La historia no se repite: no habrá un Cuarto Reich: el neonazismo sigue contando con adeptos, pero en ningún lugar ha dado muestras de acercarse siquiera a poder lograr un poder político real. El legado del Tercer Reich es mucho más amplio. Se extiende mucho más allá de Alemania y Europa. El Tercer Reich pone de relieve con mayor intensidad las posibilidades y las consecuencias del odio y la destructividad humanos que existen, aunque sea sólo en su mínima expresión, dentro de cada uno de nosotros. Pone de manifiesto con terrible claridad las consecuencias potenciales en último extremo del racismo, el militarismo y el autoritarismo. Muestra lo que puede pasar si algunas personas reciben un trato menos humano que otras. Plantea con la mayor crudeza posible el dilema moral al que todos nos enfrentamos en un momento u otro de nuestras vidas, de conformidad o resistencia, de acción o inacción, en las situaciones concretas con que nos topamos. Por eso, lejos de desvanecerse, el Tercer Reich sigue despertando el interés de los pensadores de todo el mundo después de haber pasado a la historia (p. 956).
Comienzo la reseña de este libro con las últimas frases del mismo, pensando en que, es cierto, casi ochenta años después de que el NSDAP alcanzara el poder en Alemania, el Tercer Reich (nombre impropio, como comenta Evans, pues para los nazis se trataba del «Gran Reich alemán» (Grossdeutsches Reich) sigue suscitando un enorme interés. Cada año se publican decenas, quizá cientos de libros sobre el tema; las revistas académicas se nutren de miles de artículos, el público en general sigue interesándose por artículos y reportajes en revistas divulgativas. El cine sobre el nazismo nos sigue atrayendo, devoramos documentales al respecto. Una novela como Las benévolas de Jonathan Littell (2007), con su controvertido planteamiento, remarcó, por si hiciera falta, que el interés por el Reich nazi sigue muy presente en la actualidad.
Y entre los numerosos libros sobre el Tercer Reich (aceptaremos la convención del término) destaca esta novedad al mercado hispano: El Tercer Reich en guerra (1939-1945) de Richard J. Evans. Quizá sea reiterativo recordar que Evans (n. 1947) no es precisamente un recién llegado a esta temática. Profesor en diversas universidades británicas y alemanas durante muchos años, ha dedicado prácticamente toda su vida académica al estudio de la historia de Alemania. Su ingente obra daría para una amplísima reseña; no aburriré al personal, al que remito a echar un vistazo a su página web. Sí quisiera destacar que, previamente a sus libros sobre el Reich nazi, Evans ya apuntó maneras con In Hitler’s Shadow: West German Historians And The Attempt To Escape From The Nazi Past (1989), libro en el que remarcaba las conexiones entre los historiadores conservadoras de la RFA en relación con el estudio del nacionalsocialismo. Se distinguió Evans, además, en la Controversia Irving posicionándose claramente contra este historiador revisionista, en cuyo juicio por una demanda contra la historiadora estadounidense Deborah Lipstadt (a la que acusaba de denigrarle) testificó a favor de la demandada, demostrando el negacionismo de Irving en su obra; fruto de todo ello es su libro Lying About Hitler: History, Holocaust, And The David Irving Trial (2001).
Richard J. Evans
Pero es sin duda su trilogía sobre el Tercer Reich la que le ha dado un enorme prestigio, iniciada en 2003 con La llegada del Tercer Reich (Península, 2005). En este primer volumen Evans narra los orígenes del NSDAP, retrotrayéndose a las décadas anteriores para examinar las bases del antisemitismo alemán y el caldo de cultivo que, durante laRepública de Weimar, permitió a los nazis convertirse progresivamente en un partido de masas, hasta alcanzar el poder el 30 de enero de 1933 con la designación de su líder, Adolf Hitler, como canciller del Reich por un renuente presidente, el mariscal Paul von Hindenburg. Y no sólo ello, sino que Evans analizó los primeros seis meses del mandato de Hitler, durante los cuales el sistema democrático de partidos fue destruido sistemáticamente y se pusieron las bases para la dictadura nazi que, de facto, ya existía un año antes de la muerte de Hindenburg.
