Un 11 de septiembre de 909 (o 910) el duque Guillermo
I de Aquitania fundó la abadía de Cluny, en el actual departamento de
Sâone-et-Loire, en la Borgoña. Lo que sería inicialmente un acto de
patronazgo nobiliario se convertiría en uno de los hitos de la cultura
monástica de la Edad Media, del arte románico y, con mayor énfasis, en
una de las primeras piedras de la reforma religiosa del siglo XI. Todo empezó con la creación de la abadía y la cesión de la villa de
Cluny al Papado romano. Fundando una abadía, Guillermo I de Aquitania no
hacía nada que no hubieran hecho otros nobles: asegurarse la salvación y
crear una red clientelar en el que los monasterios y abadías se
convertían en pieza de intercambio de influencias entre los nobles de la
época, especialmente en un período de disolución de la autoridad
carolingia y de auge del feudalismo de tipo franco, que es que se
diseminó por el territorio del antiguo imperio de Carlomagno, dividido
entre sus sucesores, y que alcanzaría Francia, los Países Bajos, partes
de Alemania y Austria, el norte de Italia y los territorios de la Marca
Hispánica; sería largo y azaroso discutir sobre las diferencias entre el
feudalismo de influencia franca y el feudalismo que se desarrolló en
Inglaterra o la Castilla de guerra fronteriza.
La fundación de Cluny se
inserta, además, en una época de decadencia de la Iglesia católica
(occidental), con una fuerza de la nobleza y los emperadores/reyes del
Imperio Romano Germánico que nombraban obispos y abades laicos según su
conveniencia, usurpaban tierras eclesiásticas e imponían una justicia al
margen de la autoridad establecida, especialmente la nobleza.
Donaciones forzosas, venta de sacramentos y cargos eclesiásticos (la
simonía), dejadez de la regla benedictina en los monasterios y abadías.
Los emperadores Otónidas trataron de frenar un camino que conducía a la
decadencia de la Iglesia como entidad temporal, y figuras como Gerberto
de Aurillac, papa Silvestre II en el cambio de milenio, trató de
reconducir la espiritualidad hacia una pureza que se había perdido. En
un siglo X convulso política y territorialmente, el acto de Guillermo de
Aquitania podría parecer aislado, pero al poner en manos del Papado una
abadía y poner las bases para una orden, la cluniacense, que recuperó
la esencia de la regla de Benito de Nursia, se iniciaba la senda de la
reforma gregoriana (de Gregorio VII, papa entre 1073 y 1085).
Cluny siguió otros ejemplos de reforma de establecimientos religiosos a
cargo de hombres (laicos) especialmente dotados y que entendieron que la
reforma debía surgir de la congregación religiosa, enfocada a un
retorno a la espiritualidad silenciosa y un retorno a la regla
benedictina, y una autonomía de los centros religiosos respecto el poder
temporal, es decir, la nobleza temporal y, andando el camino, las
monarquías. En Cluny la independencia de la orden religiosa respecto
nobles y obispos significaba poner la abadía, y las numerosísimas que
surgieron en la Europa occidental en el siglo y medio siguiente,
directamente bajo la protección y obediencia del Papa, del obispo y
patriarca de Roma; San Pedro y San Pablo, en resumen, serían los
patronos del nuevo modelo de congregación monástica. Y ello significaba
también autonomía de los centros en la designación del abad, figura que
se mantendría al margen de las presiones foráneas allende los muros de
monasterios y abadías. Con una decisión de tal calibre, la orden de
Cluny, que pronto se extendió por Borgoña, la Provenza y Aquitania –es
decir, en zonas donde se forjó el feudalismo que ocupaba el trono vacío
de la autoridad imperial y/o real ausente–, y progresivamente llegó a la
península Ibérica (mediante el incipiente Camino de Santiago),
Inglaterra y el norte de Francia.
La consecuencia de la fundación de Cluny, junto a instituciones como la “paz de Dios”, lemas y actitudes como el ora et labora y a una reformulación del monaquismo benedictino, fue el avance hacia la reforma del siglo XI, paralela también a la lucha entre el poder temporal (Imperio) y el poder espiritual (Papado) que estallaría con la «querella de las investiduras» durante el papado de Gregorio VII. Fue también el inicio del fin del poder de los obispos altomedievales en la vida religiosa, figuras eclesiásticas pero al mismo tiempo laicizadas por la influencia de los señores feudales. Como concluye Georges Duby, Cluny «se hizo resueltamente antiepiscopal. Dislocó las diócesis en el momento en que la independencia de los castellanos [entiéndase: la figura vasallática subordinada a y/o delegada de los señores feudales] dislocaba los condados. El triunfo de Cluny significaba en la historia de las instituciones un retroceso del episcopado, la destrucción del sistema carolingia que basaba el Estado en la autoridad conjunta del obispo y el conde, ambos controlados por el soberano». Significaba una respuesta desde el interior de los monasterios a la violencia y las usurpaciones del feudalismo: la liturgia, la oración y la eucaristía, para la cual los monjes se ordenan a sí mismos sacerdotes.
Lectura recomendada: La época de las catedrales: arte y sociedad, 980-1240 de Georges Duby (Cátedra), libro que en tres partes –monasterios (980-1130), catedrales (1130-1280) y palacios (1280-1420) –, modula la historia europea (occidental) de la Edad Media desde un punto de vista cultural –la creación artística–, inseparable de los acontecimientos políticos, económicos y sociales de la época.
Ficha del libro.
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