[14-VIII-2009]
Con dos años de retraso y casi de tapadillo, llegó a nuestras salas Mein Führer. Die wirklich wahrste Wahrheit über Adolf Hitler, es decir, "realmente la verdad verdadera sobre Adolf Hitler", una película de Dani Levy (director suizo judío, sí, judío).
Finales de 1944, el Führer está alicaído, deprimido, nadie le cuenta la
verdad. No sabe realmente lo que sucede en un Berlín bombardeado por los
aliados. La moral está baja entre la población, no tanto en el mundo
utópico de los jerarcas nazis. Goebbels, ministro de Propaganda, decide
traer a un actor judío del campo de Sachsensahusen para que ayude a
Hitler a preparar un importantísimo discurso el día de Año Nuevo de
1945. Un discurso que ha de servir para levantar la moral a todos los
alemanes, incluído Hitler, y para demostrar al mundo entero lo que es la
"guerra total" (algo que nadie se cree, desde luego).
El cine ha tratado en clave de comedia el tema de Hitler y el nazismo.
Incluso se ha acercado desde la comedia a la cuestión del Holocausto. Ya
en un primer momento hubo películas sobre el tema: en 1940, Charles
Chaplin, con El Gran Dictador,
nos mostraba una parodia de Hitler en el histriónico Adenoid Hynkel. Y
en 1942, un alemán exiliado, Ernst Lubitsch, nos legaba una auténtica
obra maestra, Ser o no ser.
Con posterioridad, la sátira sobre el nazismo fue menguando en el fondo
y quedándose más en la forma y la gracia fácil. Quizá una excepción,
con muchos matices, sea Mel Brooks (sí, otro judío) con Los productores (1968): el sketch musical "Springtime for Hitler and Germany"
es, quizá, una pequeña obra maestra dentro de una película más bien
floja; en 2005 se estrenó otra versión de la película de Brooks, con
esta descacharrante escena.
Y qué decir de Der Fuehrer's Face, el corto de animación producido por los estudios de Walt Disney en 1943.
¿Se puede hacer comedia del nazismo? ¿Nos podemos reír de Hitler? Al
hacerlo, ¿estamos banalizando lo que supuso la ideología nazi? Son
preguntas que se han ido repitiendo constantemente desde hace tiempo.
Chaplin dijo, cuando se descubrieron los campos de exterminio en Europa
oriental, que si lo hubiera sabido no habría realizado su película; pero
nos habríamos quedado sin una obra maestra. Roberto Benigni, con La vida es bella,
trató de acercarse al espinoso tema del Holocausto a través de la
comedia: le llovieron palos de todas partes, pero la película, una
fábula, tiene momentos especialmente logrados, como la lección de arianidad en un colegio italiano. Incluso con una película que para nada es una comedia, como El hundimiento
(2004), una reconstrucción histórica muy fidedigna de los últimos días
del régimen nazi, hubo severas críticas, pues mostraba a un Hitler
"humano"; claro, igual algunos se piensan que era alienígena...
Por ello, con Mein Führer,
también ha habido críticas: el hecho de mostrar a un Hitler con
incontinencia urinaria, que tiene problemas para dormir, que recuerda
con sollozos las palizas que le inflingía su padre cuando era pequeño,
que se baña con maquetas de acorazados en espuma, que tiene problemas de
erección, que incluso parece tener sentido del humor, ha levantado
ampollas.
La película parece ser una comedia, cuando en realidad más bien apunta a
una tragicomedia con pretensiones que, lamentablemente, no llega a gran
cosa pasada la primera media hora. Hay algunas notas humorísticas: esa
parodia del carácter eminentemente burocrático, hasta la saciedad, del
régimen; el eterno y cansino saludo nazi ("sí, heil a usted también",
dirá Hitler por teléfono); la figura de Goebbels, satirizando sus
devaneos mujeriegos; el hecho de que Himmler lleve el brazo en
cabestrillo y alzado (como si fuera el Doctor Strangelove que encarna
Peter Sellers en Teléfono rojo: volamos hacia Moscú, de Stanley Kubrick).
Pero lo que prima es un querer y no poder: porque, a pesar de no pocas
humoradas, la película está falta de mayor contenido, de una auténtica
historia que pretenda hacer sátira del nazismo. Cierto es que Levy
conjuga bien la trama con cortes documentales y que nos presenta un
Berlín en ruinas como pocas veces se ha visto. Pero falta dejarse de
bufonadas en algunos momentos y mostrar más la sátira cruel y descarnada
que el personaje de Hitler (y sus allegados) merece. Al final, el
espectador se queda con la sensación de que quizá al director se le fue
de las manos la película; o quizá, comparado con Chaplin, Lubitsch o
Benigni, le falta lo que a estos les sobraba en sus cintas: talento.
Sea como fuere, Mein Führer es
una comedia fallida. Una película que pudo ser, que intentó romper los
tabús sobre hacer sátira del nazismo, pero que se quedó en la gracia
fácil y no ahondó más allá. Una lástima, porque, a 70 años del inicio de
la Segunda Guerra Mundial, ya es hora de superar viejos miedos. Otra
vez será.
No hay comentarios:
Publicar un comentario