En el segundo volumen de la trilogía, El Tercer Reich en el poder, 1933-1939 (Península, 2007), Evans describe el régimen nazi durante los años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Permitidme que cite los comentarios de David L en el foro de Hislibris, que sintetiza perfectamente este volumen y a cuyos comentarios no añadiría ni una coma más:
El libro se compone de siete capítulos, prácticamente podríamos hablar de que son pequeñas monografías sobre diversos aspectos del Tercer Reich, en donde el autor nos muestra ampliamente las características más importantes del régimen nazi. Evans no se deja ni un apartado a estudiar sobre el Tercer Reich: las fuerzas de orden público como fuerzas represoras y mantenedoras del orden nacionalsocialista; la imposición cultural como revolución más que como tradición; el intento de sometimiento de las distintas religiones existentes en el país (católicos y protestantes); la apuesta personal de Hitler por una economía basada inexcusablemente en el rearme y con un objetivo final, la guerra y la ampliación de territorios; el estudio de las distintas clases sociales en Alemania y su posición personal ante el régimen; el racismo como base de toda su obra de gobierno y como soporte ideológico; y, por último, la política internacional desarrollada por Hitler basada en la constante reclamación de territorios en la Europa Central y del Este.
En este volumen Evans ya anticipaba los orígenes del Holocausto nazi, (la arianización de la economía) como ya lo había hecho en el primer libro, con las primeras medidas contra profesionales académicos y de las profesiones liberales expulsados de sus trabajos ya en la primera mitad de 1933. Saul Friedländer, en su magistral díptico sobre el Holocausto (permitidme que me autocite), incidía:
En las experiencias de las víctimas judías desde que el 30 de enero de 1933 Paul von Hindenburg, presidente del Reich alemán, designa canciller a Adolf Hitler, el líder del partido xenófobo y extremista NSDAP. Ya en los primeras semanas después del nombramiento de Hitler, comienza la persecución de los judíos en Alemania. De este modo, El Tercer Reich y los judíos (1933-1939). Los años de la persecución empieza, casi in media res, con la expulsión de artistas e intelectuales de universidades, colegios, orquestas, editoriales, diarios, etc. Se inicia un proceso de persecución de médicos, abogados, científicos, periodistas, funcionarios,… judíos. Este libro sigue, de modo temático a la par que siguiendo la cronología de la primera parte del régimen nazi, los pasos que, desde el verano de 1942, se convertirá en la Shoa. Se recoge y se potencia un caldo de cultivo en la Alemania de las décadas anteriores y se vigor de ley a la diferenciación entre arios y no arios. Las Leyes de Núremberg en 1935 fijan los principios fundamentales del Estado racial nazi. Se inician las primeras campañas de esterilización y de eutanasia de lo que los nazis consideran miembros degenerados de la sociedad aria alemana. La Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos (9-10 de noviembre de 1938) es el primer gran pogromo a nivel nacional… pero la violencia contra los judíos ya llevaba cinco años ejerciéndose de manera legal. Para cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, el régimen nazi ha previsto qué hacer con los judíos, aunque las fases del exterminio serán graduales y paulatinas, premeditadamente decidido años antes de que empezaran a funcionar las cámaras de gas y los crematorios en Auschwitz, Belzec, Chelmno, Sobibor, Majdanek y Treblinka.
