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La guerra comenzó con un
juramento por parte de Eduardo III, que se comprometió a invadir Francia
para hacerse con el trono francés, en 1336, y con una declaración de
guerra que, por un tiempo, se limitó a algunas escaramuzas terrestres
(las famosas “cabalgadas”) y a la batalla naval de Sluys, en los Países
Bajos, que ganaron los ingleses. Conviene recordar que los reyes
ingleses poseían algunos territorios en Francia, la Guyena (o Gascuña),
en la Aquitania, y aunque habían perdido el ducado de Normandía un sigo
atrás, quedaba presente la reivindicación de un ducado del que surgió la
casa real inglesa, tras la conquista de Inglaterra en 1066. Mucha
“historia antigua” se aludía en las querellas entre Plantagenets y
Valois a lo largo del conflicto. En la batalla de Crécy (1346),
consecuencia de una cabalgada, el reducido ejército de Eduardo III
venció a la caballería francesa y diezmó a su nobleza, gracias a sus
arqueros, aunque no comportó una resolución del conflicto:
inmediatamente después de su victoria, Eduardo III procedió al asedio y
conquista de Calais, en el Canal de la Mancha, y a establecer una cabeza
de puente que los ingleses utilizarían en diversas ocasiones para
iniciar sus estacionales “cabalgadas” hasta la época de Enrique V.
Crécy no resolvió nada, y aunque ni ingleses ni franceses estaban dispuestos a ceder terreno, la guerra continuó: recordemos que la guerra medieval era estacional, con ejércitos reducidos y procurando evitar las batalles campales que podían ser desastrosas para ambos bandos en liza. Una “cabalgada” desde una ciudad fuerte (Calais para los ingleses, desde entonces), arrasando el territorio, quemando las cosechas, internándose en Francia para provocar el miedo y quebrando la confianza de los lugareños en la corona, para luego regresar al punto de origen con un buen botín (si era posible), era lo habitual. Así fue Crécy, así se esperaba que fuese el siguiente intento. Una nueva expedición inglesa se preparó para el verano de 1356, comandada esta vez por el príncipe de Gales, Eduardo, conocido como el Príncipe Negro (el color de su armadura), de 26 años de edad. Se empezó como una “cabalgada” al uso, partiendo esta vez de la Guyena inglesa (Aquitania): se cruzó el río Loira, se arrasó la zona, se asedió (sin éxito) la ciudad de Tours y se provocó al personal local, con la idea de plantear una batalla que, se esperaba, esta vez el rey francés no aceptaría, pudiéndose retirar de nuevo a su ducado de Guyena. Pero Juan II (apodado El Bueno), hijo del anterior Felipe VI, no se quedó de brazos cruzados; la nobleza francesa, por otro lado, tenía ganas de revancha tras lo sucedido en Crécy.
En Poitiers se encontraron ambos ejércitos, y otra vez el inglés era minoritario: unos tres mil jinetes, dos mil arqueros y un millar de soldados de infantería frente a ocho mil caballeros y tres mil infantes franceses. Y cómo sucediera en Crécy (y volvería a suceder en Agincourt), el rey francés apostó por la carga de caballería; por su parte, el Príncipe Negro prefirió la agilidad de sus tropas ligeras y la tormenta de flechas que los arcos largos ingleses podían desatar sobre los jinetes franceses. Iniciada la batalla, Eduardo fingió que huía con la parte más granada de su caballería, para rodear a los franceses, que, confiados en exceso, atacaron con todo lo puesto; los arqueros ingleses masacraron a la caballería francesa, que a su vez se vio rodeado en la retaguardia por los jinetes enemigos; la infantería francesa, por su parte, no pudo vencer a la inglesa, que la derrotó y forzó su huida. El resultado fue una reedición de Crécy, pero diez años después, y esta vez con un premio grande: el rey Juan II fue hecho prisionero. Los franceses perdieron unos 2.500 hombres, los ingleses apenas unos centenares.
