Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Durante el visionado de esta película al espectador quizá le vengan a su cabeza ecos de El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013) y, dese luego, al margen del propio título que se evoca en esta Estafadoras de Wall Street (resulta mucho más directo el original, Hustlers, que significa eso, estafadoras). Lo que Jordan Belfort hacía en el aquel filme tiene poco que ver con lo que el grupo de estríperes perpetra en esta otra cinta, mucho más limitado. Belfort construyó su fortuna y la de sus colaboradores a partir de, prácticamente, un saqueo de inversores en bolsa. Destiny (Constance Wu), la protagonista de la película que comentamos, sólo busca ganarse la vida y pagar facturas, y lo hace en un club de estriptis en el que los clientes asiduos son agentes bursátiles y similares, y en el que debe competir con mujeres más voluptuosas que ellas, con más tablas sobre el escenario y con mejores artes en la barra fija.
Conocer a Ramona (Jennifer López), una veterana estríper, lo cambiará todo: esta la acoge bajo sus alas y enseña todo lo que sabe en el negocio. Juntas iniciarán una relación profesional y de amistad que las llevará a ganarse mucho más que bien la vida seduciendo (y camelando) a clientes habituales, cargándoles gastos en bebidas y servicios (no sexuales) de las que se benefician ampliamente (y en colaboración con el club). Pero cuando las cosas van viento en popa, el crash financiero de 2008 acaba con el engranaje perfectamente ensamblado, al tiempo que Destiny abandona la profesión tras quedarse embarazada. Volver unos años después, obligada por la necesidad y los gastos que supone una niña pequeña, será difícil: menos clientes dispuestos a dejarse el dinero en copas y bailes privados y compañeras de trabajo que en muchos casos son chicas procedentes de la Europa del Este y que, esta vez sí, proporcionan servicios sexuales, una línea que Destiny no está dispuesta a cruzar… a priori. Cuando parece tocar fondo, el reencuentro con Ramona, tras varios años, despertará en ambas el impulso por dar un golpe en la mesa y cruzar la raya de lo delictivo para conseguir el sueño perdido.
Dirigida por Lorene Scafaria, que también escribe un guion basado en un artículo de la periodista Jessica Pressler para el número de diciembre de 2015 de New York Magazine, Estafadoras de Wall Street navega consciente y sospechamos que voluntariamente en la ambigüedad, aunque a veces esa zona gris recaiga en una idealización y, por qué no decirlo, una reivindicación algo forzada de los personajes y sus decisiones. Habrá quien defina este filme como una consecuencia femenina (y feminista) del movimiento #MeToo y una indisimulada respuesta a lo que se mostraba en El lobo de Wall Street: si aquí eran hombres los que depredaban y utilizaban a las mujeres para sus fines sexuales, en Estafadoras de Wall Street vemos a un grupo de estríperes –se añadirán Mercedes (Keke Palmer) y Anabelle (Lili Reinhart) al equipo– que se unen en clave de sororidad para estafar a esos hombres que, así lo consideran, han causado el desastre económico. Se lo merecen, vienen a decir y lo verbalizan en un par de ocasiones; se lo merecen esos brókers, abogados y economistas que con su codicia han destruido la economía de millones de familias y empleos, como el nuestro, añaden. Ellos son los culpables y van a pagarlo con sus tarjetas de crédito corporativas o incluso personales, que exprimiremos al máximo y cuyos fondos pasarán a nuestras cuentas. Se lo merecen.
El filme transita a velocidad de crucero en prácticamente todo su metraje –es su principal punto fuerte: la trama no decae y te mantiene interesado en lo que se cuenta– alrededor de esta idea de fondo: de las prácticas habituales dentro de los márgenes de la normalidad en un club de estriptis (que el cliente consuma, pida bailes privados y pague más) se pasa a drogar a los incautos para vaciarles la tarjeta de crédito y que sólo cuando se despierten se den cuenta de lo sucedido pero, por vergüenza o temor a ser despedidos, no denuncien los hechos. La moralidad irá decreciendo a medida que aumentan las ganancias, si bien Destiny paulatinamente se dará cuenta de la imprudencia de Ramona o del hecho de confiar en estríperes como Dawn (Madeline Brewer) que son torpes y han estado en prisión. La cosa se desmandará, como el espectador ya puede presuponer, y el filme se dirigirá por senderos convencionales; de hecho, la convencionalidad es una de las señas de identidad de una película de escasa ambición narrativa, pero que lo juega todo al carisma de algunas de sus protagonistas, al morbo de ver a Jennifer López demostrar que quien tuvo retuvo (su primera aparición en el filme no dejará a nadie indiferente) y a un estilo ágil.
El problema aparece en secuencias como la cena de Navidad de las chicas con sus madres e hijos, haciéndose regalos y contagiando amor y complicidad a raudales. Pero cuesta no olvidar que esos regalos y lujos que se reparten salen de los bolsillos expoliados de aquellos a los que han estafado (y drogado), del mismo modo que, por mucho que nos riamos con las burradas de Belfort y sus amigos en El lobo de Wall Street, estos se han forrado saqueando los fondos de inversores en la Bolsa neoyorquina, muchos de ellos peces medianos y chicos. Que la película reivindica el poder de las mujeres y la sororidad no debería hacernos olvidar (tampoco la película se olvida del todo) que la palabra estafa, ya sea en el original como en la traducción, aparece claramente en el título, y que las penas que sufren los personajes no deberían hacernos olvidar las que provocan en aquellas personas a las que roban con todo tipo de tretas. Y es la idealización algo acaramelada que en ocasiones surge (¿también voluntariamente?) la que despierta (o debería despertar) una alarma en quien contemple el filme.
Un filme, no obstante, que sabe desprenderse de todo corsé moralista (o al menos de recaer en un exceso de tal; lo ético ya es otra cosa), que aprovecha el sex-appeal que rodea el mundillo que retrata para elaborar una metáfora interesante sobre los rudimentos más básicos de la economía (la relación entre oferta y demanda, por ejemplo), que denuncia a la par que reivindica (a veces forzando los límites, decíamos) y que encuentra en sus actrices, sobre todo en Wu y López, buenas dosis de buen hacer interpretativo y química entre ellas, la cámara y el espectador. El resultado es un entretenimiento más que apetecible, quizá una versión de Magic Mike (Steven Soderbergh, 2012) en clave de sororidad (¿estamos abusando de la palabra, quizá?) –y apostando también por la frivolidad que ofrecía Magic Mike XXL (Gregory Jacobs, 2015)–, y que consigue que, al menos durante hora y media, olvidemos la tirria que a menudo suscita J.Lo. Y no es poco; lo de posibles nominaciones a los próximos Óscars que la prensa ya está runruneando lo dejamos mejor en un cajón (vamos, que tampoco nos pasemos).
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