28 de julio de 2019

Crítica de cine: La mirada de Orson Welles , de Mark Cousins

Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.

¿Qué diría Orson Welles si supiera que después de su muerte Estados Unidos tuvo un presidente negro y que ahora se sienta en el Despacho Oval otro que se cree Charles Foster Kane? ¿Qué diría ante elementos de la tecnología, cámaras y teléfonos móviles, que permiten hacer películas con una facilidad inimaginable en su época? ¿Qué diría quien siempre tuvo una fascinación por la imagen al respecto de que la vida es cada vez más visual en estos tiempos actuales? ¿Qué diría ante Internet, la “magia negra” moderna, y qué películas habría rodado al respecto? ¿Cómo, en última instancia, vería ahora el mundo Orson Welles? Son algunas preguntas que Mark Cousins se plantea –y que le plantea directamente al propio personaje– al inicio de La mirada de Orson Welles, documental presentado en el Festival de Cannes de 2018 y que, por fin, llega a nuestras salas; cierto que en muy pocas, de hecho: en Barcelona sólo se emite en una de las salas de los cines Verdi). Un documental que llega en un momento dulce en cuanto al género y a "miradas" de cine: al que sobre  Ingmar Bergman presenta y codirige Margarethe von Trotta, y que se estrenó hace una semana, añadiremos, el próximo 2 de agosto, el que Peter Bogdanovich ha realizado sobre Buster Keaton... y que comentaremos en su momento.

Un nuevo documental sobre Orson Welles (1915-1985) puede que no arroje mucha más luz de la que hemos tenido en anteriores piezas –pienso, por ejemplo, en Magician: The Astonishing Life and Work of Orson Welles (Chuck Workman, 2014), disponible en Filmin, y en Me amarán cuando esté muerto (Morgan Neville, 2018), en el catálogo de Netflix– o en múltiples libros; de la biografía a cargo de Barbara Leaming publicada por Tusquets en 1986 a las entrevistas que le hizo Peter Bogdanovich y se recogen en Ciudadano Welles (Capitán Swing, 2015), pasando por libros más enfocados a su filmografía, como el volumen que escribiera Santos Zunzunegui para la colección Signo e Imagen/Cineastas en la editorial Cátedra (2011), el volumen colectivo El universo de Orson Welles (Notorius Ediciones, 2015) y el delicioso libro de Esteve Riambau, Las cosas que hemos visto: Welles y Falstaff (Luces de Gálibo, 2015), ambos publicados en ocasión del centenario del nacimiento del cineasta, y entre otros muchos. Cineasta, decía, sí, y seguramente sea la visión que tenemos de Welles: un peculiarísimo director de cine, con sus más y sus menos dentro y fuera de Hollywood, y un actor con una enorme presencia escénica, acentuada además por su grave y cavernosa voz. 

Orson Welles como Harry Lime en El tercer hombre (Carol Reed, 1949)... y el reloj de cuco.


Pero Orson Welles no fue sólo un cineasta: realizó numerosísimos programas en la radio (la entrada al respecto de su obra radiofónica en la Wikipedia en inglés es ingente) y destaca la famosa locución de La guerra de los mundos de H.G. Wells el 30 de octubre de 1938, que provocó entre sus oyentes pánico e histeria colectiva, demostrando (por si no era evidente entonces) el poder de la radio en la comunicación de masas; el espectador echará en falta una mención en el documental de Cousins. Un año antes ya había dado muestras de su talento en el medio con la dramatización radiada de The Fall of the City, obra de Archibald MacLeish (CBS Radio, 1937), en la que Welles se encargó del papel del locutor, y que se presentó como una alegoría del triunfo del fascismo… un movimiento que Welles denunciaría sin cesar en aquella década y posteriormente. 

