Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Francia, 1770. Una pintora, Marianne (Noémie Merlant) posa para unas jóvenes aprendizas en lo que parece una clase de dibujo. Al finalizar la clase, una de las “alumnas” le pregunta por un cuadro colgado en la pared, lo cual lleva a Marianne a apelar a sus recuerdos. La acción se traslada inmediatamente a una localidad costera de la Bretaña a la que llega Marianne en barca, cargada con sus bártulos. Se dirige a una casa señorial en la que sólo está una jovencísima criada, Sophie (Luàna Bajrami), que atiende sus primeras necesidades. La llegada de la señora, una condesa (Valeria Golino), revela el propósito de la estancia de Marianne: debe pintar un retrato de su hija, Heloïse (Adèle Haenel), un cuadro que servirá para fraguar su matrimonio con un hombre de buena cuna en Milán al que la joven no conoce. Un matrimonio de conveniencia, queda claro, y al que Heloïse, aun queriendo, no puede oponerse de otra manera que con el silencio. Por este motivo, la condesa le pide a Marianne que se haga pasar por dama de compañía de su hija, vaya con ella en sus paseos matutinos y, de este modo, a hurtadillas, se fije en los detalles de su rostro y en la privacidad de su habitación por las tardes la pinte a partir de lo que ha quedado en su memoria reciente. Y así comienza una relación distante, con una Heloïse a menudo malhumorada; una recopilación de detalles por parte de Marianne, una sucesión de miradas furtivas, insistentes, disimuladas, paulatinamente fascinadas… y también una historia de amor y deseo que, desde luego, no puede acabar en un final feliz para las dos jóvenes.
Con Retrato de una mujer en llamas, la directora y guionista francesa Céline Sciamma sigue con su indagación de la sexualidad femenina, desarrollada en sus películas anteriores: Naissance des pieuvres (Lirios de agua, 2007), sobre el despertar sexual de tres adolescentes; Tomboy (2011), sobre una niña transexual de 10 años, y Bande des filles (2014), sobre un grupo de amigas y la construcción de su feminidad. Tres filmes que en cierto modo conforman una trilogía sobre la sexualidad en la adolescencia y el paso hacia la madurez femenina. Con su última película, Sciamma se traslada a un marco histórico sutil y construye una trama sobre el deseo, la sororidad y el amor imposible por los convencionalismos de la época.
La sutileza y la sobriedad imprimen una película en la que se habla de mujeres y de miradas femeninas. Mujeres que están solas y que deben enfrentarse a problemas que resultan invisibilizados para el resto de la sociedad pero que no pueden obviarse: la necesidad de encontrar un sustento para la familia, aunque ello signifique sacrificar la felicidad de uno de sus miembros; la rebeldía ante la imposición de unas normas que coartan la libertad personal y contra las que Heloïse no puede hacer nada, sólo mostrar su disconformidad con el silencio; el desarrollo de un oficio (la pintura) en la que las mujeres no son aceptadas en igualdad respecto a los hombres (en una exposición, Marianne presenta un cuadro en nombre de su padre, también pintor, aunque no oculta que es la autora: se tolera, pero no se reconoce); las dificultades de una joven de la servidumbre para que un embarazo no deseado no pongan en peligro no sólo su puesto de trabajo sino también su honra.
Sciamma logra trasladarnos con sobrias pinceladas a una sociedad de Antiguo Régimen y unas mentalidades imperantes e implícitas sin necesidad de trufar su relato de un documentalismo que fagocite la trama. Los silencios, las penumbras nocturnas y la luz natural en una casa grande y decorada con sencillez, y los pequeños detalles cotidianos ayudan a recrear esa época y unas actitudes sociales que no necesitan de extravagancias a lo Sofia Coppola (María Antonieta), por ejemplo. Pequeñas conversaciones, paseos cerca del mar, encuentros con mujeres de la comarca en ceremoniales femeninos que no importan a nadie más, todo ello llena una película en la que la historia de Marianne y Heloïse fluye con naturalidad. La mirada lleva al deseo, al amor, al encuentro de los cuerpos, y Sciamma lo muestra con un desarrollo espontáneo y lógico. No hay planos clínicos en las secuencias íntimas, ni se recrea la directora con ello (a diferencia de la mirada voyeur masculina en La vida de Adèle). No es necesario ni sería creíble.
La iluminación de interiores es muy destacable y luce el trabajo de la directora de fotografía Claire Mathon, que parece inspirarse en referencias pictóricas de la época y con guiños al oficio de Marianne como pintora, cuya labor es reivindicada: la vemos frente al lienzo, de una primera versión del retrato a otra, de una mirada neutra del rostro de Heloïse a una visión cómplice y en la que la fascinación de la creadora respecto a la modelo que está pintando se percibe con claridad. La sobriedad de la música de Jean-Baptiste de Laubier y Arthur Simonini le viene bien al filme, sólo rota por la fuerza del “Verano” de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi en una secuencia final en un teatro y en la que la cámara se centra en el rostro de una Heloïse que se quiebra y deja traslucir sus emociones en un lugar que no las requiere. Una secuencia final en la que somos partícipes, desde la butaca del cine, de la mirada, otra vez furtiva, de Marianne.
El resultado es una película sencilla y a la vez muy poderosa, que deslumbra y seduce con la sutileza de las grandes películas que parecen pequeñas. Un filme que mereció el premio al mejor guion en el reciente Festival de Cine de Cannes (así como la Palma Queer y una mención especial para el trabajo de Mathon en la fotografía). Una bellísima historia de amor imposible y un agudo retrato social de la época con apenas unas pocas pinceladas. Sin duda, uno de los mejores trabajos cinematográficos de este 2019.
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