«Aquí yace Catalina II
Nació en Stettin el 21 de abril de 1729.
En el año de 1744, partió hacia Rusia para casar con Pedro III. A los catorce años tomó la triple decisión de complacer a su esposo, a [la emperatriz] Isabel y a la nación. No regateó el menor esfuerzo para lograrlo. Dieciocho años de aburrimiento y soledad le dieron la oportunidad de leer muchos libros.
Cuando llegó al trono de Rusia, deseaba hacer el bien para su país y trató de ofrecer la felicidad, la libertad y la prosperidad a sus súbditos.
Perdonaba pronto y no odiaba a nadie. Era de natural bondadosa, de trato fácil, tolerante, comprensiva y de temperamento alegre. Tenía un espíritu republicano y un corazón amable.
Era sociable por naturaleza.
Hizo muchos amigos.
Disfrutaba de su trabajo.
Amaba las artes.»
De este epitafio, escrito por la propia
zarina tras la muerte de su favorito Grigori Potemkin (1791), posiblemente
muchos de nosotros nos sintamos identificados con las últimas frases. Son frases que definen a
una persona con inquietudes culturales, de trato afable y accesible, agradable
y con quien nos tomaríamos un café en una terraza y charlaríamos de lo humano y
lo divino. Sin el encabezamiento, define a cualquier persona. Sabiendo que es
Catalina II, emperatriz de Rusia entre 1762 y 1796, pensamos que es un
autorretrato idealizado, que ofrece una imagen personal pero también pública,
que trasciende la esfera privada para erigirse en modelo de reyes y reinas, e
incluso que quizá no deje de ser un texto propagandístico más que claramente
realista. Puede que haya un poco de todo, quien sabe. Lo que sin embargo
trasluce el epitafio es que la biografía de Catalina II nos llama la atención.
¿Fue así para el pueblo ruso durante sus casi treinta y cinco años de reinado?
¿Cómo fue su vida desde que llegara, procedente de un pequeño principado
prusiano, siendo apenas una adolescente de catorce años? ¿Qué educación recibió
y para qué papel estuvo destinado? ¿Cómo acabó por destronar a su esposo y
asumir una corona que, para algunos de sus súbditos, no estaba destinada para
ella sino para su hijo, el futuro zar Pablo I? En última instancia, ¿quién fue
Catalina la Grande?
Catalina II, vistiendo el uniforme del regimiento Preobrazhenski, dirigiéndose a Peterhof donde obligaría a Pedro III a abdicar (1762), Gran Palacio de Peterhof. |
Robert K. Massie (n. 1929) es conocido por
ser el autor de un libro, Nicolás y Alejandra
(1967), que unos pocos años después se convirtió en una exitosa película
dirigida por Franklin J. Schaffner. El interés por los temas rusos le
llevó a dedicarse a la escritura de libros sobre Pedro I el Grande o el final
de la dinastía Romanov. En una lógica cadena de acontecimientos, escribir una
biografía sobre Catalina II quizá era inevitable. Y he aquí que nos llega este
libro, Catalina la Grande. Retrato
de una mujer (Crítica, 2012) que, digámoslo de entrada, no engaña con
el título. Porque de eso se trata, de una amplia biografía (supera las 700
páginas) que recorre la vida (y la época) de Sophie Friederike Auguste von
Anhalt-Zerbst, hija de un gobernador de Stettin y que, por relaciones
familiares, estaba emparentada con las casas reinantes de Suecia, Holstein y
Rusia. Es curioso conocer que la joven Sophie –Sofía en el constante castellano
con que se han traducido, para sorpresa de este lector, todos los nombres
propios de nobles, príncipes e incluso amantes de la futura zarina– ya desde
prácticamente la cuna estaba destinada a ser alguien. Las ambiciones de su
madre, Johanna Elisabeth von Schleswig-Holstein-Gottorf (Juana en el libro),
más que su prudencia, la impulsaron a un matrimonio con un primo segundo, el
joven duque de Holstein, Pedro Ulrico, sobrino del rey sueco, y que pasaría a
ser el heredero de la corona rusa, tras ser adoptado por la emperatriz Isabel,
y a la muerte de ésta su sucesor: Pedro III (1728-1762). El matrimonio de ambos
jóvenes, siendo adolescentes, llevó a Sofía a la corte de San Petersburgo con
un propósito claro: dar a luz a un heredero. Nueve años tardó la joven Sofía en
alumbrar al futuro Pablo I, posiblemente hijo del primer amante de la futura
zarina, Serguéi Saltikov. A la larga, Pedro III sería incapaz de mantener una
relación conyugal con su esposa, con quien tardó años en tener relaciones
íntimas (si es que las mantuvo, no queda claro en el libro), y Saltikov será el
primero de una larga lista de amantes de Sofía, después Catalina II, con
quienes tuvo a sus hijos y en quienes buscaba compañía, intereses culturales
comunes, el amor que no recibió de su madre (y que no pudo dar a sus hijos por
razones de estado) y un solaz cotidiano en medio de las largas jornadas de
labor gubernativa.
