Un 23 de septiembre de 1122 el emperador
germánico Enrique V y el papa Calixto II firmaron el Concordato de
Worms, que pone fin a la llamada “querella de las investiduras” que
había enfrentado a Imperio y Papado en el último medio siglo a causa de
la provisión y control de obispados, abadías y beneficios eclesiásticos.
Un tema clásico que jalona la historia de la Cristiandad en la Edad
Media y que significa un antes y un después en las relaciones entre
Iglesia y Estado.
Todo empezó con la aclamación popular (fuera de la elección propia
en el colegio cardenalicio) de Hildebrando Aldobrandeschi como papa en
abril del año 1073 con el nombre de Gregorio VII. Durante los doce años
de su convulso papado, Gregorio VII inició una reforma de la Iglesia de
gran calado, cuyos resultados no pudo ver en vida, tratando de acabar
con el cesaropapismo de los emperadores salios llevaban imponiendo desde
varias décadas atrás, sin cortapisas y ante una institución papal débil
e impotente. La creación de la orden de Cluny, siglo y medio antes (y
ya comentada la efeméride de la fundación de la abadía hace un par de semanas) forma parte de un despertar reformador que trataba de liberar
las órdenes monásticas, y el control de monasterios y abadías, del
control temporal o de la influencia episcopal (a su vez sometida a no
poco señores feudales).
Gregorio VII. |
Con Gregorio VII en el solio papal la Iglesia
iniciaba una reforma de costumbres del sacerdocio, una cruzada contra la
simonía (la compra-venta de cargos y prebendas eclesiásticos), una
feroz lucha por el nombramiento de los obispos y, en el fondo, una
batalla entre el poder espiritual (el Papa) y el poder temporal (el
emperador), que venía de lejos: ¿de dónde procede la autoridad? ¿Del
emperador, descendiente de Constantino, o del papa, que asumía un poder
que le había sido transferido al papa Silvestre por parte del propio
Constantino? ¿Tenía validez la donación de Constantino? Gregorio se
apuntó un tanto al publicar en el año 1075 el Dictatus Papae, un
conjunto de axiomas doctrinales que significaba dar un golpe sobre la
mesa: el Papa tenía el poder absoluto en la Iglesia, al margen de la
esfera imperial, y decidía los nombramientos de obispos y sacerdotes, y
también se situaba por encima de la autoridad imperial en la esfera
temporal (a la que podía excomulgar y apartar del poder que disfrutaba),
aunando ambas potestades, espiritual y temporal.
Como podemos imaginar, este golpe de autoridad no podía más que
despertar la oposición del emperador Enrique IV, de apenas veinticinco
años de edad, y titular del cargo desde los seis años. Sobre todo cuando
en un sínodo celebrado en Roma en ese mismo año 1075 Gregorio prohibió
que nadie, que no fuera él, invistiera a cargos eclesiásticos.
La
investidura significaba el control de los numerosos bienes materiales de
que podía gozar el obispo o abad nombrado por el emperador o un señor
feudal a su servicio, de modo que controlar las investiduras significaba
ejercer un enorme poder local y regional. Gregorio VII prohibía la
simonía y daba un aviso claro al emperador (que seguía invistiendo en
algunas diócesis italianas): sólo el Papa podía investir y quién, desde
la esfera laica, contraviniera sus órdenes sería excomulgado, aunque se
tratara del mismísimo emperador. Enrique IV contraatacó organizando un
concilio en Worms y deponiendo a Gregorio; éste, a su vez, no se quedó
corto y excomulgó a Enrique, liberando a sus súbditos de la obediencia
debida. Aquí Enrique se achantó: una cosa era que el papa le excomulgara
(no era el prime pontífice que utilizaba esa arma contra un emperador),
pero otra era que los príncipes alemanes aprovecharan que el Rin pasa
por Estrasburgo y se alzaran contra él (la dinastía salía tenía no pocos
enemigos, y el propio Enrique tenía al enemigo en casa: su cuñado
Rodolfo de Suabia ambicionaba la corona imperial). Por ello, buscando el
acuerdo con Gregorio, Enrique acudió a Canosa y, como penitente,
solicitó formalmente el perdón, que recibió de un exultante papa en
enero de 1077. Pero a cambio le exigió que convocara una Dieta imperial
para que sus reformas religiosas fueran refrendadas públicamente.
