Reseña publicada originalmente en Hislibris.
Para los habituales de Hislibris y de su correspondiente foro, Luis Villalón no es un desconocido. Su pasión por la historia y la cultura griegas es tan desbordante como contagiosa, y su pluma afilada (y a menudo socarrona) nos ha deparado magníficas reseñas y comentarios. Su faceta de escritor, tanto en ensayos como en el género de la novela (y la narración breve) histórica(s), se ha afianzado con el paso del tiempo, más allá de los peros que él mismo quiera añadir (la modestia cuando es sincera es doblemente apreciada). Con relatos como “El mesenio”, publicado en la antología El camino de los mitos II (Ediciones Evohé, 2009), Luis –permítasenos el trato familiar: para los que lo conocemos ya es prácticamente de la familia–, y con el que ganó el II Concurso Internacional La Revelación de Relatos de Mitología Clásica, ya apuntaba maneras y lo hizo con otros relatos que presentó en diversas ediciones del Concurso de Relato Histórico Hislibris, como “El fenicio de Eutresis” (publicado en la antología de los dos primeros concursos, Ediciones Evohé, 2010), “Acerca de la virtud en la época de los griegos” y “Los huérfanos de Clermont” (publicados en la antología del 4º concurso, Ediciones Evohé, 2012), “La voluntad de poder” (en la antología del 6º concurso, Ediciones Evohé, 2014) y “La paradoja del mentiroso” (publicado en la antología del 9º concurso, Ediciones Evohé, 2017); y tres veces ganó Luis/Cavilius este certamen tan hislibreño: en las 2ª, 4ª y 6ª ediciones y se consagró como un maestro en el relato y con temáticas (e incluso técnicas) diversas, no sólo la griega. Pero la primera novela tenía que llegar, y sobre tema netamente griego, y lo hizo en paralelo a alguna de esas ediciones del concurso: Hellenikón (Ediciones Evohé, 2009) se presentó con mucha expectación y obtuvo los parabienes de los lectores que la leyeron y disfrutaron; servidor, que tuvo que lidiar con la presión de reseñarla (y con su malinterpretación), vio en la novela aspectos positivos, otros que no tanto, y destacó (y es algo que el paso del tiempo ha logrado que se afiance como sus virtudes) que fuera «una buena muestra del género […]» y que ofreciera «aire fresco en un género en el que lamentablemente se cae en lo habitual» (añadiría lo adocenado). Ambas cuestiones hoy en día siguen siendo tan esenciales como entonces.
Hellenikón era una ópera prima y como tal reunía méritos a destacar y detalles por pulir; y era una novela que en última instancia remitía a «lo griego», algo que siempre ha estado presente en Luis Villalón, autor a quien en la década y pico transcurrida he conocido más de cerca, además de su obra desde entonces. Una novela que entonces apunté que hubiera quedado redonda con más páginas (alrededor de las 250 tiene), quizá un centenar más. Por entonces ya eran habituales los novelones de casi mil páginas, publicados casi al peso, y en los que sobraba (y sobran) muchas de ellas. La novela histórica siempre ha sido campo abonado para dejarse llevar y llenar páginas y páginas, y prácticamente es casi un requisito que sea abultada, y si tiene “anexos” (glosarios, mapas y planos, extensas bibliografías…), mejor que mejor. El cielo sobre Alejandro (La esfera de los libros, 2020) desarrolla su historia en poco más de seiscientas páginas… y prácticamente no le sobra ninguna. La trama se abre, desarrolla y deja incluso espacio para argumentos (aparentemente) secundarios que también son interesantes y no se pierden por los cerros de Úbeda. Los personajes se amplían a partir del trío original y todos ellos tienen razón de ser en una historia que no necesita de prosopopeyas y artificios varios. El andamiaje histórico se ha retirado una vez la novela terminó de construirse y la recreación de la época y los espacios no necesita de glosas para llenar diálogos ni embutir descripciones. Lo cierto, al menos para quien esto escribe, es que estamos ante una novela histórica en la que el segundo factor de la ecuación, la recreación histórica, no se come al primero, el elemento literario, y que, si se me permite, podríamos decir que estamos ante una de esas novelas históricas que se leen como (y saben a) las de antes. Antes de que el género fuera a morir de éxito.