La biografía que ha escrito
Massie no carga las tintas con el personaje. No es tampoco una hagiografía,
pero se nota que el trabajo del autor, tras años de lectura de todo tipo de
fuentes y bibliografía, incluyendo las memorias de Catalina y su amplísima
correspondencia, le ha cogido simpatía al personaje (de un modo similar a don
Manuel Fernández Álvarez con Carlos V).
Destaca el tesón de Sofía, que tras su conversión a la fe ortodoxa adoptaría el
nombre de Catalina (Yekaterina
Alekseyevna), por adaptarse a la corte rusa, ya desde jovencita, por
aprender a hablar y a escribir en ruso (algo que su marido, alemán hasta la
médula, siempre despreció); aprende a comportarse como una gran duquesa rusa, a
labrarse un lugar en la corte de una caprichosa emperatriz Isabel (que un día
le daba todo su cariño y al siguiente podía convertirse en una celosa rival), a
establecer alianzas con los principales funcionarios del gobierno; a gobernar,
se podría decir, pues el futuro Pedro III, estaba más interesado en jugar con
sus soldados de plomo y a lucir el uniforme militar de Holstein, o incluso el
prusiano. Massie nos ofrece en la primera mitad del libro la imagen de una
Sofía que ha asumido que su marido será incapaz de gobernar un vasto imperio a
la muerte de su tía Isabel; quizá la propia emperatriz era consciente de ello.
Tampoco la vida de Pedro fue fácil: arrancado siendo joven de su ducado alemán
natal, educado a base de golpes y dureza por un tutor excesivamente brutal,
para Pedro la corte rusa estaba a años luz de ser el lugar donde quería estar.
El lector se hace a la idea de que Pedro habría sido feliz comandando un
regimiento para Federico II de Prusia, el rey-soldado al que tanto admiraba (dejándose
éste querer y preparando el terreno para una alianza ruso-prusiana), vistiendo
el uniforme de su ducado natal y viviendo en Alemania, no en Rusia. Su
incapacidad para ocuparse de las tareas de gobierno del imperio que iba a
heredar así como su inmadurez eran más que evidentes para todos en la corte de
San Petersburgo. Para su esposa Catalina, sobre todo, que asumió un rol que, en
el pensamiento de algunos, podía pasar por el de una regente de su hijo Pablo,
en caso de que Pedro no gobernase, pero que para muy pocos, quizá para nadie,
tenía como objetivo asumir la corona imperial; algo que, a los pocos meses de
la muerte de Isabel y de un alarmante (des)gobierno por parte de Pedro III, germanizando
la corte rusa y poniendo el país prácticamente al servicio de quien hasta
entonces fue un encarnizado enemigo (Federico II), acabó por suceder.
Retrato de coronación de Pedro III, diciembre de 1761, Museo del Hermitage, San Petersburgo. |
Y es que leyendo los capítulos
dedicados al matrimonio de Pedro y Catalina, y a su labor como grandes duques y
por consiguiente herederos, el lector percibe que el futuro zar no estaba lo
que se dice mentalmente equilibrado. Para (divertida) muestra, un botón:
«Un día, cuando Catalina entró en la habitación, se encontró con una rata enorme, muerta, colgada en una horca en miniatura. Horrorizada, preguntó por qué estaba aquello yací. Pedro le contó que la rata había sido condenada por un delito que, según las leyes de la guerra, merecía la pena máxima; por tanto, había sido ejecutada en la horca. El delito que había cometido aquella rata fue trepar por las fortificaciones de una fortaleza de cartón que había sobre una mesa y comerse a dos centinelas de papel maché que estaban de guardia. Uno de los perros de Pedro apresó a la rata; la culpable fue sometida a consejo de guerra y colgada de inmediato. Ahora, declaró Pedro, permanecería expuesta a la mirada pública durante tres días, como ejemplo. Catalina lo escuchó y soltó una carcajada. Luego se disculpó y alegó que desconocía la ley militar. Sin embargo, Pedro se sintió herido por su actitud burlona y empezó a enfurruñarse. Antes de salir, Catalina le dijo que podría alegrarse a favor de la rata [,] que la habían colgado sin escuchar primero su defensa.» (p. 238)
No sé a vosotros, pero esta
escena me recuerda tanto otra de Veinte
años después de Alexandre Dumas –el duque de Beaufort, prisionero en
Vincennes por orden del cardenal Mazarino, organiza la ejecución de un cangrejo
de clarísimo color rojo, como los ropajes del odiado cardenal–, que al leerla
no pude evitar la tentación de imitar el ejemplo de Catalina. ¿Y este inmaduro
joven de veintiséis años iba a ser el heredero del imperio ruso? Las
circunstancias fueron a más, como relata con escrupuloso detalle Massie, y
finalmente, y sin proponérselo de antemano, Catalina toma la decisión de
derrocar a su esposo y asumir ella la corona. El asesinato de Pedro III fue
achacado a Catalina II, aunque para Massie la responsabilidad estuvo en el
círculo de nobles de confianza de la nueva zarina, que también la empujaron a
dar el paso de subir al trono; del mismo modo, Massie libera a la zarina de la
culpa por el asesinato de otro importante candidato al trono ruso, el efímero
zar Iván VI, sobrino de la emperatriz Isabel, y que éste recluyó en una
fortaleza: serían órdenes de esta zarina que sus custodios, en caso de que Iván
aspirara al trono (o fuera impelido a ello), cumplieron a rajatabla.