El segundo volumen de Evans termina con la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939, punto en el que arranca este tercer volumen y del que ya es hora que digamos algo en concreto. Volumen amplio, casi mil páginas de texto, es una historia del Tercer Reich durante la guerra, y no a la inversa. Y es importante matizarlo porque Evans sitúa su interés en la Alemania y los alemanes, no en la guerra en sí, aunque, por supuesto, se narra el conflicto y su desarrollo. De hecho, hay momentos y episodios del conflicto a los que Evans da importancia —la conquista de Polonia, la exitosa campaña occidental de 1940, Barbarroja y la carrera hacia Moscú, Stalingrado, los bombardeos estratégicos sobre las ciudades alemanas desde 1943— pues imbrica en ellos las experiencias de los alemanes, recurriendo a testimonios de primera mano (diarios y cartas) de soldados y civiles, así como a los textos oficiales y los discursos de los jerifaltes nazis.
Estructurado en siete capítulos, un eje central en prácticamente todos ellos es el asesinato en masa de millones de judíos que los nazis convinieron en llamar, desde 1942, «la solución final de la cuestión judía en Europa». Pero no sólo la cuestión judía, sino la eliminación de los discapacitados físicos y psíquicos alemanes (el programa de eutanasia forzosa, la llamada Aktion T4 iniciada en 1939 y que hasta agosto de 1941, tras las protestas de la Iglesia católica y protestante, superaron con mucho una cuota establecida por Hitler en 70.000 muertos, cifra que habría, al menos, que multiplicar por cuatro. Unas matanzas eugenésicas parejas a los asesinatos en masa que el régimen comenzó a poner en práctica en laPolonia invadida en el otoño de 1939. El Tercer Reich comenzó la guerra matando y no dejaría de hacerlo hasta el final, con un Hitler aislado en su búnker y negándose a asumir ninguna responsabilidad por la guerra iniciada. Los sucesos que envolvieron la anexión de Austria al Reich o durante la llamada «Noche de los Cristales Rotos» en noviembre de 1938 fueron un ensayo. La arianización de la economía y las leyes raciales de Núremberg en 1935 habían creado el marco jurídico y «legal» para pasar a la siguiente fase.
Así, en palabras de Evans, «las políticas desarrolladas en Polonia en los meses iniciales de la guerra sirvieron de pauta para la ocupación nazi de otras partes de Europa oriental a partir de mediados de 1941: expropiaciones, deportaciones forzosas, encarcelamientos, fusilamientos en masa, asesinatos en una escala inimaginable hasta entonces. Esas políticas se aplicaron a todos los pueblos que vivían en la región excepto a los habitantes de ascendencia alemana, pero se aplicaron con particular saña a los judíos, que se vieron sometidos a humillaciones y torturas sádicas y sistemáticas, al confinamiento en guetos y al exterminio mediante gas venenoso en instalaciones creadas con esa finalidad» (p. 950). No se equivocará el lector si asume este libro, también, como una historia del Holocausto, del perfeccionamiento progresivo de un sistema de eliminación sistemática y casi «quirúrgica» de los judíos de Europa, con los campos de exterminio en Polonia como cumbre del mismo. Tres campos, Belzec, Sobibor y Treblinka, se construyeron según lo establecido en la Aktion Reinhard, en honor a Reinhard Heydrich, asesinado en junio de 1942 y promotor destacado de la Conferencia de Wannsee de enero de ese mismo año y que marcaba las pautas del Holocausto. En torno a 1,7 millones de judíos polacos fueron asesinados en estos tres campos de exterminio a finales de 1942. Para la eliminación de los judíos de resto de la Europa ocupada (Alemania, el Protectorado del Reich de Bohemia y Moravia, Eslovaquia, Francia, Bélgica, Holanda, los países escandinavos y, presumiblemente, Italia, Hungría, Rumania y Bulgaria) se destinó el campo de Auschwitz-Birkenau, que también funcionó como campo de trabajo. Aquí, junto con campos cercanos como Madjanek, la diferencia respecto a los campos de la Aktion Reinhard fue el uso casi en exclusiva del pesticida químico conocido como Zyklon-B, ya utilizado en 1939 en el marco de la Aktion T4, aunque descartado entonces. Desde marzo de 1942 llegaron los primeros trenes con deportados a Auschwitz, trasladados inmediatamente a las cámaras de gas. Durante todo el período de existencia del campo, al menos 1’1 millones de personas murieron en Auschwitz. Su comandante, Rudolf Höss, siguió metódicamente el proceso de exterminio con una meticulosidad que, en una repugnante justificación en sus memorias, aseguraba que le resultó muy difícil mantener en el marco de sus obligaciones:
Tenía que verlo todo. Hora tras hora, de día y de noche, tenía que vigilar el traslado y la incineración de los cadáveres, la extracción de los dientes, el corte del cabello, toda la actividad repugnante, interminable […] Tenía que observar por la mirilla de las cámaras de gas y observar el proceso mismo de la muerte porque los doctores querían que lo hiciera. Tenía que hacer todo esto porque yo era el único a quien todos miraban, porque debía demostrarles a todos que no me limitaba a dar las órdenes y establecer las reglas, sino que además estaba preparado para estar presente en cualquiera de las tareas que había asignado a mis subordinados (citado en p. 393).
