Barbara Tuchman escribió un libro en 1978 un libro sensacional, Un espejo lejano. El calamitoso siglo XIV: en él, a tomando como guía la vida del noble francés Enguerrand de Coucy (1340-1397), la autora nos ofrecía una particular panorámica de la Europa que este personaje, bien relacionado con las casas reinantes de Inglaterra, Francia y Milán, conoció y disfrutó. De un modo similar nos llega este libro de la escritora británica Caroline Moorehead (n. 1944), autora de biografías de, entre otros, Bertrand Russell, Heinrich Schliemann y Freya Stark. Y digo de un modo similar porque el planteamiento de Bailando al borde del precipicio. Una vida en la corte de María Antonieta (Turner, 2010) es semejante al del libro de Tuchman. Esta vez cambiamos un siglo de crisis como el XIV por otro período no menos importante: la Revolución Francesa, el Imperio napoleónico y la Restauración, vistos a través de la óptica de Lucie de la Tour du Pin, una mujer extraordinaria.
Caroline Moorehead
Extraordinaria por diversos motivos. Por un lado, por las memorias, escritas en las décadas de 1820-1840, en las que, con una riqueza en cuanto a detalles y un estilo vívido, nos ofrece un relato preciso de unos años turbulentos y constituye a la vez una fuente fidedigna de una época marchita. Por otro lado, por su propia vida, en el seno de una familia aristocrática que era muy consciente de que la sociedad versallesca, el Antiguo Régimen en general, se encaminaba a su extinción, aunque inconsciente de que esta extinción tendría unos formas tan violentas. Lucie tuvo la suerte de nacer en una familia atípica, de origen irlandés por parte de padre, y ello la preparó quizá con mejor tino para adaptarse a los cambios que Francia sufriría desde 1789. Su madre, Therèse-Lucy de Rothe, fue camarera de la corte de María Antonieta y dispuso el camino que algún día Lucie parecía estar destinada a seguir. Su padre, Arthur Dillon, participó en la Guerra de la Independencia norteamericana y fue gobernador de Tobago en los años prerrevolucionarios. Ambas figuras estuvieron ausentes en la infancia de Lucie: su madre murió en 1782 y su padre, detestado por la abuela materna, Lucy de la Rothe, apenas pudo cuidarse de la educación de su hija. Una educación que tuvo mucho de autodidacta en el caso de Lucie, curiosa por naturaleza, siempre predispuesta a la lectura, a aprender inglés y a prepararse para un futuro servicio en la corte de Versalles.
La abuela de Lucie actuó como una señorita Rottenmeier elevada al cubo y representó para Lucie el recuerdo de una infancia triste, sin cariño, pero sin que ello la convirtiera en alguien incapaz de amar. Lucie amó toda su vida a Frédéric-Séraphim, conde de Gouvernet y más tarde marqués de la Tour du Pin Gouvernet, y a su lado vivió durante cincuenta años. Con Frédéric, cuyo padre fue un destacado militar y ministro de guerra durante los últimos años del reinado de Luis XVI, Lucie tuvo una vida de amor familiar combinada con un servicio leal bajo los reinados de cuatro monarcas de Francia. Pero también conoció el doloroso exilio durante los años más duros de la RevoluciónFrancesa, viajando a Estados Unidos, donde ambos fueron capaces de gestionar una granja al norte de Albany y criar a varios hijos. No una vez vivió Lucie el destierro, sino que aún tuvieron que exiliarse en dos ocasiones más dos. Y también sufrieron ambos la muerte de casi todos sus hijos a lo largo de treinta años. Pero también estuvieron juntos en los buenos momentos. La carrera de Frédéric se jalonó con una prefectura en Bruselas y más tarde en Amiens durante la etapa napoleónica. Formó parte de la legación francesa en el Congreso de Viena. Y tras el retorno de los Borbones fue embajador en la corte de los Saboya en Turín durante casi una década. Junto a él estuvieron su familia, con la fiel Lucie y con sus hijos.
En el ocaso de su azarosa vida, Lucie escribió sus memorias. Reflejó en ellas no sólo sus propias vivencias, sino las sensaciones de que el mundo que había conocido ya no existía: el Versalles regio se había convertido en un museo, el París sucio y convulso de la época revolucionaria, con calles estrechas y oscuras, se abrió con grandes avenidas y la luminosidad de los Campos Elíseos. El paisaje en 1853, cuando Lucie murió, era indistinguible del que ella conoció en su niñez: Lucie siempre desconfió del progreso, a pesar de su firme creencia de que el hombre debía ser libre y la monarquía no debía erigirse en una cáscara vacía pero endurecida por la tiranía. Lucie vivió el tránsito del Antiguo Régimen al barco de vapor, el telégrafo, el tren, la luz de gas y las fábricas industriales. Y supo entenderlo, aunque a veces no lo comprendiera del todo. Lucie conoció el apogeo de la Ilustración francesa, de los salones de madame de Staël o de madame de Genlis. Asistió al boato de la corte de Luis XVI y María Antonieta, precisamente en los momentos en que Francia se estaba convirtiendo en un volcán, y mantuvo una buena relación con Napoleón Bonaparte, que vio en ella algo más que una educación aristocrática. Lucie conoció una época en el que la monarquía era de derecho divino y la recordaba cuando el sobrino de Napoleón I fue elegido presidente de la República francesa.
Con este magnífico libro, podremos asomarnos a un apasionante período histórico. Moorehead deja que Lucie nos cuente su historia y la de su época. ¡Y menuda época! No os lo perdáis, porque es un excelente testimonio de un tiempo perdido.
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