Probablemente la imagen que tengamos de Flavio
Claudio Juliano Augusto (332-363) sea la que ofrece Gore Vidal en una de sus
mejores novelas históricas,
Juliano el Apóstata.
Y quizá tengamos también esa imagen del joven emperador, émulo de
Alejandro, obsesionado por devolver el imperio al paganismo, filósofo
por encima de todo. Y es posible que no andemos muy errados. Pero tras
casi cincuenta años de presencia cristiana en las instituciones, en la
vida religiosa (con sus querellas dogmáticas), en la sociedad (aunque
con matices, especialmente para Occidente), un paso atrás, un cambio de
rumbo ya era difícilmente irrealizable; especialmente si el paganismo, o
mejor dicho, si la sociedad pagana, con todo lo que ello conlleva,
apenas hacía un esfuerzo por restaurar un estado de cosas que ya no
tenía vuelta de hoja. El tiempo no se detiene, las costumbres cambian,
los templos se vacían, el incienso arábigo ya no llega con el volumen de
antes y los hombres caminan hacia otra esfera. No por ello el eco del
mundo pagano, en todas sus vertientes, se olvidó, pero los recién
llegados (cristianos) no iban a permitir un viraje de tal magnitud.
Lucien Jerphagnon (1921-2011), helenista e historiador de la
filosofía, tuvo una larga carrera. De su ingente obra, en castellano
apenas se ha traducido su Historia de la Roma antigua (Edhasa, 2007),
obras filosóficas como Elogio del pesimismo (cualquier tiempo pasado fue
mejor) (Barril y Barral, 2010) y otras obras más, y el presente Juliano
el Apóstata: historia natural de una familia en el Bajo Imperio (Edhasa,
2010), que, para variar, llega con casi veinticinco años de retraso.
Pero llega. Congratulémonos. Y hagámoslo porque estamos, de entrada,
ante un libro tremendamente ameno. Mucho. No me lo podía esperar cuando
empecé a leerlo y, agradeciendo que la traducción haya respetado el
estilo del autor (aunque podría haber mejorado en cuanto a algunos
topónimos), de pronto me vi enganchado a una lectura tan novelesca como
la que nos ofrece Gore Vidal en su texto.
El retrato que Jerphagnon nos ofrece de Juliano es el de un
superviviente, en muchos sentidos. Del mismo modo que Tolstói comenzara
Anna Karénina con una de esas frases antológicas («Todas las familias
felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un
motivo especial para sentirse desgraciada.»), la historia de Juliano
comienza con unas segundas nupcias, que lo complican todo: las de
Constancio Cloro, padre de Constantino I, casado con Flavia Maximiana
Teodora, hija de Maximiano, augusto, y de quien fue césar durante casi
quince años (reinando apenas uno como augusto). De este matrimonio
nació, entre otros hijos, Julio Constancio, padre del futuro Juliano y
de su hermanastro Galo. Ambos serían césares, sólo el primero alcanzó el
trono imperial. A lo que íbamos: unas segundas nupcias para Constancio
Cloro, varios hijos más que añadir a una familia en la que quedó
apartado (desde los ojos de Diocleciano y Maximiano, augustos de la
Tetrarquía) su hijo mayor, Constantino. Futuro emperador. Único. La
historia de la Tetrarquía (284-324), con sus éxitos iniciales y sus
crecientes complicaciones, una vez que su creador, Diocleciano, se
retiró para cuidar de sus jardines en Spalatum (Split) es bien conocida.
Al final sólo pudo quedar uno, y ese fue Constantino I. Pero al morir
en el año 337, dejando el imperio repartido entre sus tres hijos
(Contantino II, Constancio II y Constante), y con varios cargos para sus
hermanastros y primos, la situación era compleja. Y los tres augustos
tomaron una decisión que en cierto sentido emularían los sultanes
otomanos siglos después: eliminar a la parentela. Sólo se salvaron Galo y
Juliano, apenas unos chiquillos. Luego las disputas fraternales fueron
dejando a Constancio II como único emperador; pero tras la muerte de
Constante (350) por el usurpador Magnencio, Constancio necesitaba a
alguien para gobernar la mitad del imperio. Se acordó de aquellos primos
que había dejado con vida, y designó césar al mayor, Galo. Poco duró la
experiencia: según el relato de las fuentes, los excesos de Galo
forzaron a Constancio a deponerle y ejecutarle. Pero seguía necesitando a
alguien como césar, y de la familia apenas le quedaba alguien en quien
confiar dicha misión: Juliano, césar desde el año 355. El superviviente
había alcanzado el poder.
