Fui a verla anoche. Basada en dos de los cuatro relatos que forman el
libro, del mismo nombre, de Alberto Méndez, se trata del retorno de José
Luis Cuerda a la gran pantalla tras su excelente película La lengua de las mariposas (1999). Y si en esta última Cuerda nos llevaba a los tiempos previos a la Guerra Civil, con Los girasoles ciegos nos situamos en la primerísima posguerra.
En Ourense, en 1940, una familia vive entre la clandestinidad y el engaño: el padre, Ricardo (Javier Cámara), un profesor republicano de instituto, prófugo y perseguido por la justicia franquista, lleva escondido desde julio del 36 en su casa, en un refugio entre paredes tras un armario. Trata la familia de llevar una vida normal: la madre, Elena (Maribel Verdú), cuida de su marido y del pequeño Lorenzo (Roger Príncep), mientras ve como su hija mayor, Elenita (Isabel Soriano), embarazada, marcha con su novio (Martín Rivas) a un exilio forzado en Portugal. Las cosas se complican con el nuevo profesor de Lorenzo, el diácono Salvador (Raúl Arévalo): un personaje atormentado, que vé como su fe flaquea tras haber servido como alférez en el ejército sublevado durante la guerra, que ha matado y sabe lo que ello significa, y que se deja llevar por la lujuria cuando conoce a Elena.
De las dos historias que se narran en la película, la mejor es la del
diácono, Elena, el pequeño Lorenzo y el padre prófugo en su propia casa.
La segunda, la huida de los dos jóvenes enamorados a Portugal, apenas
se toca: si no se hubiera añadido al resto del metraje tampoco se habría
notado nada.
El guión de Cuerda y de Rafael Azcona (su último guión) es pausado,
contenido, algo maniqueo en ciertos personajes (los falangistas y
sacerdotes fieles al régimen). Los diálogos entre Salvador y el rector
del seminario al que pertenece (Jose Ángel Egido) son soberbios: a
través de ellos conocemos a Salvador, sus cuitas y sus obsesiones, sus
miedos y sus traumas. Del mismo modo, Javier Cámara construye con
sobriedad a otro personaje atormentado: el padre de familia enclaustrado
en su hogar, obligado a esconderse del resto del mundo para salvar su
vida. Es curioso: el diácono casi está deseando salir del seminario y
del colegio encegado por las caderas de Elena, mientras Ricardo está
condenado a mantenerse escondido en su casa, traduciendo textos al
alemán para que su mujer los venda y así sacar adelante a la familia.
La ambigüedad del personaje del diácono se refleja también en unas
interpretaciones en general correctas pero carentes de un poco más de
profundidad, de emoción si acaso. Raúl Arévalo engola demasiado su voz,
Maribel Verdú no acaba de despegarse de retazos de papeles anteriores;
quizá sea Javier Cámara quien aporte lo mejor de sí mismo, recitando
incluso un poema de Machado, así como Jose Ángel Egido como el
Mefistófeles particular del diácono, como su Pepito Grillo, como si
supiera perfectamente qué pasa por la cabeza de su pupilo. Las escenas
finales, tras el clímax en la narración, quizá son demasiado
esquemáticas e incluso redundantes: uno mismo se pregunta si Elena y
Lorenzo saldrían tan bien parados como la película muestra, teniendo en
cuenta los "crímenes" cometidos (dar refugio y ocultar a su marido
rojo).
En general, una buena película, recomendable, aunque es cierto que esperaba más de Cuerda (y Azcona): quizá el recuerdo de La lengua de las mariposas esté aún demasiado presente.
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