«–Roma es nuestro rey, señor Orobazus, aunque la nombremos con una forma femenina y digamos «ella». Los griegos se supeditaban a un ideal, vosotros os subordináis todos a un hombre, vuestro rey, pero los romanos nos subordinamos a Roma y sólo a Roma. Nosotros no doblamos la rodilla ante ningún ser humano, señor Orobazus, del mismo modo que no nos doblegamos ante ningún ideal abstracto. Roma es nuestro dios, nuestro rey, nuestra vida. Y aunque todos los romanos se esfuerzan por acrecentar su reputación y ser más grandes ante sus compatriotas, en último extremo todo va dirigido a acrecentar Roma y a la grandeza de Roma. Nosotros, señor Orobazus, adoramos un lugar, no a un hombre. No un ideal. Los hombres pasan por la tierra en un vuelo, y los ideales se esfuman conforme soplan los vientos filosóficos, pero un lugar es eterno mientras los que viven en él lo amen, lo cuiden y lo engrandezcan. Yo, Lucio Cornelio Sila, soy un gran romano, pero al final de mi vida todo lo que haya hecho será para engrandecer el poder y la majestad de donde he nacido: Roma. Hoy estoy aquí, no por cuenta propia, ni por cuenta de otro hombre, sino por cuenta de ¡Roma! Si firmamos un tratado, quedará depositado en el templo de Júpiter Feretrius, el más antiguo de Roma, y allí se conservará sin que sea mío ni siquiera lleve mi nombre. Un legado para la grandeza de Roma.
[…]
–¡Pero un lugar, Lucio Cornelio -adujo Orobazus-, no es más que un conjunto de objetos! Si es una ciudad, es un conjunto de edificaciones; si un santuario, un conjunto de templos; si un paisaje, un conjunto de árboles, rocas y campos. ¿Cómo un lugar puede generar ese sentimiento, esa nobleza? Miráis un conjunto de edificaciones, pues ya sé que Roma es una gran ciudad, ¿y qué es lo que hacéis en consideración a esos edificios?
–Esto es Roma, señor Orobazus –replicó Sila, tendiendo la vara de marfil y tocando el musculoso antebrazo, blanco como la nieve––. Esto es Roma –añadió apartando los pliegues de su toga para mostrar la equis curvada de la silla plegable–. Esto es Roma, señor Orobazus –repitió, extendiendo el brazo izquierdo, cubierto de pliegues de la toga, y tocando la tela y haciendo una pausa para mirar aquellos pares de ojos clavados en él desde abajo–. Yo soy Roma, señor Orobazus, igual que todo aquel que se llame romano. Roma es un cortejo que se remonta a mil años, en tiempos en que un huido de Troya llamado Eneas puso pie en las playas del Lacio, originando una raza que fundó hace seiscientos sesenta y dos años un lugar llamado Roma. Durante un tiempo, esa Roma fue gobernada por reyes, hasta que los romanos repudiaron el concepto de que un hombre pueda ser más poderoso que el lugar que le ha visto nacer. No hay ningún romano más grande que Roma. Roma es el crisol de los grandes hombres. Pero lo que son y lo que hacen es para gloria de ella, son su contribución a ese cortejo que continúa. Y yo os digo, señor Orobazus, que Roma perdurará mientras los romanos la quieran más que a sí mismos, más que a sus hijos y más que a su propia fama y triunfos. –Hizo otra pausa y respiró hondo–. Mientras los romanos quieran más a Roma que a un ideal o a un solo hombre.» (pp. 261-262)

Apiano nos legó
un completo relato de las guerras civiles romanas desde el tribunado de Tiberio
Graco y hasta la derrota de Sexto Pompeyo en Nauloco; prácticamente un siglo de
historia, pero pasa de puntillas, por no decir que ni se acerca, a la década de
los años 90 a.C.:
entre los sucesos de Saturnino (100
a.C.) [Romaikia, I, 33] y el asesinato de Marco Livio
Druso (finales del año 91 a.C.)
