«Yo he superado el caos en Alemania, restaurado el orden, incrementado de forma generalizada la producción en todos los sectores de nuestra economía nacional. […] Yo he logrado reintegrar por completo a la producción útil los siete millones de desempleados que tan entrañables resultaban a nuestros corazones, he logrado mantener al campesino en su tierra a pesar de todas las dificultades, y también he logrado recuperar tierras para él, he logrado hacer que florezca de nuevo el comercio alemán, y he conseguido promover tremendamente los transportes. No sólo he unido políticamente al pueblo alemán, sino que, desde el punto de vista militar, también lo he rearmado, y además he tratado de romper, página por página, ese tratado que contenía, en sus 448 artículos, las más elementales violaciones jamás impuestas a las naciones y a los seres humanos. He devuelto al Reich las provincias que nos fueron robadas en 1919. He conducido de nuevo a su patria a los millones de alemanes profundamente desdichados que nos habían sido arrancados. He restablecido la milenaria unidad histórica del espacio vital alemán, y he tratado de hacer todo esto sin derramamiento de sangre y sin infligir a mi pueblo o a otros el padecimiento de la guerra. He logrado todo esto por mis propios medios, como alguien que hace veinte años era un trabajador desconocido y un soldado de su pueblo.»
Discurso de Adolf Hitler, 28 de abril de 1939.
Muchos alemanes de los años 1939-1940
aplaudieron las palabras del Führer.
Fueron los años en que la aceptación de la figura del dirigente nazi alcanzó
sus cotas más elevadas. Tras la debacle de la Primera Guerra Mundial y el tumultuoso
período de la República
de Weimar, muchos ciudadanos, aun no considerándose nazis, pudieron sentir que
en el Reich alemán había estabilidad. Muchos sintieron que la humillación de
Versalles quedaba superada con los logros diplomáticos desde que Alemania
abandonó la Sociedad
de Naciones en septiembre de 1933 e inició una política agresiva en el
exterior, bordeando el conflicto militar, pero no llegando a declarar la
guerra… hasta septiembre de 1939. Incluso después, tras las exitosas campañas
en Polonia y en la Europa
occidental, la popularidad de Hitler entre los alemanes era muy alta. El führer
había traído paz, estabilidad, orden, recuperación económica y prestigio
allende las fronteras. Alemania volvía a ser poderosa y temida. El mito de
Hitler había cosechado sus mejores frutos.
El libro de Ian Kershaw, El mito de Hitler. Imagen y
realidad en el Tercer Reich (Crítica, 2012, reeditando el mismo título
publicado por Paidós en 2003), incide en la imagen de Adolf Hitler entre los
alemanes, desde los tiempos convulsos de Weimar y hasta la derrota final del
Reich en mayo de 1945. Es un libro que se basa en fuentes de época: en informes
de la SD de la Gestapo en los años de
gobierno nazi, en encuestas oficiales, en memorias de partidos prohibidos como
el SPD, en diarios como los de Goebbels o en recuerdos y diarios de alemanes de
la época. Es un libro en el que se trata de dilucidar cómo el mito de Hitler –el
salvador, el hombre de acción, el caudillo del pueblo, el hombre con genio
militar– fue creciendo, originado y alimentado por sus más inmediatos
colaboradores (Goebbels es plenamente responsable, pero no el único), nutrido
por los éxitos del régimen (sin ellos un liderazgo carismático no se sostiene,
decía Max Weber), constantemente mostrado a los alemanes mediante la propaganda
oficial… y erosionado de manera más evidente cuando los éxitos militares
comenzaron a esfumarse.
