Un 26 de septiembre de 1960 tuvo lugar el primero
de los cuatro debates televisados entre los candidatos Richard M. Nixon
(republicano) y John F. Kennedy (demócrata) a la presidencia de los
Estados Unidos de América. Fue, de hecho, el primer debate entre dos
candidatos presidenciales emitido por televisión, tuvo una audiencia
estimada de 70 millones de espectadores (un 60% de la población adulta
del país) y, desde luego, cambió la historia de las campañas electorales
de todo el mundo… y de la propia televisión.
De hecho, fueron también los primeros debates cara a cara entre dos
candidatos; el precedente más cercano fueron los debates entre Abraham
Lincoln y Stephen Douglas en las elecciones al Senado de 1858. Las
elecciones presidenciales en noviembre de 1960 fueron muy reñidas,
aunque de partida Nixon era el favorito en la encuestas y gozaba del
prestigio que suponía haber ostentado la vicepresidencia (a pesar de que
su labor como tal más bien fue mediocre) durante el mandato de un muy
popular Ike Einsenhower, desde enero de 1953. La trayectoria política de
Kennedy durante sus casi quince años en Washington, sin embargo, fue
limitada e incluso contraproducente: apoyó a Joe McCarthy en algunas
votaciones del Senado, antes de darse cuenta de que éste era una figura
caduca. Su escasa experiencia en política, a la que había llegado al
finalizar la Segunda Guerra Mundial como sustituto de su fallecido
hermano Joseph, se notaría en algunos de los cuatro debates televisados,
pero, a diferencia de Nixon, se adaptó enseguida al medio.
Congresista
desde 1947, como miembro de la Cámara de Representantes en la que pasó
prácticamente desapercibido, Kennedy había vencido al republicano Henry
Cabot Lodge en las elecciones al Senado por Massachussets en 1952 y
entró en la cámara alta en enero del año siguiente. Su labor como
senador fue limitada a causa de sus problemas de salud, con un nivel de
absentismo de las sesiones inusualmente alto para lo que se estimaba
conveniente. Optó a la vicepresidencia en las primarias demócratas a las
elecciones de 1956 y, aunque no consiguió ser elegido por Adlai
Stevenson (el sempiterno candidato demócrata derrotado), alcanzó una
enorme notoriedad, lo cual le impulsó a presentarse a las elecciones
presidenciales de 1960, tras haber revalidado su escaño senatorial en
1958. Las primarias demócratas fueron complejas: entre otros candidatos y
además de Stevenson, entraron en liza el senador por Texas Lyndon B.
Johnson, líder de la mayoría demócratya en el Congreso y que, a su
experiencia en la política de Washington, añadía su capacidad para
movilizar el voto del Sur, y Hubert Humphrey, que sería el candidato
demócrata a las elecciones de 1968 (además de haber sido vicepresidente
de Johnson entre 1965 y enero de 1969). Para muchos la campaña de
Kennedy fue “sucia”, contando con el dinero de su padre, Joe Kennedy, y
con el ímpetu y la ferocidad de su hermano Robert como jefe de campaña.
Hasta la convención demócrata de aquel verano, Stevenson y Johnson
parecían los precandidatos con mayores posibilidades, pero fueron
derrotados por el dinero y los sobornos de Joe Kennedy y el tono
barriobajero de la campaña de Robert (la enemistad de éste con Lyndon
Johnson se afianzó aquí). Aunque Stevenson tenía el apoyo del sector más
liberal del partido, representado por Eleanor Roosevelt, Kennedy ganó
la nominación en la primera votación. Para curar algunas heridas y
afianzar el voto del Sur, Kennedy eligió a Johnson como candidato a la
vicepresidencia. Nixon, que había ofrecido la vicepresidencia a Nelson
Rockefeller previamente, y que éste declinó, presentó como candidato al
puesto a Henry Cabot Lodge, antiguo rival de Kennedy.