El acto de la investidura de un obispo por un rey... |
Enrique se hizo el remolón, pasó el tiempo, el papa perdió la paciencia,
los enemigos de Enrique le depusieron ese mismo año y designaron a su
cuñado como emperador. Enrique exigió a Gregorio que excomulgara y
depusiera a Rodolfo, Gregorio se hizo el interesante y Enrique,
ofendido, organizó un concilio y depuso a Gregorio como papa, designando
a otro (el antipapa Clemente III). Gregorio actuó deponiendo a su vez y
fulminantemente a Enrique, designando otro rey (el cuñadísimo). Para el
año 1080 cada cual había depuesto al otro, pero Gregorio no contaba con
que Enrique tenía algo que él no poseía: la fuera militar. Enrique
invadió Italia, ocupó Roma y juzgó a Gregorio ‘in absentia’, instalando a
Clemente III en el solio papal. Gregorio, encerrado en el Castel de
Sant’Angelo, apeló a los normandos de Roberto Guiscardo, que en una
cabalgada lo rescataron y trasladaron a Salerno, donde el papa falleció
en mayo de 1085. Muerto Gregorio se podía llegar a un acuerdo con el
emperador, pero éste se enredó en las guerras contra sus enemigos en el
Imperio. Urbano II asumió el poder en Roma en 1088, con problemas, y
pudo zanjar la crisis papal, aprovechando para convocar la Cruzada en el
Concilio de Clermont en 1095… y que culminaría en la conquista de
Jerusalén en 1099. Fallecido Enrique IV en 1106 y sucedido por su hijo
Enrique V, parecía que éste y el papa Pascual II podían resolver lo que
sus antecesores no pudieron hacer. Pero ambos también se mantenían en
sus trece hasta que finalmente, y con Calixto II en el solio papal, y
tras quince años de inquina mutua, se llegó al acuerdo.
La consecuencia del Concordato de Worms era un acuerdo que en cierto
modo contentaba a ambas partes, cansadas tras cincuenta años de
querella, excomunión, deposición y luchar armada: el poder espiritual
(el Papado, en suma, y lo que representaba) entregaba el anillo y el
báculo al eclesiástico investido (obispo o abad) y lo consagraba
religiosamente, mientras que el poder temporal (o civil, es decir, el
emperador y lo que representaba) le otorgaba el beneficio material. De
este modo, se establecía un protocolo por el que el eclesiástico
investido se sometía al papa en lo religioso y asumía la supremacía del
emperador en lo civil. ¿Tablas? Sea como fuere, se llegaba a un acuerdo
de mínimos que se mantendría, con mayor o menos estabilidad, desde
entonces, y que al año siguiente sería ratificado por el primer Concilio
de Letrán. A la postre, el elemento civil predominaría sobre el
religioso, pues en caso de una investidura controvertida podía influir
antes que el poder religioso del papa, lejos en Roma, pero ambas partes
acordaban que el emperador dirimiría en la disputa y establecería un
arbitraje “justo”. En las décadas posteriores el emperador (la casa
Hohenstaufen desde la década de 1130, con Federico I Barbarroja al
frente del trono imperial en 1152) tendría que lidiar con querellas
internas, con la pugna entre güelfos y gibelinos (que da para otra
historia) y las revueltas de las ciudades italianas que trataban de
liberarse de la autoridad imperial. El Papado se dedicó a potenciar las
reformas gregorianas en cuanto a la simonía, el celibato y las
costumbres en los monasterios, con la orden de Cluny como espolón de
proa y las Cruzadas del siglo XII como ámbito especial de intervención
exterior. Los concilios reformistas de finales del siglo XII y
principios del XIII, la consolidación de la inquisición papal y la lucha
contra el catarismo serían futuras tareas… así como el enfrentamiento
con otro Hohenstaufen, el emperador Federico II (stupor mundi),
demonizado y excomulgado hasta su muerte en 1250… pero esa es otra etapa
histórica.
Lectura recomendada: Historia religiosa del Occidente medieval (años 313-1464) de José Ángel García de Cortázar (Akal), una completa monografía que trata con detalle el camino que llevó a la querella de las investiduras, la propia disputa y sus consecuencias.
Ficha del libro.
Lectura recomendada: Historia religiosa del Occidente medieval (años 313-1464) de José Ángel García de Cortázar (Akal), una completa monografía que trata con detalle el camino que llevó a la querella de las investiduras, la propia disputa y sus consecuencias.
Ficha del libro.
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