Los británicos siempre han alardeado de su Bardo, de William Shakespeare. Sus obras se representan en innumerables ocasiones en los teatros, se han llevado al cine, a la televisión. Y es precisamente en la televisión donde se ha realizado una nueva versión de la segunda de sus tetralogías históricas en una miniserie que lleva el título de The Hollow Crown. Cuatro episodios (capitulazos, prácticamente películas), conformando cuatro obras de teatro muy relacionadas entre sí: Ricardo II, Enrique IV: Primera Parte, Enrique IV: Segunda Parte y Enrique V. Y muchos quizá se pregunten "¿otra vez Shakespeare?". Pues, bienvenido sea, bienvenidas sean las dramatizaciones televisivas, porque, además, la calidad de la BBC (su segundo canal) está garantizada de antemano. Y si echamos un vistazo al plantel de actores que forman la tetralogía, con mayor motivo: Jeremy Irons, Patrick Stewart, Tom Hiddleston, Rory Kinnear, Ben Whishaw, Julie Walters, David Suchet,... ¿no se os abre el apetito? La serie coge, pues, las cuatro obras de esta particular Henriad, y con estilo clásico, con escenarios exteriores de enorme belleza, con buen pulso narrativo y con esos actorazos, y nos traslada a un período de tiempo, entre 1399 y 1415/1422, con la caída de un rey y, al final, la victoria (y redención) de otro. That's Shakespeare, man!
Vayamos por partes. Y la primera, Ricardo II. No es una
obra fácil de llevar al formato televisivo. Su componente ideológico, la
reflexión sobre la caída de un monarca, sobre la propia institución de
la monarquía, de la figura humana y religiosa del soberano, la hacen a
priori poco apta para espectadores no demasiado puestos en el imaginario
shakesperiano. Pero ahí es donde un actor consigue empatizar con el
espectador, atraparlo con su arte, y acercar el personaje del
infortunado (e infame) Ricardo de Burdeos, nieto de Eduardo III, hijo
del Príncipe Negro, a la pequeña pantalla, a un público que sí, sabe que
fue un monarca destronado y asesinado, incapaz y voluble, manipulado y
despreciado, pero del que apenas sabe mucho más. Y entra en liza Ben
Whishaw (el Jean-Baptiste Grénouille de El perfume). Su presencia
en escena, con un cuerpo tan escuálido, cadavérico casi, apenas
llenando de alguna manera unos regios ropajes que le vienen grande. Y
con esa voz, susurrante, delicada, aguda cuando se encoleriza,
compaginada con un modo amanerado de moverse, de hablar, de situarse
sobre el escenario del palacio real, las playas galesas, el castillo de
Conway o la Torre de Londres. La interpretación de Whisahw llama la
atención: un rey ridículo en apariencia, caprichoso, que da de comer a
un pequeño mono mientras sentencia el exilio de dos grandes nobles. Un
rey que se deleita contemplando a un artista de la corte pintando un
cuadro del martirio de san Sebastián, de las saetas clavadas en el
cuerpo del santo, sin llegar a imaginarse un destino similar para él.
La obra recoge los últimos años del reinado de Ricardo: dos nobles, el conde Mowbray (James Purefoy) y Enrique Bolingbrooke, duque de Hereford, su primo carnal (Rory Kinnear), se acusan mútuamente de traición. Salomónicamente, Ricardo exilia a ambos nobles tras un amago de combate que él mismo ha propiciado y que, según su capricho, ha detenido. Pero la condena no es igual para ambos: el exilio de Mowbray es permanente, el de Bolingroke de apenas seis años, atendiendo a las súplicas del anciano y enfermo del padre del duque, su tío Juan de Gante (Patrick Stewart). Pero a la partida de Bolingbroke, Ricardo confisca sus propiedades para sufragar una campaña contra los rebeldes irlandeses, depsertando la furia de su tío de Gante, que se encara con su real sobrino, poco antes de morir. La rebelión estalla entre los nobles cuando Bolingbroke regresa del exilio para exigir justicia por el expolio real. Y Ricardo descubrirá que no basta con ser rey, no basta con tener nobles y aduladores a su servicio. No basta la corona para sostsner su causa, errónea o no. Y del mismo modo, Bolingbroke aprenderá que no basta con rebelarse y finalmente usurpar una corona, y no basta con encerrar su destronado primo en la Torre de Londres.
Los productores de la serie, Rupert Ryle-Hodges y Rupert Goold, que adapta el guión y dirige el episodio, ponen toda la carne en el asador con un capítulo de casi dos horas y media. La obra completa. Añadamos un alarde de exteriores, un detallismo en vestuario y panoplias. Todo brilla, todo luce. Desde las magníficas interpretaciones de Whishaw y Kinnear (qué secuencia la de la deposición y condena de Ricardo), a los detalles como el discurso de Patrick Stewart enfrentándose a su real sobrino, los soliloquios de un Ricardo desesperado en la playa recién desembarcado de Irlanda, el sufrimiento de una reina en el jardín (y su retorno a Francia) y el juego de cámaras. La realización es impoluta, jugando con planos zenitales, primeros planos de Ricardo en sus momentos finales, grandes encuadres en exteriores,... Ecos del asesinato de Thomas Becket en la muerte de Ricardo, y en la sorda súplica del nuevo rey para que aparten de sí la presencia del depuesto Ricardo. Escenas duras como la ejecución de los aduladores de Ricardo, la entrada de las cabezas de los rebeldes contra Bolingbroke, ya Enrique IV,, o del ataúd con el cadáver del depuestop rey. Todo brilla, insisto. Y nos provoca sana envidia porque una televisión pública siga echando mano de los clásicos.
Maravillados por este primer episodio, de una obra que no es precisamente de las más populares en nuestros lares hispanos, esperamos como agua de mayo la segunda entrega: Enrique IV: Primera Parte. Falstaff y el príncipe Hal...
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