[Hislibris, 22-IV-2008]
En 2007 surgieron dos novelas excepcionales: una novedad, la novela de
Jonathan Littell, y una recuperación, un descubrimiento prácticamente
(Vida y destino de Vasili Grossman). Y en cierto sentido ambas podrían
ser las dos caras de una misma moneda, aunque difieren ambas en estilo,
concepción y estructura. Pero ambas, ambientadas en la II Guerra
Mundial, en un mismo escenario (el frente oriental, aunque con
diferencias en cada caso) y con un similar tema de fondo (que en el caso
de Grossman va más allá), aunque con distinciones: el Holocausto es el
eje central de la novela de Littell, mientras que en el libro de
Grossman (que dio a conocer al mundo los horrores de Auschwitz) es un
elemento más. Merece otra reseña Vida y destino, pero aquí nos
centraremos en Las benévolas de Littell.
Sintetizar el argumento de esta novela puede resultar, a estas alturas, redundante. Max Aue, antiguo oficial de las SS, empieza la novela (en un momento cronológico próximo a los años 60, por diversas referencias internas) avisando al lector de que no piensa pedir perdón por su pasado. Después de dejar bien claro algunas cuestiones sobre su presente y lo que hizo en otros tiempos, la novela nos lleva a algún momento de finales de junio de 1941. Y a lo largo de las casi mil páginas –1.153 en la edición catalana que yo leí– vamos avanzando en el tiempo (junio de 1941-abril de 1945) y el espacio (del Cáucaso a Stalingrado, de Berlín al sur de Francia, de Auschwitz a Dachau).
Sintetizar el argumento de esta novela puede resultar, a estas alturas, redundante. Max Aue, antiguo oficial de las SS, empieza la novela (en un momento cronológico próximo a los años 60, por diversas referencias internas) avisando al lector de que no piensa pedir perdón por su pasado. Después de dejar bien claro algunas cuestiones sobre su presente y lo que hizo en otros tiempos, la novela nos lleva a algún momento de finales de junio de 1941. Y a lo largo de las casi mil páginas –1.153 en la edición catalana que yo leí– vamos avanzando en el tiempo (junio de 1941-abril de 1945) y el espacio (del Cáucaso a Stalingrado, de Berlín al sur de Francia, de Auschwitz a Dachau).
Aue se nos presenta como un personaje complejo: obsesivamente
enamorado y encoñado (por emplear ambas palabras) de su hermana Una,
homosexual discreto pero fogoso, con bastantes traumas infantiles, no
pocos secretos ocultos y bastantes más crímenes a sus espaldas de los
que puede asumir. Complejo y perfectamente consciente de lo que está
viendo y viviendo en esos cuatro largos años. A través de sus ojos,
vemos pasar a Himmler, Eichman, Kaltenbrunner, el propio Hitler (en una
divertida escena a escasas páginas del final), Frank, Goebbels,… y otros
tantos personajes principales y secundarios (la lista podría ser
inmensa). Junto a él personajes ficticios muy verosímiles (su amigo
Thomas, por ejemplo), otros muy peculiares (la pareja de inspectores –dos, casualmente– de policía que desde la mitad de la novela hasta el
final le persiguen e incluso acosan), algunos francamente grotescos
(sobre todo en el primer capítulo). El poso clásicode la novela (desde
el mismo título, una velada referencia a las Erínias, aunque Aue no
pareceun moderno Orestes) se repite a lo largo de toda la novela. Busque
el lector curioso las referencias correspondientes.
La novela se estructura en largos capítulos (el primero, 400 páginas,
edición catalana), con títulos de piezas muy propias del Barroco
clásico. Porque Aue es un apasionado de la música del Barroco francés
(Rameau, Couperin, Lully), casi un contrapunto “civilizado” a su
comportamiento. Littell no duda en dar rienda suelta a una logorrea casi
sin fin), con capítulos inmensos, secuencias larguísimas (algunas de
ellas de hasta 40 páginas), en ocasiones con escasos puntos y aparte…
sin facilitar en ningún momento la lectura al posible, incauto o
desprevenido lector. Con todo, la novela engancha casi desde el
principio: pasadas las 200 páginas ya ni se le tienen en cuenta sus
manías. Excesivamente gráfico en algunos momentos (no ahorra nada al
lector, escatologías incluidas), prolijo en demasía en múltiples
ocasiones (la parte sobre las lenguas caucásicas, a más de uno se le
atragantará), le sobran páginas (al menos 200). Y abusa de la jerga
militar alemana, pero se agradece el glosario final: lo da todo por
entendido, cuidado, neófitos en la materia.
Pero, en definitiva, la novela, dura y sin contemplaciones, es
soberbia, excelente, un repaso a un momento histórico determinado. Hay
secuencias absolutamente magistrales (la parte de los bombardeos de
Berlín en los meses previos al final de la guerra en Europa, y sólo por
citar un ejemplo). La novela se devora con ganas, aunque es de bocados
pequeños: más de 150 páginas diarias es un banquetazo y puede
indigestar.
En fin, recomendable es poco, pero avisados quedan los navegantes: a
Littell le importan muy poco los lectores, toda una paradoja. Con decir
que no concede entrevistas y que no acudió a la entrega del merecido
premio Goncourt que ganó con este libro. Ahora anda con Léon Dégrelle:
aprovechando al máximo la documentación utilizada para dar vida a Max
Aue.
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