Pero el Holocausto, remarca Evans, no se redujo a la eliminación sistemática de los judíos de Europa. «También otros grupos, sobre todo alemanes aunque en muchos casos no únicamente, fueron asesinados en gran número: enfermos mentales y discapacitados, gitanos, homosexuales, testigos de Jehová, “asociales”, pequeños delincuentes, los políticamente refractarios y los socialmente marginados» (p. 950). Añadamos a ellos los millones de prisioneros de guerra soviéticos y los centenares de miles de trabajadores forzosos de los campos de concentración de Alemania. Pero de todos ellos, sólo los judíos fueron señalados como el «enemigo mundial», el causante de la guerra mundial en 1939, como Hitler y Goebbels no cejaron de recordar en numerosos discursos radiados y en conversaciones con los dirigentes nazis, por ejemplo el 25 de octubre de 1941:
En el Reichstag vaticiné [30 de enero de 1939] a la judería que el judío desaparecerá de Europa si la guerra no se evita. Esa raza de criminales tiene sobre su conciencia los dos millones de muertos de la [Primera] guerra [Mundial], y ahora de nuevo a cientos de miles. Nadie puede decirme: ¡pero no podemos enviarlos al cenagal! Pues, ¿quién se preocupa por nuestro pueblo? Es bueno que el terror producido por nuestro exterminio de la judería nos preceda (citado en p. 313).
En su «Testamento Político», dictado a su secretaria Traudl Junge el 29 de abril de 1945, Hitler reiteraba su obsesión por la responsabilidad exclusiva de la «judería» internacional en el estallido de la guerra. Una guerra, insistía, «querida e incitada exclusivamente por aquellos hombres de Estado internacionales que o bien eran de origen judío o bien trabajaban al servicio de intereses judíos». Negándose absolutamente a asumir su propia responsabilidad, Hitler recordaba, como había hecho en muchísimas ocasiones en los últimos veinte años, «quiénes son los verdaderos culpables de este enfrentamiento homicida: ¡los judíos! Tampoco habré dejado la menor confusión de que esta vez millones de […] hombres adultos han sufrido la muerte y se ha permitido que cientos de miles de mujeres y niños sean incinerados [la cursiva es mía] y bombardeados hasta perecer en las ciudades, sin que los verdaderos culpables paguen por ello, ni siquiera por medios más humanos» (citado en pp. 911-912).
