Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Hablar de Ken Loach (n. 1936) es sinónimo de hacerlo de compromiso social, una etiqueta que también se aplica a Paul Laverty, quien ha escrito casi todos sus guiones para el director procedente del norte de Inglaterra: una zona depauperada por la reconversión industrial de los años ochenta (durante el largo mandato de Margaret Thatcher) y que, junto a Escocia, suele ser escenario de muchas de sus películas. El realismo social es una seña de distinción en la filmografía de Loach: su crítica de la sociedad burguesa, su interés por las personas corrientes, los trabajadores que sufren los recortes en un Estado del bienestar cada vez más descafeinado (evidentísimo en el caso de los hachazos al que probablemente sea el buque insignia del laborismo británico, el National Health Service o Servicio Nacional de Salud, equivalente a nuestro sistema de la Seguridad Social), las injusticias que de ello deriva y los traumas en unos personajes que viven en grandes ciudades industriales en crisis. Un realismo que se nutre de la crítica política y social implícita en la banda más izquierdista del laborismo del que Loach es militante y que ha conformado su hoja de ruta ideológica. Un filme de Ken Loach, por tanto, no engaña a nadie y todo aquel que acuda a una sala de cine para ver una de sus películas sabe perfectamente qué se va a encontrar.
Sorry We Missed You toma como título la frase que suele venir impresa en los impresos que dejan en el buzón los repartidores cuando, al no hallarte en casa, no han podido entregar el paquete que estabas esperando. “Lo siento, te te hemos fallado” es la traducción literal y trata de ser una disculpa en un texto predeterminado con algún número de teléfono al que llamar o un correo electrónico al que escribir para que el cliente, probablemente descontento con el servicio de la empresa de mensajería, pueda ponerse en contacto con la empresa y resolver la entrega. En un mundo actual en el que gigantes como Amazon permiten con su servicio Prime que puedas recibir aquel teléfono móvil, libro, DVD o lo que fuere que hayas adquirido (o te hayas encaprichado) prácticamente en horas, en tu casa y con entrega en mano, las empresas de mensajería y reparto viven su agosto todo el año. Pero lo que supone un aliciente para el cliente –tener lo que ha comprado si no el mismo día, pues el siguiente–, es también un desafío para el repartidor: a lo largo de su jornada laboral, cada vez más larga y con la imperiosa necesidad de cumplir un horario de entrega, apenas tendrá tiempo para comer, hacer una breve pausa o incluso ir al servicio.
Y es lo que descubrirá Ricky Turner (Kris Hitchen), un currante de toda la vida, que empieza a trabajar en una empresa de mensajería, pero no como asalariado o miembro de una plantilla, sino en una situación que navega en un cierto limbo laboral: entre ser un (falso) autónomo y la posibilidad de abrir su propia franquicia con otros trabajadores a su servicio (vamos: subcontratar). Pone la furgoneta de su cuenta –aunque debe hacer un gran dispendio, le sale más a cuenta vender adquirir una vía crédito que aceptar el vehículo de la empresa, que le cobrará 65 libras diarias–, la jornada laboral quedará lejísimos de las ocho diarias, apenas verá a su esposa Abby (Debbie Honeywood) y a sus hijos Seb (Rhys Stone), una adolescente cada vez más problemático, y Liza Jane (Katie Proctor), y calcula que en un año quizá las cosas puedan mejorar. La familia vive de alquiler, pero la aspiración de Ricky es tener una residencia en propiedad. Abby trabaja también todo el día como asistente social a domicilio y necesitaba el coche que Ricky vendió para poder comprar la furgoneta, pues su agenda diaria la llenan diversas visitas a ancianos y enfermos impedidos en sus hogares; ahora se verá obligada a encadenar desplazamientos en autobuses y, como su marido, está prácticamente fuera todo el día: a menudo la vemos dejando mensajes de voz en el móvil de sus hijos, diciéndoles que calienten la comida cuando lleguen a casa a mediodía, que no pierdan demasiado el tiempo navegando con el ordenador y que hagan los deberes.
Ricky y Abby suelen llegar a casa de noche y no es extraño que sean sus hijos quienes los despierten en el sofá, donde han estado viendo un rato la televisión, para que se vayan a la cama. La familia, pues, está al límite de sus posibilidades para poder llegar a final de mes. Ambos trabajos, el de Ricky como repartidor y el de Abby asistente/cuidadora a domicilio, son la metáfora perfecta de una sociedad en la que los trabajadores cada vez son más esclavos de un sistema que o bien les aprieta y precariza, o bien muestra las grietas de un Estado del Bienestar en desguace y una población numerosa de ancianos, muchos de ellos viviendo solos, o de dependientes a los que se invisibiliza o incluso olvida. Que Seb, un grafitero que suele faltar a menudo a clase, y Liza Jane, que a su corta edad es muy consciente de la situación complicada que vive la familia y a menudo arrostra una responsabilidad en el hogar que la supera, sean testigos de un presente que condicionará su futuro, viendo en las cuitas de sus padres las que ellos mismos tendrán cuando sean “mayores”, es una más de las muchas aristas de este drama social en toda regla que el binomio Loach/Laverty presentan sin paños calientes.
