónicamente, llevaba el nombre del primer rey de Roma y del primer
‘princeps’ de época imperial, fue que los reinos “bárbaros” quedaron
plenamente establecidos en el escenario occidental en las décadas
inmediatamente posteriores, aunque aún habría pugnas en la Galia entre
los francos de Clodoveo y magisteres militum como Siagrio. De facto
(nunca de iure para Constantinopla, que formalmente no renunció a
recuperar aquella parte del imperio, como trataría de realizar
Justiniano en el siglo VI), cada provincia y/o prefectura del antiguo
Imperio Romano de Occidente dio paso a un nuevo reino: Hispania para los
visigodos (exceptuando el reducto suevo en la Gallaecia), la Galia
(sobre todo desde la victoria franca en Vouillé, en 507) para los
francos, la zona de los Alpes y la Provenza para los burgundios, e
Italia (la “joya de la corona”) e Iliria para los ostrogodos. Estos
últimos, enviados por el emperador oriental Zenón contra Odoacro,
conquistarían la península italiana al frente de un vigoroso Teodorico
el Amalo, que con sus propias manos liquidaría al hérulo, tras tenerlo
asediado en Rávena durante tres años. Para entonces, nadie se acordaba
de un muchacho de apenas quince años que en septiembre de 476 fue
depuesto y cuyas insignias imperiales fueron enviadas, como era lógico
(pues era un usurpador desde la óptica romana oriental) a
Constantinopla. Pasarían tres siglos y pico hasta que otro emperador
“romano” fuera coronado en Roma, el carolingio Carlos I o Carlomagno.
Lectura recomendada: En el final de Roma: la solución intelectual, ca. 455-480, de Santiago Castellanos (Marcial Pons), que repasa la etapa final del imperio y pone el acento en cómo los autores de la época (con Sidonio Apolinar, entre otros) modelaron una percepción de “fin del mundo conocido e inicio de una nueva etapa” con diversos escritos, panegíricos y propagandísticos.
Ficha del libro.
Lectura recomendada: En el final de Roma: la solución intelectual, ca. 455-480, de Santiago Castellanos (Marcial Pons), que repasa la etapa final del imperio y pone el acento en cómo los autores de la época (con Sidonio Apolinar, entre otros) modelaron una percepción de “fin del mundo conocido e inicio de una nueva etapa” con diversos escritos, panegíricos y propagandísticos.
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