Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Nota: este documental llega a las salas de cine como evento cinematográfico. Exhibidores como Yelmo y Grup Balañà lo emitirán los días 18 y 19 de noviembre; consúltese también en FilmAffinity para saber en qué otros cines de España se podrá ver. Los cines Verdi de Barcelona lo emitirán el 3 de diciembre en su programación cultural de los martes).
Vincent van Gogh (1853-1890) sintió pasión por el arte japonés: a finales de noviembre de 1885, cuando viajó a París, conoció los crespones japoneses, empezó a estudiar a los artistas nipones y sus grabados, y comenzó a elaborar una colección propia que actualmente se conserva en el Museo Van Gogh de Ámsterdam. Nunca viajó al país del Sol Naciente, pero entabló una «relación» cercana con la pintura de aquel país, que en aquellos momentos (décadas finales del siglo XIX) generó un verdadero furor por todo lo que procedía de allí. El «japonismo» –como las chinoises en el siglo precedente– se puso de moda al mismo tiempo que este país se «abría» al mundo a partir de 1853 y la llegada del comodoro estadounidense Perry a los puertos nipones, y desde que en 1868 se iniciaba la era Meiji con la subida al trono del emperador Mutsuhito (fallecido en 1912). La pintura japonesa gustó especialmente a los pintores impresionistas, su influencia en la composición de cuadros de Manet, Degas y Monet, entre otros, ya era evidente antes de que Van Gogh pintara sus obras avanzada la década de 1880. En una escrita a su hermano Théo a finales de julio de 1888, Vincent escribió: «El arte japonés, en decadencia en su patria, retoma sus raíces en los artistas franceses impresionistas»; en esta misiva afirmaría también: «El arte japonés es algo como los primitivos, como los griegos, como nuestros viejos holandeses: Rembrandt, Potier, Hals, van der Meer, Ostade, Ruysdael. No se termina...».