Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
En una secuencia de Soñadores (Bernardo Bertolucci, 2003), dos de los protagonistas, Theo (Louis Garrel) y Matthew (Michael Pitt) discuten sobre quién es mejor, si Charles Chaplin o Buster Keaton. Todo viene a cuenta a partir de una cita que lee Theo de un libro (no se menciona al autor, pero es de suponer que pertenezca –o Bertolucci la adapte– a algún cineasta francés de la Nouvelle Vague que echara la vista atrás, a las primeras décadas del cine en Estados Unidos): «La diferencia entre Keaton y Chaplin es la diferencia entre la prosa y la poesía, entre la aristocracia y el vagabundo, entre la excentricidad y el misticismo, entre el hombre como máquina o como ángel». La discusión, en cierto modo, es un clásico en los debates cinéfilos que se precien: ¿quién era mejor, quién más gracioso: Keaton o Chaplin? Una “rivalidad” creada más a posteriori que en su momento. (Nota: no olvidemos tampoco al tercero en discordia, Harold Lloyd).
Hay diferencias, no obstante, en el modo en que ambos genios enfocaron sus carreras: Keaton, que durante la mayor parte de la década de los años veinte protagonizó y dirigió sus mejores largometrajes (y escribió algunos de ellos), se vio limitado en el momento que trabajó como una de las estrellas más de Metro Goldwyn Mayer a partir de 1928, cuando su capacidad de decisión en las películas que realizó fue mínima, por no decir casi nula. La etapa en MGM fue para Keaton el mayor error de su carrera, como pronto afirmó, oscurecida además por su creciente alcoholismo y las crisis matrimoniales. En cambio, Chaplin mantuvo un férreo control sobre la producción de sus películas desde 1916, encargándose de la escritura del guion y la dirección, además de la composición de algunas de las partituras musicales (algo que sería fijo a partir de La quimera del oro, en 1925). Para cuando Chaplin “habló” por primera vez en El gran dictador (1940), Keaton apenas se limitaba a aparecer como secundario o en cameos, a protagonizar y dirigir filmes muy menores, y especialmente a escribir gags para otros escritores (los hermanos Marx, por ejemplo). Desde finales de los años cuarenta aparecería en la televisión y sería “rescatado” en breves roles en El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950) y, de la mano de Chaplin, en Candilejas (1952). Con todo, y hasta su muerte en 1966, Keaton continuó en danza, especialmente en campañas publicitarias, y siguió demostrando su talento para la comedia con esa misma “cara de palo” (Stone Face) como había sido conocido (o también Pamplinas [Saphead] por nuestros lares). El reconocimiento con un Oscar honorífico en 1960 y un aplaudidísimo homenaje en el Festival de Venecia de 1965 permitieron que Buster Keaton no cayera en el olvido… por un tiempo. Pero, ¿quién se acuerda hoy de Buster Keaton? ¿Cuánto hace que no se emite una película suya por televisión? (debo retroceder a mi infancia para recordarlo). ¿Qué saben los jóvenes sobre Buster Keaton?
Peter Bogdanovich, quizá uno de los directores de cine más cinéfilos de la actualidad (a sus ochenta años), acude al rescate de la memoria de Buster Keaton con este documental, El gran Buster, convencional en una primera parte, la más extensa, en la que sigue la biografía del personaje, y mucho más interesante en una segunda, en la que se centra en los diez largometrajes que realizó entre 1923 y 1928, los mejores de toda su carrera.
A pesar de una cierta morosidad, la primera parte del documental no está exenta de interés, todo lo contrario: nos permite conocer los orígenes de Buster Keaton en una familia de artistas de variedades y cómo, desde los cuatro años de edad, empezó a participar en los espectáculos de la familia (que crecería con el resto de hermanos). El talento de Keaton para el slapstick se acrecentaría con su habilidad para las acrobacias y el ejercicio físico, lo cual le ayudaría de manera determinante en su carrera cinematográfica. Keaton prácticamente nunca (y sólo hasta una edad muy avanzada) necesitó dobles o especialistas para las secuencias más físicas, encargándose él mismo de caer, darse golpes o realizar piruetas, volteretas, cabriolas y números contorsionistas de todo tipo. A ello se añadiría su seña de identidad: el rostro serio, pétreo (de ahí el apelativo Stone Face), incluso en los momentos de mayor comicidad, jamás una sonrisa mientras el mundo a su alrededor se hundía o el espectador, al otro lado de la pantalla, se desternillaba de risa.