Pero la realidad, para entonces, es que a Hitler ya no le importaba el daño de los alemanes: poco después de la derrota en las Ardenas, a finales de 1944, Hitler explotó y dijo que el ejército lo había traicionado. «Sé que la guerra está perdida […]. Lo que me gustaría más que nada es pegarme un tiro en la cabeza». Y si él moría, que Alemania siguiera su ejemplo. «No capitularemos. Jamás. Tal vez sucumbamos. Pero arrastraremos a todo un mundo con nosotros» (citado en p. 855). Para cuando dos millones de soldados rusos se acercaban a Berlín, Hitler comunicó su particular «orden de Nerón»: destruir todo aquello que pudiera caer en manos del enemigo, una política de tierra quemada que no velaba por la defensa de la propia Alemania. «Es un error creer que tras volver a capturar los territorios perdidos será posible utilizar nuevamente para nuestros propios fines instalaciones intactas o sólo temporalmente paralizadas de transporte, de comunicaciones, industriales o de abastecimiento […] sólo dejaría tierra quemada tras él [el enemigo] y […] prescindiría de toda preocupación por la población» (citado en pp. 899-900).
Es decir: la Alemania aria no merecía la pena que sobreviviera a su derrota. Desde luego, Hitler no lo hizo, pero condenó a los alemanes al horror de los últimos meses. A pesar de que muchos siguieron confiando en él hasta el final. Adoctrinados por doce años de régimen exclusivista, «con la creencia de que los eslavos eran infrahumanos, los judíos, malvados, los gitanos, unos delincuentes, y los marginados y los desviados eran en el mejor de los casos una molestia, y en el peor, una amenaza. El aliento del nazismo a la violencia homicida, al robo, al saqueo y a la destrucción gratuita no dejó de notarse en el comportamiento de las tropas alemanas en Polonia, la Unión Soviética, Serbia y otras partes de Europa. Únicamente unos pocos, en su mayor parte empujados por una conciencia cristiana sólida, alzaron sus voces para expresar críticas. Con todo, la mayoría de alemanes se sentían incómodos con el asesinato en masa de los judíos y los eslavos, y culpables por estar demasiado atemorizados para hacer algo para impedirlo» (p. 951)
Siendo el Holocausto un tema de fondo en este libro, Evans también se preocupa de la sociedad alemana durante la guerra, más que de la evolución de la guerra o de las disputas de la «policracia» nazi en la esfera política. Sobre la propia sociedad alemana, Evans dedica bastantes capítulos, así como sobre el «Nuevo Orden» creado por la violencia (tal y como desarrolla ampliamente Mark Mazower en El imperio de Hitler (2008), obra que en cierto modo es complementaria del volumen de Evans. La explotación económica de los países ocupados fue una prioridad para las autoridades alemanas (junto con la «reestructuración racial de Europa», es decir, el Holocausto). No encontró Alemania facilidades en países satélites como la Francia de Pétain, la Hungría de Horthy o la Rumanía de Antonescu, e Italia fue una rémora desde 1940. La explotación económica, por otro lado, ¿benefició a Alemania como población? En una entrevista a raíz de la publicación de su libro La utopía nazi. Cómo Hitler compró a los alemanes (2006), Götz Aly afirmaba: «Hitler compró el estómago de los alemanes, su complacencia, favoreciéndolos notablemente en su bienestar económico. […] con Hitler, los alemanes vivieron muy bien. No pasaron hambre y gozaron de ventajas que les reportaron gran prosperidad económica». Evans está de acuerdo en parte, relacionándolo con la búsqueda de un control total de la economía por parte de ministros como Albert Speer desde enero de 1942. «Unida al saqueo y a la requisa de grandes cantidades de alimentos, materias primas, armas, materiales y productos industriales de los países ocupados, a la expropiación de los judíos de Europa, a la desigualdad en material de impuestos, a las relaciones arancelarias y los tipos de cambio entre el Reich y las naciones bajo su dominio, y a la compra ininterrumpida a precios ventajosos de toda clase de bienes por parte de los soldados alemanes, la movilización de la mano de obra extranjera contribuyó enormemente a la economía de guerra alemana. Probablemente una cuarta parte de los ingresos del Reich se generó por conquista, de una u otra forma» (p. 474). Ahora bien, Alemania nunca pudo competir con la fortaleza económica abrumadora de Estados Unidos, la Unión Soviética y el Imperio Británico juntos. La guerra relámpago en Polonia, el frente occidental de 1940 y los primeros meses en Rusia en 1941 se había transformado en una guerra de desgaste en 1942. Los tres países antes citados siempre produjeron más aviones, más tanques, más balas, que Alemania. Y pusieron en combate más soldados, cada vez más, mientras que Alemania sufría cada vez más bajas y no podía suplirlas al ritmo de, por ejemplo, los rusos desde Stalingrado. Por mucho que, una vez terminadas las ofensivas y contraofensivas en Kursk, el Ejército Rojo hubiera perdido 1,67 millones de soldados, entre muertos, heridos o desaparecidos en combate, por «apenas» 170.000 alemanes, Stalin sacó muchos millones más. «La incuria de Stalin y sus generales en lo relativo a las vidas de sus hombres era impresionante» (p. 620).