La campaña de otoño fue disputada. Kennedy acusó a los republicanos
de ser “blandos” ante la amenaza del comunismo durante la presidencia de
Eisenhower y endureció su tono anticomunista para ganar votos. Se
acordó entre los dos partidos una serie de debates que se
retransmitirían por televisión. Se pactaron cuatro debates, a realizar
los días 26 de septiembre y 7, 13 y 21 de octubre de 1960, y que serían
emitidos por la cadena CBS. El primero de los debates fue “acalorado”
para Nixon que, menospreciando a su rival, apenas se preparó, e incluso
estuvo en la campaña habitual hasta pocas horas antes de acudir a los
estudios de televisión. Nixon apareció pálido, pues se negó a que lo
maquillaran (en los siguientes tres debates lo permitió), y tenía mala
cara pues había estado hospitalizado unos pocos días antes. Como se negó
a maquillarse, los espectadores pudieron ver su rostro cenizo, el sudor
y los brillos que causaba y daban una pésima imagen en la pequeña
pantalla. Tampoco ayudó que se dejara aconsejar mal por sus asesores,
que lo vistieron con un traje claro (que lucía mal en el blanco y negro
de los televisores de la época, además de apretarle el cuello de la
camisa). Kennedy, en cambio, se presentaba cómodo, mucho más fotogénico
que su rival y vistiendo un traje negro que le estilizaba en pantalla,
además de aparecer bronceado por el sol. En palabras del entonces
presidente de la CBS, Frank Stanton, “Kennedy was bronzed beautifully…
Nixon looked like death.” El debate trató la política doméstica del
país, sobre la que Kennedy en general estaba bastante pez; pero supo
sacar partido del nuevo medio de comunicación, enseguida supo que la
cámara le “adoraba” y ganó ese primer debate, de una hora de duración,
frente a un Nixon que, confiado, apenas se había preparado la materia y
dejó una pésima imagen, sudando y moviendo incómodo el cuello.
La consecuencia del debate fue que, aunque los asesores de ambos
partidos consideraron que no había sido decisivo, en los siguientes tres
debates Nixon se pusiera las pilas, se dejara aconsejar por los
especialistas en imagen, se tomara en serio los temas a tratar
(explotando su experiencia en política internacional… o lo que él creía
que era experiencia) y ganara los dos siguientes; el tercero quedaría en
un disputado empate. Pero las repercusiones del primer debate fueron
enormes, pues ningún candidato posterior, ya fuera en unas elecciones
presidenciales, legislativas o locales, se atrevió a dudar del “poder de
la televisión”. Se dijo entonces que para los que siguieron aquel
primer debate, Kennedy fue el vencedor, pero quienes lo escucharon por
la radio tuvieron la sensación de que Nixon lo había hecho mejor: hasta
ese punto la imagen lo cambió todo; pero no hay estudios que demuestren
fehacientemente que seguir el debate por uno u otro medio influyera en
la percepción de quienes lo vieron o escucharon. Porque lo que importaba
era la decisión que tomara el votante el día de las elecciones, el 8 de
noviembre de 1960. Y fueron unos resultados reñidísimos: la victoria se
decidió por sólo 112.827 votos de diferencia a favor de Kennedy, apenas
un 0,1 % de ventaja del candidato demócrata sobre el total de votos
populares. En cuanto a votos electorales, Kennedy logró 303 por 219 de
su rival (y 16 del candidato independiente Harry Floyd Byrd). La
participación ciudadana fue del 63,1%, una cifra que no se había
alcanzado desde las elecciones de 1908; para que el lector se haga una
idea, cabe recordar que las controvertidas elecciones de 2000 entre
George Bush Jr. y Al Gore, y que siempre quedarán oscurecidas por la
sombra del pucherazo en Florida, tuvieron una participación del 50,4%, o
que los ilusionantes comicios («Yes, We Can») de 2008 entre Barack
Obama y John McCain apenas consiguieron el 61,6%.
Lectura recomendada: J.F. Kennedy: una vida inacabada de Robert Dallek (Ediciones Península), una excelente biografía del personaje y un retrato en profundidad de su presidencia; a destacar la parte en la que se relata la dura campaña electoral de 1960 y el debate televisado.
Ficha del libro.
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