Onesícrito de Astipalea habría sido feliz toda su vida en su barca, sin más preocupaciones que su familia y su negocio de flautas; en cierto modo, su ambición en la vida, que no se limita a un simple dolce far niente, recuerda a Cavílides, uno de los personajes de la novela anterior de Villalón, que no necesitaba más que ver las cosas desde lo alto de su olivo para estar satisfecho con lo que la existencia nos propone (o los dioses disponen). Pero cuando Onesícrito enfurece a un personaje de la catadura de Caridemo de Eubea por un comentario realizado en un juicio, en el que defiende al cínico y desarrapado Diógenes (el de «apártate, macedonio, que me tapas el sol»), esa vida tranquila y aparentemente aburrida se va al garete y se ve metido en una aventura no deseada: seguir el rastro de la expedición del rey macedonio Alejandro III contra el imperio del persa Darío III; una expedición que por entonces (334 a.C.) no parece que vaya más allá de lo que en tiempos medievales sería una cabalgada en territorio enemigo, liberando algunas ciudades y castigando antiguos agravios contra los griegos, mientras en realidad se gana gloria e influencia en la zona egea de Asia Menor. Caridemo pondrá como misión que Onesícrito le envíe informes sobre esa expedición y le mantenga al tanto, a cambio de respetar la seguridad de su familia en Atenas. El astipalense encontrará como compañeros de odisea a un amigo pancraciasta, Dioxipo, campeón olímpico de la categoría no hace mucho, y al adivino y mántico Melampo; más tarde se unirá a ellos el joven Pirrón de Elis, quien con el tiempo será el filósofo abanderado de la escuela escéptica. De Atenas al Helesponto, del Gránico a Halicarnaso, de Isos a Tiro, de regreso a Atenas para algún personaje y finalmente en Gaugamela, el trío/cuarteto de personajes seguirán al tal Alejandro de Macedonia, el que será «el Grande», y quien pasa por la novela como un personaje secundario que habla, duerme la siesta, lucha y se convertirá en involuntario partícipe de un maleficio de magia negra (y hasta ahí podemos leer; tarjetita por allí…).
Son muchas las virtudes de esta novela, confirmación en el género largo de lo histórico por parte de un autor que ha madurado desde su primera incursión y que se ha mostrado como un maestro en el género chico. Para empezar, la voluntad clara de realizar un ejercicio literario equilibrado con la vertiente histórica. Hay mucha historia en esta novela (cómo no va a haberla si transita por ello un magno macedonio) y hay también mucho elemento literario con el que disfrutar: unos personajes sólidos entre los protagonistas y un plantel de secundarios que huyen de esquematismos, ya sea el rey persa Darío (y sus permanentes dudas), el locuaz tracio Eumolpo (y el arte de pronunciar siempre mal los nombres de las personas con quienes conversa o trata), el inabarcable Aristóteles (y su tendencia a darle a la sin hueso sin que nadie le pueda cerrar la boca), el pérfido Alejandro Lincesta o los campechanos Eumenes y Calístenes, siempre preocupados por ese peculiar ateniense oriundo de Astipalea. Luego está la retranca, tan propia del autor, y que se vierte a lo largo de las seiscientas páginas, de modo que el lector no sólo se deja llevar por el desarrollo de la(s) historia(s), sino que además lo hace con una perenne sonrisa en el rostro. Y cómo no, la trama, construida con detalle y que parece perderse en mil vericuetos, pero que nunca llega al punto de desbocarse; aquí se abarca mucho, pero también se aprieta, y en ocasiones esos periplos al margen de la trama principal (el viaje de Dioxipo para asistir a la boda/juicio de su hermana en Atenas, por ejemplo, o los vericuetos en la mente de un siempre dubitativo Onesícrito) aportan algo que suele pasar en general en la vida: que mientras crees que te pasa algo, en realidad te pasa de todo y ni siquiera te das cuenta. Ese abrir el objetivo de la cámara para que no sólo estemos pendientes de Onesícrito y sus cuitas es también otro aliciente de una novela larga en desarrollo y para nada excesiva en páginas. No hay necesidad de caer en salgarismos ni la novela adolece de diálogos vacíos y personajes planos.
Quizá porque uno ya está más que harto de mamotretos que serán best-sellers pero que en muchos casos no perdurarán en el género, o quizá porque también ansíe el regreso de esa novela histórica «clásica» con la que se crio en el género durante décadas, El cielo sobre Alejandro ha supuesto para quien esto escribe una (otra) bocanada de aire fresco que se pudo apreciar en la primera obra de Luis Villalón; quizá también vea con (¿demasiados?) buenos ojos esta novela, pero si una primera lectura me deslumbró, una segunda me confirmó que estamos ante una novela (muy) sólida, muy por encima de la media dentro del género y, probablemente, con menos ventas de lo deseado ante una escasa campaña de promoción por parte de la editorial; quizá es que no era la novela esperada en cuanto surgió a la palestra que la cosa iba de Alejandro Magno, quizá es que este Onesícrito de Astipalea le da demasiadas vueltas a las cosas y casi se pierde lo que pasa a su alrededor (o se dé de bruces con una batalla, como le pasa al bueno de Dioxipo). Pero, quizá, también eso sea de lo mejorcito de esta novela: que te dejas llevar por las andanzas del trío de protagonistas, disfrutas con sus charlas, sus problemas y el sentido del humor (¡qué escuela de filosofía se perdió en una gruta en Eleo!), y te acaba importando poco el rey macedonio… o casi.
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