[I, 34] prácticamente el único hecho destacado que menciona el historiador
alejandrino es el retorno de Metelo el Numídico. De Dión Casio nos quedan
fragmentos y nos quedan las biografías plutarquianas de Mario y Sila como
fuentes principales (siendo fuentes muy discutibles, especialmente la biografía
de Mario). Estamos, pues, ante una laguna en las fuentes, terreno perfecto para
la ficción literaria. Y Colleen McCullough lo consigue con grandísima
verosimilitud en la primera mitad de esta novela. De este modo se nos ofrece un
relato vívido de la Roma
del período, sí, del camino hacia la guerra abierta con los aliados itálicos;
pero también un relato de escenarios que serán fundamentales en las décadas
siguientes, como Anatolia, donde se cierne la amenaza de Mitrídates VI Eupátor
del Ponto. La presencia romana en la zona se circunscribe en estos momentos a
la reducida provincia de Asia (más aún desde que el padre de Manio Aquilio,
personaje que desencadena con su codicia la guerra contra Mitrídates en el año 88 a.C., vendiera al padre de
este rey la Frigia
que originalmente pertenecía al reino de Pérgamo, ahora provincia romana). Pero
esta presencia se ve amenazada, decíamos, por las apetencias de un rey pontino
que ansía controlar toda la península anatolia (mientras deja en manos de su
yerno, Tigranes de Armenia, el Levante asiático y un enfrentamiento con el rey
de reyes parto). Y en estas tesituras, McCullough nos muestra una posible
entrevista (las fuentes dejan entrever que se vieron) entre Mario y Mitrídates.
Además, en otra laguna importante en la biografía de Sila (los especialistas
discuten acerca del año de su propretura en Cilicia, con una orquilla entre los
años 97 y 92 a.C.,
siempre antes de la guerra itálica), se nos ofrece otra entrevista de Sila con
Mitrídates. Ambos momentos, magisralmente reconstruidos desde la ficción, nos
demuestran que Colleen McCullough no sólo conoce a fondo el período que narra,
sino que crea un relato ficticio que huele y sabe a verosimilitud.
Pero es la
guerra itálica (91-87/82 a.C.), y el camino hacia ella, la que centra dos terceras partes de
esta entrega de Masters of Rome. Y un personaje esencial: Marco Livio Druso, el
tribuno de la plebe conservador pero consciente de que la situación de rencores
de los itálicos hacia Roma y de desprecio de ésta a los primeros no puede durar
más. Quizá sea este Marco Livio Druso otro de los grandes aciertos de la saga
de McCullough: un personaje del que las fuentes han dejado pocos datos pero que
la pluma de la escritora ha conseguido insuflarle una vida llena de detalles:
superviviente del desastre de Arausio, casado con la hija del Quinto Servilio
Cepión que robó el oro de Tolosa, relacionado con las principales familias
romanas de la época, dueño de una fortuna inmensa, así como de una clientela
que se acrecentó con el juramento de lealtad que los itálicos realizaron a
favor suyo (y que sirvió de modelo del juramento que tota Italia hizo al joven
Octaviano en el año 32 a.C.;
no se acaban aquí las conexiones de Druso con el futuro Augusto, pues Livia, su
esposa, era nieta de Druso). El tribunado de Druso fracasó en su empeño de conceder
pacíficamente la ciudadanía romana completa a los aliados itálicos y se inició
una guerra, que tenía mucho por no decir todo de civil; contamos en castellano
con el libro de Luis Amela Valverde, El
toro contra la loba: la guerra de los aliados (91-87 a.C.) [Signifer, 2007],
en el que el lector podrá observar como relato de McCullough de este conflicto
está sólidamente construido.

Esta es mi
novela favorita de la saga. Por la tensión narrativa, por la riqueza de
personajes, situaciones y escenarios, por el modo en que desde la ficción se
puede recrear verosímilmente una década casi perdida en las fuentes del período.
Y es quizá la mejor novela de toda la serie, la más completa, la mejor escrita
(y diría traducida, a pesar de las numerosas erratas tipográficas). El
enfrentamiento entre Mario y Sila, cocido a fuego lento, pero que cuando
explota lo hace con inusitada violencia y abriendo la puerta para (marchas
sobre Roma mediante) el desmantelamiento progresivo del sistema republicano.
Nunca un ejército había marchado sobre Roma (Sila fue el primero), se abrió la
caja de Pandora y los vientos que de ella surgieron transformaron Roma. Se
percibe en la novela ese cambio en las mentalidades de la época: cómo los
personajes asumen que todo ha cambiado en los últimos veinticinco años. Y
precisamente son los primeros grandes cambios desde el tribunado de los
hermanos Graco, pero no los últimos.
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