A partir de sus colaboraciones con Roscoe “Fatty” Arbuckle y sus trabajos en los estudios Comique Film Corporation, en 1916, Buster abandonó el teatro y los espectáculos de variedades con su familia, y comenzó una fulgurante carrera en el cine: primero con numerosos y muy exitosos cortos, solamente interrumpidos por el servicio militar en Europa (la Primera Guerra Mundial) durante siete meses en 1918, de donde regresa con una ligera sordera en un oído; y desde 1919 con largometrajes. Entre 1923 y 1928, decíamos, realizó sus mejores largometrajes, con un control absoluto en el proceso creativo que no volvería a tener nunca más. El contrato con MGM y la inserción de Keaton en el sistema de estudios inició el declive de su carrera, con filmes de escasa calidad (aunque con algún número en el que pudiera brillar), al tiempo que los problemas personales lastrarían su trabajo: dos matrimonios rotos y el alcoholismo. Sería su tercera esposa, Eleanor (desde 1940), quien lo apartaría de la bebida y ayudaría a encarrilar su carrera, enfocada desde entonces a la televisión y la publicidad.
Resulta, en cambio, mucho más atractiva la segunda parte del documental, en la que Bogdanovich comenta y presenta fragmentos de las diez películas que Keaton realizó bajo el sello de Buster Keaton Productions: Three Ages y Our Hospitality en 1923; Sherlock Jr. y El navegante en 1924; Siete ocasiones y Go West en 1925; El boxeador en 1926; El maquinista de La General (sin duda, su mejor filme) y El colegial en 1927, y Steamboat Bill, Jr. en 1928. Diez películas de las que el espectador podrá disfrutar con algunas secuencias, maravillándose en muchos casos por la habilidad y los medios de que dispuso Keaton. Películas cuya influencia en el cine posterior son más que evidentes (en algunas películas del propio Bogdanovich, por ejemplo), y que deberían ser recuperadas y reestrenadas en salas de cine (ahí queda la sugerencia).* Filmes en lo que es imposible no soltar más de una carcajada y reconocer el enorme talento de alguien apenas recordado hoy en día.
* Nota: tras la publicación de esta crítica supe que los cines Verdi de Barcelona emitirán dos de estas películas, Siete ocasiones y El maquinista de La General, el jueves 8 de agosto.
Para nutrir el documental, sobre todo en la primera parte, Bogdanovich echa mano del recurso fácil de la entrevista de directores, guionistas y actores que o bien son admiradores del trabajo de Keaton (Quentin Tarantino, Cybill Shepherd, Werner Herzog, Ben Mankiewicz, Carl Reiner, Norman Lloyd,…), o claramente se han visto influenciados en su propia obra por el talento de Buster (Bill Hader, Mel Brooks, Johnny Knoxville, Jon Watts o Dick van Dyke), y que añaden, con mayor o menor pertinencia, comentarios a un guion que el director controla férreamente y que, aunque con matices, nos permite conocer a fondo a este genio del cine mudo.
El resultado es un documental más interesante en el análisis y visionado de fragmentos de los mejores filmes de Buster Keaton que en la narración de su biografía; y no es que esta no sea interesante, todo lo contrario: lo que sucede es que Bogdanovich tira de mecanismos habituales en el género y no permite “desencorsetar” al personaje. Es con Keaton en escena, o en este caso en fotograma, donde brilla, emociona y divierte este filme. Y es el mayor aliciente para acercarnos a las (otra vez escasas) salas en las que se emite (solo una Barcelona, por ejemplo). No perdáis ocasión y acudid a una de esas salas para ver este documental: saldréis del mismo un poco más felices.
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