Volvamos por un momento a American Beauty, la madre del cordero. La película exploraba sin ambages, y en momentos de cambio de milenio, temas como la liberación personal, la incomunicación del matrimonio (ese muro casi insalvable); el viaje (quizá el trance o incluso el trauma) a través de la adolescencia, la búsqueda de una felicidad que vaya más allá del éxito económico, por muchos sofás de seda italiana o coches caros que comprases, y que nunca alcanzabas; la familia (el gran tema americano); la vida en un barrio residencial (anticipando la desesperación de Betty en Mad Men, continuando la tradición literaria norteamericana de mediados del siglo XX, de Richard Yates a John Cheever). Carolyn (Annette Bening) simbolizaba ese apariencia ("para triunfar hay que proyectar una imagen de éxito en todo momento", le decía Buddy Kane, 'el rey del inmueble', el espejo en el que ella se miraba), que sin embargo no enmascara la insatisfacción, el miedo y, a la postre, el fracaso. Por su parte, Lester (Kevin Spacey) se liberaba de las trabas de un trabajo que existencialmente no le aportaba nada, mientras buscaba en un restaurante de comida rápida esa ausencia de responsabilidad que, ya en la madurez, el cuerpo le pide, así como la necesidad de escapar, de romper barreras, incluso personales. Como luego se desarrolló en A dos metros bajo tierra, la fantasía era la válvula de escape, la desconexión, siquiera momentánea, que Lester encontraba en el personaje de Angela (Mena Suvari, no es casual su presencia en algunos capítulos de la serie), la amiga de su hija Jane (Thora Birch). La belleza se mostraba como algo cercano pero al mismo tiempo incalzanble. Es inevitable recordar estas secuencias de la película, estos temas: todos ellos, y algunos más, aparecen de un modo u otro en A dos metros bajo tierra.
Comentaba ayer que el tema esencial de la serie es la muerte, su vivencia (sí, es un oxímoron), el modo de encararlo, de superarla (algo imposible), de aceptarla. Tras los magníficos títulos de crédito iniciales, con el tema musical de Thomas Newman, en el teaser inicial aparecían breves secuencias de diferentes tipos de muerte, convirtiéndose en una de las señas de identidad de la serie. Muertes de todo tipo, de personas que luego pasaban a convertirse en clientes de Fisher & Sons. Y el tipo de muerte era en sí mismo una parábola de la propia vida: no siempre morimos como queremos… a menudo es algo absurdo...
en ocasiones, ni siquiera somos escuchados...
es algo trágico...
es terrible...
y a veces incluso es una liberación para los otros. Cada capítulo, una muerte. Una historia que contar. Unas personas que se fueron y que nos dejaron en este páramo en el que se convierte la vida. Sobrevivir a ello, a la muerte de un ser querido, de un padre, de un hijo. A los Fisher también les afecta, ya con la muerte del patriarca en el piloto; para Nate llegó a ser un clamor a la luz de unos faros en una fosa cualquiera. Y la muerte les golpeó a todos ellos en la quinta temporada (spoiler).
Resulta, por tanto, necesaria y deseada, la evasión, la fantasía, para huir de la muerte convertida en asunto profesional. David se evade, Claire fantasea (e incluso se rompe), Nate sueña, Ruth busca en The Plan un modo de realizarse pero explota. Una y otra vez. El surrealismo aparece en cada capítulo, incluso en la realidad: Brenda también fantasea sexualmente, y hasta su imaginación le juega malas pasadas. Incluso un personaje como Rico, que al espectador se le hace antipático en la cuarta temporada, tiene sueños y fantasías sexuales de imaginería religiosa. Alucinaciones, sueños, fantasías, el subconsciente a toda pastilla, apariciones (ese Nathaniel Fisher que siempre se les aparece a sus hijos o a su esposa en diversos momentos de la serie). El gran referente televisivo de esas fantasías estaba en Twin Peaks (ABC, 1990-1991) el sueño del agente Cooper, la habitación roja, el enano, Laura Palmer susurrándole al oído el nombre de su asesino. A dos metros bajo tierra bebió de secuencias como esa, pero también de otras, en series que en muchos sentidos están a las antípodas como Ally McBeal (Fox, 1997-2002), y dejó huella en productos como Eli Stone (ABC, 2008-2009). La serie podía pasar de ese surrealismo en las alucinaciones y fantasías a un humor negro, macabro se podría decir, en la vida real de los personajes; como en el capítulo en que Nate visita diversas empresas funerarias para aprender sobre el negocio, ya que se va a quedar finalmente en casa.
