6 de septiembre de 2012

Reseña de La edad de los prodigios: terror y belleza en la ciencia del Romanticismo, de Richard Holmes


En abril de 1769, el buque Endeavour capitaneado por James Cook llegó a la isla de Otaheite en el Pacífico sur. Pasado el tiempo, la isla se conocería con su nombre actual, Tahití, y pasaría a estar bajo dominación francesa; pero por aquellos años, durante el primer viaje de Cook (1768-1771), organizado por la Royal Society de Londres con propósitos científicos (la observación del tránsito del planeta Venus sobre el Sol), la isla bien podía presentarse a los navegantes británicos (además de Cook, Samuel Wallis, que visitó la isla apenas un año atrás) y franceses (Louis Antoine de Bougainville también unos meses antes) como un paraíso terrenal. O al menos debió de parecérselo a uno de los hombres con mayor curiosidad científica e intelectual de la ciencia de los últimos trescientos años y que viajaba a bordo del Endeavour: sir Joseph Banks (1743-1820), botánico, explorador y naturalista, quizás algo más que un (gran) personaje secundario en La edad de los prodigios: terror y belleza en la ciencia del Romanticismo, de Richard Holmes (Turner, 2012). O, por lo menos, un personaje con la suficiente envergadura (y no es poco) para intuir que en el medio siglo posterior a su viaje a Tahití, la ciencia daría un enorme paso en Gran Bretaña. Para muchos de los científicos del período que convenimos en llamar Romanticismo, el eco de Isaac Newton comenzaba a quedar algo lejano, siendo aún en muchos aspectos el gran precursor. Y no sólo entre los científicos: una nueva hornada de poetas, de Coleridge a Byron, de Wordwworth a Shelley, se vieron influenciados en su obra por el fuego de la investigación científica; fuego que ellos mismos avivarían y serviría de inspiración para obras como Frankenstein, el moderno Prometeo de Mary Shelley o que tendría repercusión en el Don Juan de lord Byron. 

Joseph Banks, a su regreso de Tahití.
Richard Holmes traslada al lector a un período esencial para la ciencia postnewtoniana: el período entre los años 1770 y 1830, aproximadamente. Un período que comienza, grosso modo, con el retorno de Banks y Cook de Tahití y el inicio del viaje de Charles Darwin a bordo del Beagle. La ciencia no fue igual antes y después de estas fechas, pero suele obviarse la impronta de los avances científicos durante esos años. Y no hay más que pasar las páginas del libro de Holmes para enumerar una serie de nombres importantes: Banks y la botánica (y no sólo eso), William Herschel (y su hermana Carolina) en la astronomía, Mungo Park en la exploración en África, Humprhy Davy y Michael Faraday en la física y la química; los hermanos Montgolfier, Jean-Pierre Banchard, John Jeffries, James Sadler y Jean-François Pilâtre de Rozier en la aeronáutica (los globos aerostáticos); John Herschel en las matemáticas y la astronomía, siendo el epígono de los anteriores, etc. Son todos ellos personajes dignos de una biografía… y es precisamente el libro de Holmes una colección de pequeñas y grandes biografías sobre los científicos) del período romántico, esencialmente británico, en tiempos de «prodigios» y de «asombros» a partes iguales (en inglés, la palabra wonder tiene el doble significado). Prodigios que glorificaron y promovieron instituciones como la Royal Society de Londres, interesadas en promover la investigación científica con fines prácticos y beneficiosos para la sociedad; no olvidemos que el nombre completo de esta institución era Royal Society of London for Improving Natural Knowledge (para el Avance del Conocimiento Natural [o Científico])

Que un personaje como Joseph Banks, interesado por prácticamente cualquier aspecto de la ciencia, fuera presidente de esta institución entre 1778 y 1820 ayuda a entender precisamente el empuje de la ciencia británica en estos años: actuando como Atlante, Banks se interesó por promocionar a aparentemente lunáticos astrónomos como William Herschel (que por un tiempo creyó, gracias al detalle conseguido por los telescopios que fabricó, que en la luna habitaban seres humanos), que acabaría por descubrir el planeta Urano; miró con distancia pero con curiosidad la particular carrera  desplegada por constructores de globos aerostáticos a un lado y otro del canal de la Mancha; animó las ambiciones del joven Humprhy Davy, quien precisamente, tras un breve paréntesis, le sucedió como presidente de la Royal Society entre 1820 y 1827; promocionó los viajes de exploración del jovencísimo Mungo Park en busca del Níger (1794-1796 y 1805);… su curiosidad era infinita. Y gracias a esa curiosidad, la ciencia se convirtió en mucho más que el resultado de las investigaciones de hombres solitarios que encontraban su particular eureka; la ciencia se abrió a la sociedad británica (y, a su modo, europea) del período, se financiaron proyectos, se publicaron artículos y libros, se potenció la participación de los gobiernos y los estados en la aplicación práctica de sus resultados. Y, como se mencionaba antes, influyó en poetas como Coleridge, Keats, Wordsworth, Tennyson, Shelley, Byron… o en precoces escritoras como Mary Shelley. Holmes sigue el rastro de los poetas románticos y observa cómo los «prodigios» científicos asombraban (o aterrorizaban) a los escritores y pintores de estos años, cómo se imbrica el impulso científico con la inspiración literaria, cómo los poetas asistían a demostraciones científicas, a presentaciones públicas, y cómo sus obras se convertían, también a su manera, en dietarios científicos.


William Herschel y Humpry Davy, dos peculiares titanes…
Quizá haya lectores que, tratándose de un libro que es prácticamente una historia de la ciencia entre 1770 y 1830, presientan que se trata de un texto no apto para profanos. Se equivocarán: el talento de Holmes en la escritura de un género tan convencional como la biografía se mezcla con la curiosidad científica, la pasión por los descubrimientos y el interés por escudriñar cómo la sociedad del momento se sintió atraída por lo que unas décadas atrás apenas salía de los laboratorios de genios solitarios como Newton. Es precisamente en ese talento por escribir biografías donde el lector encuentre el placer de la lectura: en los egos (o su ausencia) de científicos como Davy y Herschel (los dos grandes protagonistas del libro), en la pugna por llegar más alto (literalmente en cuanto a la carrera aerostática), en cómo la ciencia se convierte en tema de interés de la sociedad británica del cambio del siglo XVIII al XIX (¿una cultura de masas?, con todas las prevenciones para la palabra masa), en observar como detrás de la creación de la Criatura de Frankenstein hay mucho más que Ciencia (y Terror),… Todo eso y más se halla entre las páginas de un libro que atrapa desde el principio, con las vivencias de Joseph Banks entre los tahitianos (un buen ojo antropológico tenía Banks) o la particular biografía de Herschel (y su familia), a caballo entre su hogar natal en Hannover y la que será posteriormente su patria, Gran Bretaña.

Recomendabilísimo libro, pues. Y del que casi es mejor dejar al lector con la intriga… a fin de cuentas, el «prodigio» necesita de la capacidad de asombrarse de quien lo contempla.

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