Posiblemente sobre Heinrich Himmler (1900-1945) sepamos muchos datos. No
es para menos: el fiel secuaz de Adolf Hitler, el Reichsführer de las
SS, ministro del Interior del Reich entre 1943 y 1945 y efímero
comandante de los ejércitos alemanes del Vístula en los meses finales
del régimen nazi. Suyo fue el impulso para encargar a su mano derecha,
Reinhard Heydrich, el engranaje de la Solución Final de la cuestión judía,
y que éste desplegó en sus detalles esenciales a la plana mayor del
régimen en la llamada Conferencia de Wannsee, a principios de 1942.
Suyos fueron los primeros pasos del Holocausto en Polonia, con los
Einsatzgruppen. Suya fue la decisión de pasar de un caótico sistema de
liquidación de la población judía en Polonia y los territorios del este
conquistados a la URSS y de establecer el aséptico proceso de exterminio
de los campos de la muerte. También conocemos su pasión por poner las
bases de una élite dentro de la raza aria dentro de las SS y estableció
el programa del Lebensborn, también en la senda de la pureza aria.
Pero quizá conozcamos menos la vertiente más personal y, desde luego, humana (no era un extraterrestre y, a pesar de sus delirios de grandeza y su repugnante ideología racial también, era una persona con motivaciones, anhelos y sentimientos). Entre la masa de biografías de tono académico, contamos con el libro de Peter Longerich (RBA, 2009). Pero hay que señalar, entre la reciente producción ensayística traducida al castellano (pues el original en alemán es de 2005), el libro de Katrin Himmler, sobrina-nieta del personaje, Los hermanos Himmler: historia de una familia alemana (Libros del Silencio, 2011).