El gobierno de Catalina II como
zarina autócrata navega, en el libro de Massie, entre un deseo de establecer un
gobierno ilustrado (máxime en una voraz lectora y corresponsal de intelectuales
como Voltaire y Diderot) y la realidad de un imperio que se aferra a sus
tradiciones y a un entramado social en el que la servidumbre (que Catalina
deplora en la intimidad pero que no duda en mantener públicamente) impide que
Rusia pueda ponerse al nivel de países como Francia o Gran Bretaña. Catalina se
declara republicana e ilustrada, pero pronto se adapta a la realidad que la
rodea: la rebelión de Pugachov (1773-1774), en plena guerra de Rusia contra el
Imperio Otomano en la zona del Mar Negro, convence a Catalina de que los deseos
de un gobierno ilustrado son estériles, por impracticables. Del mismo modo, la
convocatoria de una asamblea de delegados que debería redactar un código legal,
y en la que Catalina depositó sus esperanzas más “ilustradas”, poco a poco
quedó en la nada, para decepción de una reina que asumió que los poderes
fácticos del imperio no estaban por la labor. Pero, ¿era sincera Catalina o su
pasión por las Luces y la Razón
era sólo una moda e incluso una pose? Voltaire no viajó nunca a Rusia, por
mucho que le insistiera Catalina, pero sí lo hizo Diderot, que además vendió su
biblioteca particular a la zarina y la asesoró en materia de adquisiciones
artísticas; pero Catalina se acabaría cansando, aburriendo, de un filósofo que
seguía siendo tan intelectualmente sugerente por carta como siempre, pero menos
estimulante como persona.
Catalina II hacia 1794. Retrato de Vladmir Lukich Borovikovsky, Galería Tretiakov, Moscú. |
La Realpolitik
tiñe la política exterior de la zarina, que no duda en zamparse, partición tras
partición, la parte del león de una Polonia en la que ha instalado como rey a
Estanislao Poniatowski, uno de sus amantes. En su adolescencia Catalina conoció
a Federico II de Prusia, quien estuvo muy interesada en que se casara con el
heredero del trono ruso, previendo una posible alianza entre ambos países. Una vez
en el trono, y tras la frustrante paz de su marido Pedro III (que significó la
salvación de Prusia en la
Guerra de los Siete Años), las relaciones diplomáticas de
Rusia y Prusia fueron tensas, dirigidas por dos leones que se miraban desde
lejos, desconfiando el uno del otro, pero dispuestos a colaborar si el objetivo
lo merecía. Con el estallido de la Revolución Francesa,
Catalina se muestra prudente; el cambio se produjo con la ejecución de Luis
XVI, que obsesionó a la zarina y en sus últimos años asumió una decidida
oposición al pensamiento republicano francés y, en lo que a ella le repercutía,
a exacerbar la censura en su propio país.
Quizá a estas alturas de la
reseña el lector considere que ya se ha hecho una idea del libro. Tenga claro
que se va a encontrar con una amenísima biografía, con un retrato pormenorizado
(pero no agotador) de la vida de la princesa en la corte, de su tarea de
gobierno como zarina y de sí misma como mujer que, durante todo su reinado,
siempre buscó un hombre con el que compartir el día a día. El lector tiene en
la retina un nombre, Grigori Potemkin (1739-1791), sobre el que se han creado
clichés y mitos (los “pueblos de Potemkin”, la guerra en Crimen y el Mar Negro)
y que quizá fue el hombre más importante en la vida personal de Catalina. Pero
no fue el único. Massie analiza a fondo la figura del favorito en la corte de
Catalina II, cuántos tuvo la zarina, qué desarrollaron, qué esperaba de cada
uno de ellos. Al mismo tiempo, observará como Catalina vio pasar su vida en diversas
etapas, ya sea a través de sus memorias o de la correspondencia con favoritos,
amantes y otros soberanos de la época.
El resultado es un vívido texto,
asequible para todo tipo de lectores, que se lee con interés y que bucea en la
personalidad de la emperatriz. Quizá para lectores de otras biografías (la de
Henri Troyat, por ejemplo), este libro no les aporte mucho más. Pero desde
luego se erige en un libro que vale la pena leer y, a la postre, disfrutar.
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