Y, Cousins lo hace, conviene recordar su brillante labor como actor y director de teatro, donde demostró un talento precoz (ya a los tres años de edad participó en una obra de teatro), especialmente en los años treinta, cuando realizó (e interpretó) un gran número de montajes teatrales en Irlanda (donde vivió su juventud) y Estados Unidos. La participación de Welles en el Proyecto de Teatro Federal dio sus frutos en montajes como un Macbeth vudú (1936), en el desaparecido Lafayette Theatre de Harlem, adaptación de la obra de William Shakespeare (quizá la que más le fascinó a lo largo de su vida, recordemos la adaptación cinematográfica que realizó en 1948), y cuya trama se traslada a Haití; diez mil personas asistieron al estreno el 14 de abril de 1936. En segundo lugar, cómo no mencionar The Cradle Will Rock (1937), una feroz crítica de la corrupción y el poder abusivo de las grandes corporaciones, con música y letras de Marc Blitzstein y estrenada, no sin problemas, en el Mercury Theatre. El cinéfilo recordará la (espléndida) película de Tim Robbins Abajo el telón (1999), que traza un combativo retrato del período en el que se estrenó la obra de Blitzstein –en lo más crudo del New Deal de Roosevelt, con huelgas, represión policial y un clima de caza de brujas– y sobre los problemas de su producción y estreno a cargo de un excesivo (como solía ser y así ha quedado reflejado a menudo) Orson Welles, interpretado por Angus MacFadyen. [Nota para curiosos: la obra de Blitzstein y un guion cinematográfico que Welles escribió años después se publicaron en castellano en 2015 de la mano de la editorial La Linterna Sorda. Un volumen muy recomendable para captar las diferencias entre la obra original, el guion de Welles y el del texto teatral “dentro” de la propia película de Robbins.] 



Por último y en lo que concierne a esta crítica, de esta etapa teatral de Welles en la segunda mitad de los años treinta, cuando aún no ha cumplido los 25 años de edad, también habría que destacar su versión de Julio César de Shakespeare, estrenada en noviembre de 1937 en el (también desaparecido) teatro Mercury, y que, como hiciera con Macbeth, Orson dotó de “actualidad” al trasladar la trama a una Roma “moderna”, fascista, con un vestuario, una escenografía y un uso de la luz renovadores. Welles vería en César a un Mussolini trasladado a la antigüedad y recreó en su montaje el estilo de luces de Albert Speer en los congresos del Partido Nazi en Alemania en los años precedentes que había visto por fotografías. Apenas se ha conservado algún audio e imágenes de aquel exitoso montaje, pero Richard Linklater “recreó” de manera harto fidedigna como fue la producción y el estreno de ese Julio César en noviembre de 1938 en la parte final de su filme Orson Welles y yo (2008), con Christian McKay en la piel del personaje.

De todo ello, de la inmensa obra de Orson Welles, se hace eco Cousins, afamado director y crítico cinematográfico –suya es la serie La historia del cine: una odisea (More4: 2011)–, y también un escritor muy interesado en cómo vemos el mundo que nos rodea –añadamos otra recomendación: su libro Historia y arte de la mirada (Pasado y Presente, 2018)–. Cousins, que no esconde un cierto placer por la notoriedad personal, escribe, dirige y narra (quizá de un modo algo intrusivo) este documental, construido como una carta abierta al genio estadounidense (“Dear Orson Welles…”). Se estructura en un prólogo (Cousins recoge una caja, depositada en almacén de Nueva York), cuatro capítulos (“Peón”, Caballero*, Rey y Bufón, en el que el propio Welles “responde” al narrador) y un epílogo (titulado “Bees Make Honey”); seis secciones que recogen las constantes de la inmensa obra de Orson Welles: su compromiso político y social y su interés por la gente ordinaria; el amor en su vida (en sus múltiples facetas: de algunos de sus lugares favoritos a las relaciones con diversas mujeres) y un apego por el ideal caballeresco, casi quijotesco, en Welles y en su manera de ver el mundo y comportarse en él; la imagen del poder y la fascinación por los reyes, tiranos y magnates –de Charles Foster Kane (Ciudadano Kane, 1941) al misterioso Mr. Arkadin (1955), de Macbeth (1948) al comisario Hank Quinlan en Sed de mal (1958), la conversión de Hal en Enrique V en Campanadas a medianoche (1965)–; y también la mirada sardónica y satírica a lo largo de sus filmes, siendo Falstaff en muchos aspectos un alter ego del propio Welles. 

