5 de septiembre de 2012

"Non Nobis, Domine": una secuencia cinematográfica

Os habréis cansado de leerme... Henry V (Kenneth Branagh, 1989) es una de mis películas favoritas: me entusiasmó, maravilló y emocionó hace ya más de veinte años (aún guardo con cariño la cinta en VHS, aunque ya no tengo video, que grabé de cuando la emitieron por la 2). Una película eminentemente teatral, con un  Branagh curtido en las tablas, pero primerizo en la pantalla cinematográfica: aquí se le nota la influencia de maestros como Laurence Olivier y John Gielgud. Y junto a él, Derek Jacobi (el narrador), Brian Blessed (Augusto en Yo Claudio, haciendo del duque de Exeter), Richard Briers, Michael Maloney, Paul Scofield (como el rey francés Carlos VI), una joven Emma Thompson (como la princesa Catalina de Valois), etc. 

La escena del discurso de San Crispín es preciosa: te enerva, te leva, y con la música de Patrick Doyle (una de sus mejores partituras) consigue enardecer al espectador:
    Este es el día de San Crispín.
    El que sobreviva a este día y vuelva sano y salvo a su casa,
    se izará sobre las puntas de los pies cuando se mencione esta fecha,
    y se crecerá por encima de sí mismo al oír el nombre de San Crispín.
    El que sobreviva a este día y llegue a la vejez,
    cada año, en la víspera de esta fiesta, invitará a sus amigos
    y les dirá: «Mañana es San Crispín».
    Entonces se subirá las mangas, y, al mostrar sus cicatrices,
    dirá: «Recibí estas heridas el día de San Crispín».
    Los ancianos olvidan, pero incluso quien lo haya olvidado
    todo recordará aún las proezas
    que llevará a cabo hoy. Y nuestros nombres serán para todos tan
    familiares como los nombres de sus parientes
    y serán recordados con copas rebosantes de vino:
    el rey Enrique, Bedford y Exeter,
    Warwick y Talbot, Salisbury y Gloucester .
    Esta historia la enseñará un buen hombre a su hijo,
    y desde este día hasta el fin del mundo
    la fiesta de San Crispín nunca llegará
    sin que a ella vaya asociado nuestro recuerdo,
    el recuerdo de nuestro pequeño ejército,
    de nuestro pequeño y feliz ejército, de nuestra banda de hermanos.
    Porque quien vierta hoy su sangre conmigo
    será mi hermano; por muy vil que sea,
    esta jornada ennoblecerá su condición.
    Y los caballeros que permanecen ahora en el lecho de Inglaterra
    se considerarán malditos por no estar aquí,
    y será humillada su nobleza cuando escuchen hablar a uno
    de los que haya combatido con nosotros el día de San Crispín.


    Enrique V, acto IV, escena 3ª
Y qué decir de la batalla de Agincourt: una de las mejores escenas de batallas que he visto en pantalla. Se muestra lo que era una batalla en la época medieval, en su crudeza, con el barro, los soldados desperdigados, el caos y el desorden. Pero vamos a lo que vamos, que era comentar una secuencia: la del Non Nobis, Domine.

He aquí una de las mejores escenas de esta película. Como ya comenté anteriormente, no pocas películas películas pueden sentirse deudoras de ese travelling de cámara (Expiación, por ejemplo, entre lo más reciente). Un movimiento que empieza desde el momento en el que el rey Enrique, asumiendo las consecuencias de su victoria en Agincourt, ordena que se cante un Non Nobis.


Patrick Doyle, el compositor de la música de la película, inicia el Non Nobis en el mismo campo de batalla [01:46]. Pasa a su lado Enrique V, llevando a hombros el cuerpo de un muchacho porteador asesinado en combate (Christian Bale). Desde ese momeno, la cámara sigue al rey y, de este modo, recorremos el campo de batalla, lleno de estacas de las que aún cuelgan los cuerpos, claveteado por las flechas lanzadas durante el combate, fangoso, con cadáveres de combatientes y de caballos, y con charcos rojizos por la sangre derramada. En su "paseo" triunfal (que tiene poco o nada de glorioso, pero que, por eso mismo, resalta aún más la gloria de la victoria), Enrique pasa al lado de o se encuentra con los diversos personajes de la película: el pícaro Pistol [03:20] (cuyo compañero Nym murió asesinado mientras, como él, saqueaba los cuerpos de los caídos), Fluellen el galés, MacMorris el irlandés y Gower [03:22]. Enrique desaparece fuera de cámara [03:40], que sigue recorriendo, como si fuera un combatiente más, el aciago campo de batalla.

El campo de batalla está encharcado y ensangrentado. Los humos de los fuegos provocados en el combate aún se mantienen. Soldados de ambos ejércitos recorren el campo de batalla, acaerrando cadáveres, organizando equipos para salvar a los heridos. Un grupo de nobles (Erpingham, Westmoreland y Bedford, entre ellos) [03:48] llevan sobre sus hombros el cadáver del duque de York, la principal baja inglesa en combate. El poderoso Exeter, de armadura ya no tan reluciente, atraviesa el plano [04:03]. Enrique vuelve a aparecer en escena [04:14]: al lado del Delfín francés que, junto a un Carlos de Orleans arrodillado, atiende el cadáver del condestable de Francia, Charles d'Albret, cuya carga de caballería fue casi suicida. La música, en ese momento, entra en un crescendo, tras el continuo cántico del coro ("non nobis, Domine, sed tuo da gloriam"). Unas mujeres, campesinas francesas, cuyos hijos o maridos combatieron y murieron en Agincourt, se acercan de pronto al rey [04:32], desesperadas y enrabietadas ante la presencia de quien consideran el responsable de la debacle; Montjoy, el heraldo francés que antes de la batalla le pidiera a Enrique su rendición ante una derrota segura, las detiene. Pero Enrique acusa el golpe, sabe que es el responsable de la muerte de millares de franceses; es la consecuencia de la victoria. Shakespeare ya se encargó de remarcar en la obra el componente religioso de lo que significaba una batalla, como por ejemplo en la escena ("Upon the King") en que asumió la responsabilidad (y la culpa por el asesinato de Ricardo II) a cambio de que Dios concediera a sus soldados valentía ante lo que se preveía como una catástrofe sin paliativos.

Un charco rojizo, humo en la lejanía. Enrique se acerca al carro donde deja el cadáver del muchacho porteador, le besa [05:25]. Mientras la multitud de combatientes y civiles le contempla, victorioso, el rey inglés mira al horizonte [05.34], el rostro ensangrentado y manchado de fango. Ha triunfado, gracias a Dios, a él le deben la gloria. Pero sobre el recae el peso de la victoria, para bien o para mal. Enrique baja la cabeza, el peso de la misma gloria le obliga. La imagen pasa, poco a poco, a la negociación del tratado de paz, con el duque de Borgoña como mediador, y la concertación del matrimonio de Enrique y la princesa Catalina de Francia, mientras la música de Doyle llega a su fin. Fin de secuencia.

Una escena, cinematográficamente, perfecta, y con un enorme simbolismo. Con esta escena, con esta película, Kenneth Branagh se consagró como un director de talento. Sin duda.

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