Crécy no resolvió nada, y aunque ni ingleses ni franceses estaban dispuestos a ceder terreno, la guerra continuó: recordemos que la guerra medieval era estacional, con ejércitos reducidos y procurando evitar las batalles campales que podían ser desastrosas para ambos bandos en liza. Una “cabalgada” desde una ciudad fuerte (Calais para los ingleses, desde entonces), arrasando el territorio, quemando las cosechas, internándose en Francia para provocar el miedo y quebrando la confianza de los lugareños en la corona, para luego regresar al punto de origen con un buen botín (si era posible), era lo habitual. Así fue Crécy, así se esperaba que fuese el siguiente intento. Una nueva expedición inglesa se preparó para el verano de 1356, comandada esta vez por el príncipe de Gales, Eduardo, conocido como el Príncipe Negro (el color de su armadura), de 26 años de edad. Se empezó como una “cabalgada” al uso, partiendo esta vez de la Guyena inglesa (Aquitania): se cruzó el río Loira, se arrasó la zona, se asedió (sin éxito) la ciudad de Tours y se provocó al personal local, con la idea de plantear una batalla que, se esperaba, esta vez el rey francés no aceptaría, pudiéndose retirar de nuevo a su ducado de Guyena. Pero Juan II (apodado El Bueno), hijo del anterior Felipe VI, no se quedó de brazos cruzados; la nobleza francesa, por otro lado, tenía ganas de revancha tras lo sucedido en Crécy.
En Poitiers se encontraron ambos ejércitos, y otra vez el inglés era minoritario: unos tres mil jinetes, dos mil arqueros y un millar de soldados de infantería frente a ocho mil caballeros y tres mil infantes franceses. Y cómo sucediera en Crécy (y volvería a suceder en Agincourt), el rey francés apostó por la carga de caballería; por su parte, el Príncipe Negro prefirió la agilidad de sus tropas ligeras y la tormenta de flechas que los arcos largos ingleses podían desatar sobre los jinetes franceses. Iniciada la batalla, Eduardo fingió que huía con la parte más granada de su caballería, para rodear a los franceses, que, confiados en exceso, atacaron con todo lo puesto; los arqueros ingleses masacraron a la caballería francesa, que a su vez se vio rodeado en la retaguardia por los jinetes enemigos; la infantería francesa, por su parte, no pudo vencer a la inglesa, que la derrotó y forzó su huida. El resultado fue una reedición de Crécy, pero diez años después, y esta vez con un premio grande: el rey Juan II fue hecho prisionero. Los franceses perdieron unos 2.500 hombres, los ingleses apenas unos centenares.
La consecuencia de la batalla fue el caos en Francia, con su rey prisionero y trasladado a Londres, que no volvería a Francia hasta la firma del tratado de paz cuatro años después. El joven delfín, futuro Carlos V, de apenas 18 años de edad, tuvo que asumir una complicada regencia ante una nobleza levantisca, las protestas de la burguesía urbana (que forzaron una reunión de los Estados Generales y que se negaron a pagar el rescate del rey), la rebelión de los campesinos (la “Jacquerie”) en 1358 y los tejemanejes del rey de Navarra, Carlos II el Malo, que jugó a dos bandas con ingleses y franceses. Todo ello retrasó la firma de un acuerdo con Inglaterra, el Tratado de Brétigny (octubre de 1360), al que Carlos se avino para poder liberar a su padre. El tratado otorgaba amplios territorios a los ingleses en el suroeste de Francia, ampliando considerablemente el reducido ducado de Guyena en Poitou, Périgord, Lemosin y la mayor parte de la Aquitania perdida por los Plantagenet un siglo y medio atrás, y en esta ocasión sin rendir vasallaje al rey francés; a cambio, Eduardo III renunciaba a sus derechos dinásticos sobre la corona francesa. Además, se fijaba un rescate por Juan II: tres millones de coronas de oro, de las cuales se había de pagar inmediatamente uno para que se liberara al rey francés. Se impusieron rehenes: varios hijos de Juan I quedaron bajo custodia en Inglaterra; cuando uno de ellos, Luis, se escapó en 1362, su padre, apelando al honor (y dando significado a esa “bondad” de su apodo), se comprometió a convertirse en prisionero y volver a Londres, y así sucedió: moriría en la capital inglesa en 1364.
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Captura de Juan II, miniatura en De casibus virorum illustrium (1467). |
Lectura recomendada: La Guerra de los Cien Años de Édouard Perroy (Akal), un amenísimo libro que el autor escribió de memoria en su mayor parte cuando fue hecho prisionero durante la Segunda Guerra Mundial. Perroy centra el relato en los aspectos políticos y militares, y ofrece una mirada completa sobre las disputas dinásticas entre Valois y Plantagenets.
Ficha del libro.
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