«Quisiera ser el mendigo que cuenta historias en las puertas de
los templos, el que fascina a los niños y hace que se detengan los
caminantes, atraídos por tantas maravillas. Si fuese ese mendigo, gran
señor de las palabras, contaría las historias que han enardecido a los
pueblos del Nilo desde el principio de las generaciones; expondría las
cuitas del náufrago que llegó a la isla donde vivía el gran dragón, las
disputas de los Dos Hermanos, los viajes del médico Sinuhé o la lucha de
Horus contra las fuerzas del mal en la región de los grandes pantanos.
Sería acaso un buen narrador de lo que otros contaron mucho antes, pues
el hombre ha vivido el mismo sueño desde el principio de los tiempos. Y
el Tiempo no es más que un sueño narrado por los mendigos ante las
puertas de los grandes santuarios.»
Lamenté amargamente, hace ya seis años, la muerte de Terenci Moix,
seudónimo de Ramon Moix Messeguer (1942-2003). Durante años fue uno de
mis escritores favoritos, leí varias veces sus obras, me empapé con sus
textos. Pero nos dejó, y con él un estilo propio, una manera de ver la
vida, una prosa seductora e intimista. Sin embargo, el Tiempo, aquel que
nunca envejece, nos recuerda que sus obras siguen allí. Que cuarenta
siglos nos contemplan desde las pirámides, como diría Napoleón. Aunque,
como ya escribiera el propio Terenci, «desde los siglos más remotos está
escrito: el hombre teme al tiempo y el tiempo sólo teme a las
pirámides.»
La obra de Terenci Moix, que hasta ahora no había tenido una reseña
en Hislibris, es amplia: novela, ensayo, memorias,… Entre sus novelas de
corte histórico egipcio destaca, especialmente, No digas que fue un sueño,
con la que Moix ganó el Premio Planeta de 1986. Una novela sobre
Cleopatra, Marco Antonio, Cesarión y el Egipto faraónico/helenístico que
está a punto de caer en manos de Roma. Esta novela tuvo una
continuación, El sueño de Alejandría (1988), con algunos de los
personajes del anterior libro, y que es un viaje a la Roma, la
Mauretania y el Egipto del reinado de Augusto. Una de mis novelas
históricas preferidas, que he devorado varias veces, que atrapa y que
llega al fondo del alma.En 1996, Moix ganó el Premio de Novela Fernando
Lara en su primera edición con El amargo don de la belleza, que
aquí reseñamos. En 2002, con un Terenci ya aquejado del enfisema
pulmonar que le llevaría a la tumba, se publicó su última novela, El arpista ciego, especie de continuación, hasta cierto punto, de El amargo don de la belleza, pero con otro tono y otro estilo.
El amargo don de la belleza es una novela
de reencuentros y de crepúsculos, de amor y de muerte, del arte y de la
religión, de lo efímero y de lo perdurable. Keftén, un pintor cretense,
regresa a Egipto tras largos años en el extranjero. En la corte del
faraón Amenhotep III, amigo personal de su padre, Keftén se crió y
creció en compañía de tres personas que marcaron su vida: su amigo
Senet, escriba de la corte, el príncipe Amenhotep, futuro Akenatón, y
Nefertiti, concubina del faraón y con el tiempo esposa de Akenatón. Pero
los tiempos han cambiado: Keftén regresa a un Egipto convulsionado por
la revolución religiosa de Atón, el único dios permitido por Amenhotep
IV, ahora Akenatón, el dios del disco solar. Nos hallamos en los últimos
años del reinado de Akenatón, a mediados del siglo XIV a.C., una época
de triunfo y de primera decadencia del Imperio Nuevo egipcio.