Ian Kershaw |
El desastre en Stalingrado no fue el primer
jarro de agua fría (los alemanes, en general, deseaban un final de la guerra
rápido ya desde la campaña yugoslava de la primavera de 1941), pero sí fue la
ocasión en que se pudo comprobar que «el rey está desnudo». La campaña aliada
de bombardeos estratégicos sobre territorio civil alemán alentó las críticas
contra un führer, hasta entonces
infalible, hasta entonces protector, hasta entonces invicto, que se escondía en
la cancillería o en el centro de mando en Prusia oriental. Hasta mediados de
1943, las críticas (si es que era posible mostrar un atisbo de protesta o de
oposición) se habían dirigido claramente contra los «pequeños hitleres»: los
dirigentes locales del partido, los jerarcas que rodeaban a Hitler (de Goering
a Rosenberg, de Goebbels a Stracher), aquellos que lo mantenían oculto, quienes
abusaban de su poder y engañaban a un líder solitario, mantenido al margen de
los escándalos y alejado de la opinión pública. «Hitler está bien, pero sus
subordinados no son más que unos estafadores», decía un miembro del partido
nazi del Alto Palatinado en diciembre de 1934. Pero una vez el peso de la
guerra atrapó a la población civil alemana, el caudillo devino falible, el
diplomático de éxito un bravucón, el genio militar de las campañas fáciles un
inepto, y todo el entramado nazi una piedra al cuello de toda Alemania, capaz
de hundir a todo el país en el fondo del océano. Para entonces, a pesar de la
efímera reacción a favor de Hitler tras el atentado de julio de 1944, el mito
de Hitler se había derrumbado. «El führer
lo tiene fácil. No tiene que cuidar de una familia. ¡Si la guerra se pone en lo
peor, nos dejará a todos en la estacada y se pegará un tiro en la cabeza!»,
decía una mujer en un refugio antiaéreo en abril de 1944, recordando las
palabras de un Hitler que aseguraba que moriría antes que reconocer la derrota.
O un habitante de Berchtesgaden en marzo de 1945 que recogía un pensamiento
arraigado entre los alemanes que asumían ya la derrota: «Si en 1933 hubiéramos
imaginado el cariz que iban a tomar las cosas, nunca hubiéramos votado a
Hitler».
El hombre que asumió un perfil religioso, que
fue prácticamente divinizado en vida, que gozaba del fervor de obispos
protestantes en los años treinta – «te damos gracias, Señor, por todos los
éxitos que, por tu gracia, le has concedido a él hasta la fecha en bien de
nuestro pueblo», proclamaba el obispo Meiser en una de sus homilías en 1937–,
era visto con reticencias, sin embargo, por la mayoría de católicos, a pesar de
los propios deseos del caudillo y de las jerarquías católicas de llegar a
acuerdos visibles. Los éxitos de la diplomacia combinada con la amenaza de la
fuerza trajeron consigo el Anschluss austriaco, la ocupación de los Sudetes, la
prepotencia de la conferencia de Munich, la destrucción de Checoslovaquia, la
invasión y partición de Polonia. «Alemania es Hitler, y Hitler es Alemania», se
proclamaba a finales de 1939, cuando la popularidad del führer alcanzó la cima. Cuando el Reich se derrumbó, la mayoría de
la población alemana despertó y consideró que había vivido una pesadilla en los
últimos años.
Kershaw trata también, en un postrer
capítulo, la imagen de Hitler y la cuestión antisemita: el camino al
Holocausto. La imagen del caudillo nazi como furibundo antisemita fluctuó,
desde un interesado vaivén en los años previos a la toma del poder a, una vez
en él, modular el grado de virulencia contra los judíos. La gradación por
etapas marca la cuestión del antisemitismo de Estado, oficializada por las
Leyes de Nuremberg en septiembre de 1935 para ser momentáneamente difuminada
ante la opinión mundial durante los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, para
volver a la palestra con intensidad en la Noche de los Cristales Rotos en noviembre de
1938, y de ahí en adelante. La sociedad alemana dio su apoyo al führer por los éxitos y la estabilidad
conseguidos, mientras que el perfil antisemita fue minusvalorado (o
convenientemente obviado, según sectores). Pero los años de guerra vieron cómo
el azote antisemita alcanzaba cotas de violencia hasta entonces nunca vistas,
ante el asombro o la pasividad de muchos alemanes, que hasta el final de la
guerra, y en la primera posguerra, conocieron los horrores del exterminio. En
una encuesta a finales de los años cincuenta sobre un sector de la población
juvenil del norte de Alemania se revelaban, sin embargo, restos del mito de
Hitler. Se repetía lo que se consideraba sus logros –acabar con el desempleo en
los años treinta, castigar a los delincuentes sexuales, construir autopistas,
generalizar el uso de aparatos de radio baratos, establecer el Servicio de
Trabajo, rehabilitar a Alemania a ojos del mundo entero–, concluyendo algunos
de ellos que Hitler había sido un idealista con mucha buenas ideas, que más
tarde cometió errores y que finalmente se convirtió en alguien malo, un loco y
a la postre un asesino en masa. Con todo, el eco del mito de Hitler se había
diluido hasta mínimos históricos en los años sesenta, reduciéndose al ámbito de
los grupos y partidos de extrema derecha. Para la población alemana, el mito ya
no existía… y deseaba que ojalá nunca hubiera existido.
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