Ahora bien, Evans no estaría nada de acuerdo con la afirmación de Aly de que «los alemanes vivieron muy bien» (véase el capítulo «Actitudes morales alemanas»). Sintetizando, mientras la guerra fue bien, Alemania disfrutó de las ganancias en función del «Nuevo Orden» económico y político europeo, aunque con muchos matices. El racionamiento de ropa y comida comenzó al estallar la guerra. Por ejemplo, de 10,6 kilos de pan al mes para un adulto normal, 2.400gramos de carne y 1.400 gramos de alimentos grasos incluyendo la mantequilla en septiembre de 1939, se pasó a 1.600 gramos de carne mensuales a mediados de 1941; a 9 kilos mensuales de pan, 600 gramos de cereales, 1.850 gramos de carne y 950 gramos de alimentos grasos a principios de 1943, reducidos drásticamente a 3’6 kilos de pan, 300 gramos de cereales, 550 gramos de carne y 325 gramos de alimentos grasos en abril de 1945. Lógicamente, a medida que al frente de la guerra se acercaba (y superaba) las fronteras alemanas, aumentó el racionamiento. Añadamos a ello el drama para los alemanes a raíz de los bombardeos estratégicos en la primavera y el verano de 1943. El mito de la Luftwaffe ya había quedado en entredicho en la batalla de Inglaterra de 1940. Desde 1943, los bombardeos causaron «entre 400.000 y medio millón de muertos, en su inmensa mayoría civiles, en las pequeñas y grandes ciudades alemanas» (p. 585). El resultado de todo ello fue que la moral de la población alemana menguó. «Los bombardeos extendieron el desencanto popular con respecto al Partido Nazi en mayor medida aún que las derrotas de Stalingrado y el norte de África» (también en 1943; pp. 586-587). Y aunque hasta el verano de 1944 el régimen nazi veló por mantener la moral de la población, con cine, teatro y programas de radio, promoviendo una propaganda en la que se alentaba a esforzarse por la patria, «la destrucción masiva de las ciudades pequeñas y grandes de Alemania que empezó en serio en 1943 volvió a la gente en contra del régimen nazi aun en mayor medida que la comprensión después de Stalingrado de que la guerra se había perdido. El régimen reaccionó al desencanto en el país y al declive de la moral en las fuerzas armadas intensificando al represión y el terror que siempre habían sido un elemento central de su gobierno» (p. 953).