Página anotada del guion de Campanadas a medianoche (1965) y que se conserva en la Universidad de Michigan. Las frases más dolorosas que escucharía Falstaff: escena.


La caja que Cousins recoge contiene algunos dibujos realizados por Welles a lo largo de su vida; es una selección, pues hay muchos más en manos de la hija de Orson, Beatrice, fruto de su tercer matrimonio con la actriz Paola Mori, y sobre todo en el fondo que conserva la universidad de Michigan en Ann Arbor y que Beatrice ha donado desde 2005, junto a guiones anotados, manuscritos, fotografías y cartas. Los dibujos de Welles sirven también para conocer las pulsiones de este gigante, algunos de sus bocetos para decorados de montajes teatrales y películas, momentos íntimos y familiares a través de postales navideñas o cartas en las que deja entrever su estado de ánimo a través de algunos trazos rápidos. Escuchamos el rasgueo de la pluma o el pincel sobre el papel en muchas ocasiones, como si Welles realizara esos trazos de nuevo para nosotros. Unos dibujos que complementan perfectamente los abundantes fragmentos cinematográficos y ahondan en la figura, enorme, de un Welles que abarcó mucho y que hizo de lo wellesiano una manera de ver ese mundo que diseccionó con perspectiva (y bastante ego) a lo largo de su vida, de su carrera. Y como los dibujos, una fotografía aparece repetidamente en el filme: Orson, reclinado en una cama, mira a la cámara apoyándose la cabeza sobre la mano derecha. Es una imagen que parece fascinar a Cousins: la mirada franca y abierta de Welles nos permite “verle” a fondo, casi entrar en su alma.

“¡Qué miel hiciste y qué miel habrías podido hacer!”, se admira Cousins al final del documental (a este lado de la pantalla hacemos lo mismo). Los arquetipos de su obra –peones, caballeros, reyes y bufones– siguen siendo tan relevantes ahora como lo fueron en su tiempo. Su obra, no comprendida del todo mientras vivió (su mirada al universo shakesperiano, basada más en la imagen que en la palabra, no era del agrado de quienes amaban las adaptaciones del Bardo a cargo de Laurence Olivier), resulta hoy en día necesaria. 

Orson Welles en Otelo (1951).




Un magnífico filme documental, concluimos. Imprescindible para wellesianos de pro y aquellos que quieran introducirse en las constantes de su obra. Qué pena que prácticamente ninguna cadena emita, siquiera por casualidad, alguna de sus películas.** Tendría también algo que decir Orson sobre ello…

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* En inglés, algunas de las piezas del ajedrez se denominan de manera diferente al castellano: así, el caballo es “knight”, caballero, la torre es “rook” y el alfil, “bishop”. Es evidente que, en su diálogo con Orson Welles, Cousins también juega una partida con el cineasta y se sirve de los términos ajedrecísticos para tratar los muchos elementos que “vemos” en la “mirada” de Welles en cuanto a su manera de entender y “enfocar” el cine.

** En Netflix (también en Filmin) sólo puede verse The Stranger (1946), además de Al otro lado del viento, filme que Welles no pudo terminar en vida y que, tras ser terminado por Peter Bogdanovich yy estrenarse en el Festival Internacional de Cine de Venecia de 2018, se añadió al catálogo de esta plataforma. 

En Filmin puede verse El proceso (1962) y Una historia inmortal (1968).

Nada aparece en el buscador de HBO España cuando se escriben las palabras “Orson Welles”; lo mismo en Amazon Prime Video y Sky España.

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