Todos estos avatares los relata, lo dicho, con un tono muy ameno,
Jerphagnon. Y nos cuenta también la historia de Juliano, un
superviviente del paganismo. Criado en la fe cristiana, aunque apenas de
nombre, Juliano se educó en el amor a la literatura, la filosofía y el
pensamiento de los grandes clásicos griegos (esencialmente) y romanos de
siglos atrás. Del neoplatonismo de Plotino y Jámblico, Juliano bebe con
ahínco, para devorar con pasión los textos de Platón, algo de
Aristóteles y empaparse del estilo de Marco Aurelio. Todo ello, durante
muchos años, en secreto, sin que ninguno de los agentes in rebus que
espían para la corte puedan decirle a Constancio, arriano convencido,
que su primo y posterior césar se inicia en los misterios eleusinos, se
forma en la escuela de Libanio, el rétor, o escribe textos en los que
reivindica a los filósofos y escritores antiguos. De ese ensimismamiento
en los antiguos Juliano saca fuerzas de flaqueza, sí, pero también la
obsesión, una vez en el poder, por restaurar el paganismo en una
sociedad que camina hacia otra parte.
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Moneda de Juliano acuñada en Antioquía (361-363) |
Hay muchos debates en torno a la figura de Juliano, y Jerphagnon los
sirve con un estilo de alta divulgación, sin necesidad de un aparato
crítico y con una selección bibliográfica más bien escueta al final.
Juliano el Rey Filósofo uno vez en el poder; pero no al estilo de Marco
Aurelio, sino rememorando el período helenístico, donde se habría
sentido a sus anchas. Juliano el pontífice máximo que pugna por
restaurar el culto de los dioses paganos, siendo consciente (o
haciéndose el inadvertido) de que hay mucho oportunista de última hora
que trata de subirse al carro del augusto recién llegado. Juliano el
progresivamente hastiado luchador contra los excesos del clero y los
profesores cristianos, a los cuales niega la enseñanza de los clásicos a
menos que realmente crean en ellos. Juliano el depurador de una corte
de sicofantas, cargos onerosos y eunucos que amargaron su juventud y su
cesarato en las Galias, siempre llenando los oídos de Constancio con
maledicencias y falsos rumores. Juliano el gobernante que trata de
mejorar la gestión de un imperio vasto y difícil de gobernar. Juliano el
romano que nunca visitó Roma. Juliano el conquistador que trata de
emular a Trajano y acaba con su vida, a causa de un lanzazo, en Samarra,
apenas veinte meses después de llegar al trono. Muchos Julianos en un
corto reinado.
Se podría pensar que Jerphagnon convierte su relato en una encendida
defensa del personaje. No es así: el autor tiene claros los errores de
Juliano (la campaña contra los cristianos a través de su prácticamente
perdido texto Contra los galileos, la campaña persa, su obsesión por el
paganismo), pero también resalta las virtudes de un emperador que de
buena fe trataba de mejorar la vida de los habitantes del imperio, que
se mostraba tolerante con las creencias ajenas (siempre y cuando no se
inmiscuyeran en las de otros), que apenas se manchó las manos de sangre o
que, ya puestos, habría que decir de él que no fue un apóstata, pues
nunca fue cristiano de corazón. Al final del relato nos queda, con el
apoyo de los discursos, cartas y textos filosóficos de Juliano, de su
(autoconsiderado) enemigo Gregorio Nacianceno, de su maestro Libanio, de
Amiano Marcelino (todos ellos coetáneos), y de fuentes posteriores como
Eutropio o Zósimo, una imagen de Juliano que le sitúa con más detalle
en su contexto y en la controversia religiosa por él desatada. Y nos
queda un libro que vale la pena leer (y disfrutar), para conocer un poco
mejor a este personaje. En verdad os lo digo.