Se acaba el año 2007, cinematográficamente hablando, y ayer nos llegó el
último gran estreno de este año, dirigido por Ridley Scott y con un
(falso) duelo interpretativo entre Russell Crowe y Denzel Washington. Y
llega en esta película, mucho más que un auge y caída de un gángster
neoyorquino; si bien la palabra gángster le viene grande al personaje
que encarna Washington: un tipo listo, un hombre de negocios con olfato y
audacia, un traficante de drogas con suerte. Ridley Scott andaba algo desafortunado en la última década: con demasiado bombo tras el éxito de Gladiator, presentó Hannibal, la continuación de la saga de Hannibal Lecter, muy correcta pero falta de bastantes cosas que emanaban de El silencio de los corderos; seguida de Los impostores
en 2003, una interesantísima película de ladrones de guante blanco,
para naufragar hace un par de años con el pastiche-bodrio medieval El reino de los cielos.
Y ahora recurre al cine de hampones, con reminiscencias coppolescas, para contarnos la historia de Frank Lucas (Washington), un capo de la droga en el Harlem neoyorquino de los años 70, que amasó una inmensa fortuna, consiguiendo controlar el mercado local de heroína: descartando a los intermediarios, acudió directamente a Vietnam para nutrirse de la mejor heroína, transportada por el propio ejército de los todopoderosos USA, y que vendió en su máxima pureza a precios reducidos. De este modo consiguió ser el proveedor de más éxito de caballo en el Nueva York de la primera mitad de los años 70, colaborando con la mafia local italiana (representada por Armand Assante), sobornando a la policía local pero atmbién enfrentándose a las consecuencias de su corrupción. Y frente a él se alzó, como si fuera un vaquero solitario al estilo Eastwood en Infierno de cobardes, el inspector Ritchie Roberts (Crowe), de vida personal imposible y desastrosa, abogado en ciernes y empeñado en perseguir, no a camellos, sino a capos de la droga como Lucas.
Y ahora recurre al cine de hampones, con reminiscencias coppolescas, para contarnos la historia de Frank Lucas (Washington), un capo de la droga en el Harlem neoyorquino de los años 70, que amasó una inmensa fortuna, consiguiendo controlar el mercado local de heroína: descartando a los intermediarios, acudió directamente a Vietnam para nutrirse de la mejor heroína, transportada por el propio ejército de los todopoderosos USA, y que vendió en su máxima pureza a precios reducidos. De este modo consiguió ser el proveedor de más éxito de caballo en el Nueva York de la primera mitad de los años 70, colaborando con la mafia local italiana (representada por Armand Assante), sobornando a la policía local pero atmbién enfrentándose a las consecuencias de su corrupción. Y frente a él se alzó, como si fuera un vaquero solitario al estilo Eastwood en Infierno de cobardes, el inspector Ritchie Roberts (Crowe), de vida personal imposible y desastrosa, abogado en ciernes y empeñado en perseguir, no a camellos, sino a capos de la droga como Lucas.
La película, de generoso metraje (dos horas y media), se levanta poco a
poco, desde los inicios de un desconocido Frank Lucas, que hereda el
testigo de un capo local, a pesar de las disensiones entre los hampones
negros de Harlem, y levanta un pequeño imperio de narcotráfico en
Harlem. Paralelamente se nos muestra la historia de Ritchie Roberts,
policia local de menospreciada honestidad e integridad, en un mundo de
polis corruptos, donde el más tonto se saca un sobresueldo y donde
gracias a ello se mantiene un tráfico de drogas prácticamente bendecido
del que todos, delincuentes, camellos, traficantes, polis, políticos y
gente de todo tipo, sacan tajada.
Película, pues, donde las líneas del bien y del mal, de la ley y de la
corrupción, están tan difuminadas que ambos protagonistas, Lucas y
Ritchie, a su modo, son héroes y antihéroes a un mismo tiempo. De hecho,
vistos fríamente, ambos son unos outsiders
en sus respectivos mundos, al que pertenecen pero donde desentonan y
crean resentimientos: Lucas con la variedad de pequeños y medianos
hampones negros, así como con la conservadora mafia italiana; y Ritchie
con la policía local, incluidos los agentes de asuntos internos, si cabe
más corruptos de lo que se pensaría.
El ritmo que imprime Scott a la película es lento, pero con ritmo,
mostrándonos las intimidades, las introspecciones, de ambos
protagonistas. Se podría decir que Scott muestra una faz positiva de
Lucas, si bien no esconde en ningún momento las consecuencias
desastrosas que su tráfico de heroína pura causa entre yonquis y
camellos de tres al cuarto. Puede que haya una cierta empatía con el
personaje de Lucas, hecho a sí mismo, con principios, educado en la
escuela de la calle pero sin imposturas ni presunciones. Del mismo modo,
Ritchie, a pesar de su desastrosa vida personal, es honesto, no
desfallece en su misión, nada en aguas turbias (su amistad con el
sobrino de un mafioso italiano, padrino de su hijo), pero sin perder
nunca el rumbo.
Además de Washington y Crowe, la película cuenta con secundarios que dan
su toque a un guión bien trabado: Carla Gugino, Armand Assante, Josh
Brolin, Chiwetel Ejiofor, Ted Levine, Cuba Gooding Jr., etc. Un guión
escrito por Steve Zaillian, que también firmó los guiones de Gangs of New York y Todos los hombres del rey
(2006, que también dirigió), con lo cual se le ve curtido en el tema de
los hampones y los gángsteres. Y entre los productores de este filme
está Nicholas Pileggi, autor de dos las historias que Martin Scorsese
sobre gángsteres que Martin Scorsese ha llevado al celuloide: Uno de los nuestros y Casino.
Con todos estos elementos nos encontramos con una de las grandes
películas de Ridley Scott, sin duda una de las mejores de este 2007 y
llamada a brillar (o no) en los próximos Oscars. Recomendable es poco: es
absolutamente necesaria para todos aquellos que quieran disfrutar del
cine con mayúsculas. Y ahí queda eso.
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