También dio pie a la resistencia. La indignación y la vergüenza ante el trato que el régimen dispensaba a los judíos impulsaron a algunos pequeños grupos como la Orquesta Roja (Rote Kapelle) o la Rosa Blanca, rápidamente eliminados. Para Evans, sin embargo, únicamente un grupo estaba en disposición derrocar al régimen nazi: el ejército. El camino hacia la Operación Valkiria y el atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944 se había iniciado años atrás, pero los éxitos del ejército alemán hicieron inviable cualquier intentona mientras Hitler contase con un enorme apoyo popular. La convergencia del llamado Círculo de Kreisau, un grupo poco definido de intelectuales y políticos conservadores, con algunos militares que consideraban que los crímenes nazis estaban destruyendo la posibilidad de un acuerdo de paz con los aliados cuando la guerra se estaba volviendo en contra de Alemania, fue a la postre ineficaz. El fracaso de la Operación Valkiria junto con la ausencia de una alternativa política y militar que los aliados pudieran considerar (más allá de la decisión de Roosevelt y Churchill de no pactar una paz por separado con Alemania y al margen de Stalin). Evans es taxativo al respecto:
Los que dieron apoyo al intento de golpe de Estado fueron en todo momento una pequeña minoría. Algunos altos mandos estaban sin duda influidos por el dinero que Hitler les había prodigado. A muchos oficiales los disuadía el temor de que se les culpara de la derrota de Alemania al modo de la «puñalada por la espalda» que tantos de ellos pensaban que había causado la derrota en la Primera Guerra Mundial. Más en general, las ideas de los conspiradores eran retrógradas, y pese a todos sus intentos de forjar un programa unificado, estaban profundamente divididos en muchos asuntos centrales. Como los más lúcidos entre ellos ya admitían en junio de 1944, el intento de magnicidio era más un gesto moral que un acto político. […] De haber logrado Stauffenberg matar a Hitler, el resultado más probable hubiera sido una guerra civil entre las unidades del ejército que apoyaran a los conspiradores y las que se opusieran a ellos con el respaldo de las SS. Incluso parece improbable que los conspiradores se hubieran salido con la suya: sencillamente, las fuerzas a sus órdenes no eran lo bastante fuertes ni numerosas. Los aliados no tenían la menor intención de negociar con ellos, y de hecho cuando las noticias llegaron a Londres y Nueva York no tardaron en despacharlo como una disputa sin sentido dentro de la jerarquía nazi (p. 811).
Para entonces, julio de 1944, los aliados habían creado el doble frente, tras el desembarco en la costa de Francia y la ofensiva en el este (Operación Bagration) llevó a los rusos, en apenas dos meses, a las puertas de Varsovia.
«La violencia en el núcleo del nazismo había acabado volviéndose en contra de la propia Alemania», afirma Evans en las páginas finales de su libro. El trauma la derrota y la destrucción durante la posguerra forzó el retorno a una «normalidad» que, paradójicamente, Alemania nunca tuvo en la primera mitad del siglo XX. El régimen nazi no fue «normal», como no lo fueron, tras la Primera Guerra Mundial, «la revolución, la hiperinflación, la violencia política, la depresión económica, la dictadura y la guerra nuevamente» (p. 953). La Alemania de posguerra, en concreto la Occidental, abjuró de un pasado de nacionalismo exacerbado y de conflictos sociales (obreros) que galvanizaron el movimiento nazi. La Alemania del siglo XXI no se reconoce en el espejo tras los estragos de la anterior centuria. De hecho, «ser alemán en la segunda mitad del siglo XX significaba algo muy distinto de lo que había significado en la primera mitad: significaba, entre otras cosas, ser amante de la paz, demócrata, próspero y estable», todo aquello contra lo que se había opuesto el Tercer Reich desde el 30 de enero de 1933, «y también significaba poseer una actitud crítica en relación con el pasado alemán, poseer un sentido de responsabilidad por la muerte y la destrucción ocasionadas por en nazismo, sintiendo incluso culpabilidad por ello» (p. 955).
Para terminar: Inge Molter fue una de los muchos millones de alemanes que confiaron casi hasta el final en que se alcanzaría la victoria, pero poco a poco fue consciente del legado que estaba dejando el régimen nazi. Su marido murió en la batalla final de Berlín. En una carta de junio de 1945 dirigida a quien se negaba a creer muerto, Inge escribió: «muchas veces no sé ya realmente qué pensar de todas estas cosas. A veces tengo que pensar realmente que no hubiera sido bueno que la guerra la hubiéramos ganado nosotros» (citado en p. 920).
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