En abril de 1769, el buque Endeavour capitaneado por James Cook
llegó a la isla de Otaheite en el Pacífico sur. Pasado el tiempo, la isla se
conocería con su nombre actual, Tahití, y pasaría a estar bajo dominación
francesa; pero por aquellos años, durante el primer viaje de Cook (1768-1771), organizado por la Royal Society de Londres con
propósitos científicos (la observación del tránsito del planeta Venus sobre el
Sol), la isla bien podía presentarse a los navegantes británicos (además de
Cook, Samuel Wallis, que visitó la isla apenas un año atrás) y franceses (Louis
Antoine de Bougainville
también unos meses antes) como un paraíso terrenal. O al menos debió de
parecérselo a uno de los hombres con mayor curiosidad científica e intelectual
de la ciencia de los últimos trescientos años y que viajaba a bordo del Endeavour: sir Joseph Banks (1743-1820),
botánico, explorador y naturalista, quizás algo más que un (gran) personaje secundario
en La
edad de los prodigios: terror y belleza en la ciencia del Romanticismo, de
Richard Holmes (Turner, 2012). O, por lo menos, un personaje con la
suficiente envergadura (y no es poco) para intuir que en el medio siglo
posterior a su viaje a Tahití, la ciencia daría un enorme paso en Gran Bretaña.
Para muchos de los científicos del período que convenimos en llamar
Romanticismo, el eco de Isaac Newton comenzaba a quedar algo lejano, siendo aún
en muchos aspectos el gran precursor. Y no sólo entre los científicos: una
nueva hornada de poetas, de Coleridge a Byron, de Wordwworth a Shelley, se
vieron influenciados en su obra por el fuego de la investigación científica;
fuego que ellos mismos avivarían y serviría de inspiración para obras como Frankenstein, el moderno Prometeo de
Mary Shelley o que tendría repercusión en el Don Juan de lord Byron.
Joseph Banks, a su regreso de Tahití. |
Richard Holmes traslada al lector a un
período esencial para la ciencia postnewtoniana: el período entre los años 1770
y 1830, aproximadamente. Un período que comienza, grosso modo, con el retorno de Banks y Cook de Tahití y el inicio
del viaje de Charles Darwin a bordo del Beagle. La ciencia no fue igual antes y
después de estas fechas, pero suele obviarse la impronta de los avances
científicos durante esos años. Y no hay más que pasar las páginas del libro de
Holmes para enumerar una serie de nombres importantes: Banks y la botánica (y
no sólo eso), William Herschel (y su hermana Carolina) en la astronomía, Mungo
Park en la exploración en África, Humprhy Davy y Michael Faraday en la física y
la química; los hermanos Montgolfier, Jean-Pierre Banchard, John Jeffries,
James Sadler y Jean-François Pilâtre de Rozier en la aeronáutica (los globos
aerostáticos); John Herschel en las matemáticas y la astronomía, siendo el
epígono de los anteriores, etc. Son todos ellos personajes dignos de una
biografía… y es precisamente el libro de Holmes una colección de pequeñas y
grandes biografías sobre los científicos) del período romántico, esencialmente
británico, en tiempos de «prodigios» y de «asombros» a partes iguales (en
inglés, la palabra wonder tiene el
doble significado). Prodigios que glorificaron y promovieron instituciones como
la Royal Society
de Londres, interesadas en promover la investigación científica con fines
prácticos y beneficiosos para la sociedad; no olvidemos que el nombre completo
de esta institución era Royal Society of London for Improving Natural
Knowledge (para el
Avance del Conocimiento Natural [o Científico])
Que un personaje como Joseph Banks, interesado
por prácticamente cualquier aspecto de la ciencia, fuera presidente de esta
institución entre 1778 y 1820 ayuda a entender precisamente el empuje de la
ciencia británica en estos años: actuando como Atlante, Banks se interesó por
promocionar a aparentemente lunáticos
astrónomos como William Herschel (que por un tiempo creyó, gracias al detalle
conseguido por los telescopios que fabricó, que en la luna habitaban seres
humanos), que acabaría por descubrir el planeta Urano; miró con distancia pero
con curiosidad la particular carrera
desplegada por constructores de globos aerostáticos a un lado y otro del
canal de la Mancha;
animó las ambiciones del joven Humprhy Davy, quien precisamente, tras un breve
paréntesis, le sucedió como presidente de la Royal Society entre 1820 y
1827; promocionó los viajes de exploración del jovencísimo Mungo Park en busca
del Níger (1794-1796 y 1805);… su curiosidad era infinita. Y gracias a esa
curiosidad, la ciencia se convirtió en mucho más que el resultado de las investigaciones
de hombres solitarios que encontraban su particular eureka; la ciencia se abrió
a la sociedad británica (y, a su modo, europea) del período, se financiaron
proyectos, se publicaron artículos y libros, se potenció la participación de
los gobiernos y los estados en la aplicación práctica de sus resultados. Y,
como se mencionaba antes, influyó en poetas como Coleridge, Keats, Wordsworth,
Tennyson, Shelley, Byron… o en precoces escritoras como Mary Shelley. Holmes
sigue el rastro de los poetas románticos y observa cómo los «prodigios»
científicos asombraban (o aterrorizaban) a los escritores y pintores de estos
años, cómo se imbrica el impulso científico con la inspiración literaria, cómo
los poetas asistían a demostraciones científicas, a presentaciones públicas, y
cómo sus obras se convertían, también a su manera, en dietarios científicos.
William
Herschel y Humpry Davy, dos peculiares titanes…
|
Quizá haya lectores que, tratándose de un
libro que es prácticamente una historia de la ciencia entre 1770 y 1830,
presientan que se trata de un texto no apto para profanos. Se equivocarán: el
talento de Holmes en la escritura de un género tan convencional como la
biografía se mezcla con la curiosidad científica, la pasión por los
descubrimientos y el interés por escudriñar cómo la sociedad del momento se
sintió atraída por lo que unas décadas atrás apenas salía de los laboratorios
de genios solitarios como Newton. Es precisamente en ese talento por escribir
biografías donde el lector encuentre el placer de la lectura: en los egos (o su
ausencia) de científicos como Davy y Herschel (los dos grandes protagonistas
del libro), en la pugna por llegar más alto (literalmente en cuanto a la
carrera aerostática), en cómo la ciencia se convierte en tema de interés de la
sociedad británica del cambio del siglo XVIII al XIX (¿una cultura de masas?,
con todas las prevenciones para la palabra masa), en observar como detrás de la
creación de la Criatura
de Frankenstein hay mucho más que Ciencia (y Terror),… Todo eso y más se halla
entre las páginas de un libro que atrapa desde el principio, con las vivencias
de Joseph Banks entre los tahitianos (un buen ojo antropológico tenía Banks) o
la particular biografía de Herschel (y su familia), a caballo entre su hogar
natal en Hannover y la que será posteriormente su patria, Gran Bretaña.
Recomendabilísimo libro, pues. Y del que casi
es mejor dejar al lector con la intriga… a fin de cuentas, el «prodigio»
necesita de la capacidad de asombrarse de quien lo contempla.
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