Y es que estamos ante una película contundente, como suelen ser las de Loach, en cuanto a la denuncia de las injusticias sociales que viven las familias trabajadoras en un mundo globalizado y al mismo tiempo fatalmente alienado en sí mismo. Un mundo en el que las grietas son clamorosas y apuntan a un nivel de derribo que sentimos que no podremos evitar. Ricky deberá lidiar con unas condiciones laborales duras y con la permanente amenaza de multa si no cumple con el plazo de entrega: cada mañana carga la furgoneta con paquetes y lleva siempre una pistola escáner que lee los códigos de barras y certifica desde la sucursal de la empresa de mensajería que el pedido se ha entregado y el cliente ha firmado la recepción; no lograr que el cliente firme o recoja el paquete supone un pedido que no Ricky no cobrará. Un día sin ir a trabajar –y con la perversión de que la empresa no cubrirá su ausencia, sino que debe buscar él mismo a alguien que la cubra, bajo multa de 100 libras en caso contrario– es una pérdida económica que afectará a la familia. Para Abby lo emocional y personal se mezcla con lo estrictamente laboral: sus “clientes” son ancianos y enfermos a los que visitar, lavar, dar de comer, asegurarse que toman sus medicinas, y todo ello sin dejar de escuchar sus problemas, sus historias, su propio bagaje personal atesorado durante décadas de vida; sin dejar de darles cariño y compañía, especialmente si viven solos y no tienen a nadie que cuide de ellos. El filme incide en ambas esferas y en cómo el desgaste anímico llega a afectar a unos personajes que no parecen encontrar salida al agujero en el que han caído.
¿Cargan las tintas Loach y Laverty? Sería simplista verlo así: muestran una realidad que está por doquier y resulta cotidiana. Hay mucho sentimiento en unos personajes que deben lidiar con unos problemas que paulatinamente afectan a sus vidas y a la propia estabilidad de la familia, cuya fortaleza deberán apuntalar en el día a día a pesar de una erosión que no cesa. Hay, sobre todo, mucho más que verosimilitud: hay autenticidad en el retrato de unas condiciones laborales draconianas de las que todos son conscientes, víctimas y en algún punto incluso responsables. Sería también facilón poner en la picota al supervisor de Ricky, Maloney (Ross Brewster), que aprieta a los repartidores y que piensa sobre todo en que la empresa siga mostrando unas cifras de eficacia que la permitan seguir siendo líder en el sector; siempre es un recurso disparar contra el cargo medio que presiona a sus subalternos, pero que también recibe presiones de sus superiores para alcanzar los niveles de productividad que requieren no sólo los accionistas de la empresa, sino los clientes: quiero mi paquete y lo quiero recibir en casa ya. Una bola que se hace más grande y de la que, en cierto modo, todos somos en parte responsables cuando nos plegamos (por comodidad, por egoísmo, por capricho) a un engranaje económico que prioriza los beneficios de unos pocos y se sostiene sobre el esfuerzo de unos trabajadores con condiciones laborales cada vez más precarias (nosotros mismos, que también somos consumidores).
El resultado es una película que no sorprenderá a los habituales espectadores del cine de Ken Loach y tampoco a sus detractores. Que a estas alturas alguien espere que el director británico deje de lado una trayectoria que se ha afianzado filme tras filme es no conocer a uno de los veteranos cineastas que más se ha identificado con un compromiso social militante. Y quedarse sólo en eso sería también cerrar los ojos ante la realidad que muestra (y denuncia) y que, también sea dicho de paso, no debería sorprender a nadie: el mundo es el que es y del modo que hemos permitido que sea; ya la anciana Muriel en el último episodio de una de las series de este 2019, Years and Years (BBC) lo planteó claramente en una conversación con sus nietos… y no es algo precisamente nuevo. Un filme que además se beneficia del espléndido trabajo interpretativo de unos actores poco conocidos con los que, a poco que puedas, logras identificarte.
La película, que compitió en la sección oficial del Festival de Cine de Cannes de este 2019 –certamen en el que, recordemos, ha ganado dos Palmas de Oro, por El viento que agita la cebada (2006) y por Yo, Daniel Blake (2016), así como tres veces el Premio del Jurado–, recibió los Premios del Público y a Mejor Filme Europeo en el también reciente Festival Internacional de Cine de San Sebastián, y demostró el enorme tirón que Ken Loach, a sus 83 años, sigue teniendo. Y que no falte su denuncia de las injusticias: puede que el sistema nos haya fallado (lo ha hecho y sin pedirnos perdón), pero su mirada sigue siendo tan lúcida como siempre.
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