La familia, como en la película de Sam Mendes, y ya fueran los Fisher, los Chenowith o los Díaz, no es perfecta, ni mucho menos: es (aparente) incomunicación, es una parodia de sí misma, es dolor,... pero finalment acaba erigiéndose en el único refugio que nos queda.Desde luego, Ruth, la matriarca, es una mujer inestable, irascible, furiosa y descontenta con la vida que le ha tocado vivir; la relación con Claire es complicada; incluso con su hermana Sarah no tiene una buena relación.
Por su parte, who’s Nate? ¿Qué busca en esta vida? Quizá ni él mismo lo sabe... todavía. Nate siempre busca respuestas, su idealismo no tiene límites; incluso cuando el dolor le atormenta del modo más descarnado, cuando en el final de la segunda temporada su vida pende de un hilo, Nate sigue buscando respuestas. La relación con Brenda es compleja; en la quinta temporada, después de todo lo que han vivido los dos personajes, para bien o para mal, la discusión es constante. Una de las preguntas que me planteo cuando veo a Brenda a lo largo de toda la serie es si es feliz. ¿Alguna vez lo fue? ¿Realmente el haber crecido en esa familia, con esa madre, ese hermano, tanto la han cambiado? ¿O ella misma es como el reverso de Nate? Quizá siga buscando también respuestas...
Por su parte, tenemos a David. A veces, en su represión consciente y autoinducida, muestra carácter. Pero le persiguen constantemente las dudas: dudas con el modo de mostrar su sexualidad (no de aceptarla, para eso no tuvo nunca problemas), sobre su relación con Keith, sobre la posibilidad de tener hijos (el sueño del Egg Man), sobre su trabajo en Fisher & Sons. Nos lo preguntamos también: ¿qué quiere hacer David en esta vida antes de pasar al otro lado? Del mismo modo, como Jane en American Beauty, está Claire y su paso por la adolescencia. De la desubicación en la primera temporada a la marcha hacia un futuro desconocido pero esperanzador en el capítulo final de la serie, subiéndose a ese coche, poniendo un cedé, esa mirada final. Claire prueba/juega con el arte, lo practica como algo más que una materia de clase, con su propio talento en la fotografía y los collages (¿el arte como al escuela de la vida?, otra gran pregunta serial), se enfrenta a las consecuencias de sus actos, experimenta con su sexualidad. Claire es ternura, es un constante aprendizaje, es adolescencia en estado puro, es esperanza.
Tras toda esta parafernalia de enlaces y aforismos, ¿cómo dudar de que A dos metros bajo tierra es LA serie por antonomasia? No es la única, desde luego. Fue una serie de transición, entre la ficción de los años noventa y la serialidad de (otra) Edad Dorada de la Televisión, aquella que se inició con Lost en 2004. La serie de Alan Ball nos enseñó que la muerte es parte de la vida (si no lo sabíamos ya), nos encariñó con la familia Fisher, convirtiéndolos en parte de nuestra propia familia; nos indujo a reflexionar sobre el mundo que nos rodea, en pequeña escala. Nos emocionó con su final, nos dejó huérfanos. Al menos en mi caso, fue la primera serie que me dejó con esa sensación de que algo se ha ido, ha muerto, esas sensaciones no volverán. Queda el revisionado de la serie, pero ¿no os queda a los que la visteis la sensación de que cuando la repasáis es como si pasárais las páginas de un álbum de fotos? Sonriendo ante viejos recuerdos...
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