Keftén (cuyo nombre proviene de Keftiu, el nombre egipcio de Creta)
ha regresado a Egipto, recalando primero en Tebas, la ciudad de Amón, la
capital del reino antes de que Akenatón creara, en medio del desierto,
Aketatón, la Ciudad del Horizonte de Atón (actuales restos de Tell
Amarna), la Ciudad del Sol. En Tebas, Keftén se reencuentra con Senet,
vuelve a ver a la vieja reina madre Tii, madre del faraón, y conoce a
Nellifer, una rica y sensual cortesana. Justo en esos momentos, acude a
Tebas Nefertiti («la Belleza ha venido»), la incomparable y hermosa
reina de Egipto, la esposa de Akenatón, la fanática religiosa, la madre
de las seis hijas del faraón pero de ninguno de sus herederos, la mujer
de la que siempre ha estado enamorado Keftén. Junto con su séquito,
Keftén viajará a la Ciudad del Sol, donde le espera Akenatón, que
necesita de su arte con los pinceles para decorar los palacios de una
ciudad dedicada a Atón, divinidad que, por mandato real, ha apartado al
resto de dioses y ha desafiado el poder de Amón… y de sus sacerdotes; y
dónde también le espera un hijo, Bercos, de quien apenas ha sabido nada
en catorce años. Desde entonces, Keftén vivirá en la Ciudad del Sol los
años convulsos del reinado de Akenatón, el final de la XVIII Dinastía,
las luchas religiosas, el declive de Egipto como potencia militar y la
desaparición de un mundo que conoció de pequeño en los jardines del
palacio del viejo Amenhotep III.
Hay mucho de autobiográfico en esta novela: Terenci dejaba parte de sí mismo en las novelas que escribía, especialmente en No digas que fue un sueño, El arpista ciego, El día que murió Marilyn (1969) o Garras de astracán
(1991). Moix se desnuda en algunos de los personajes, especialmente en
Keftén, Senet y Bercos, los personajes ficticios de la novela. Del mismo
modo que notábamos su mitomanía con la Cleopatra de No digas que fue un sueño,
también observamos aquí su obsesión platónica por Nefertiti. La novela
es la historia de un amor no correspondido, así como de una ciudad que
poco a poco quedará en el olvido, cubierta por las arenas del desierto.
Este amor entra en contradicción con los principios religiosos que
Nefertiti defiende incluso cuando el atonismo ya no es seguido ni por
Akenatón. El fanatismo religioso es otro de los elementos que destacan
en esta novela, así como modernos principios librepensadores que, con un
anacronismo en este caso delicioso, Terenci pone en boca de algunos de
sus personajes. Porque esta también es una novela actual, pues como
dicen algunos, «la historia antigua también es historia contemporánea».
Hay tantos temas en esta novela, tanto intimismo y sentimiento en los
diversos personajes. Akenatón es un iluminado religioso, pero no se
olvida de aquel cretense con quien mezcló su sangre. Nefertiti es una
fanática, pero también sabe que encontrará un amigo (que no un aliado)
en aquel cretense descreído y con vistosos tirabuzones en el cabello (a
la moda cretense). La vieja reina Tii es mordaz y sarcástica, con una
cabeza bien amoblada, que no detesta completamente a Nefertiti y que
sabe que su hijo es un loco soñador, pero no un mediocre. El general
Horemheb es ambicioso, pero entregado por completo a la familia real, a
pesar de su locura. El viejo consejero Ay (¿el padre de Nefertiti?) se
mantiene siempre cerca del faraón. Smenkaré, un príncipe fantasmagórico
(¿existió?), el ambicioso pero ingenuo yerno del faraón (y algo más…),
el amigo de Bercos, el príncipe que desapareció en las brumas de la
leyenda. Y el pequeño Tutank-Atón (que será uno de los protagonistas de El arpista ciego),
que educado en los principios de Atón, finalmente traicionará a quienes
le promocionaron y devolverá a Amón (y a sus sacerdotes) la primacía
religiosa en las Dos Tierras.
El lector de esta novela podrá sentir los ecos del Sinuhé el egipcio
de Mika Waltari en el estilo y la prosa de Terenci. Se nota su influjo,
aunque Terenci tiene un estilo tan marcado, tan irónico en ocasiones,
tan moderno en según qué aspectos, que no se queda sólo en un aparente
arcaísmo (que no cumple, ni de lejos), sino que construye un lenguaje
con un ritmo y una musicalidad que atrapan desde el principio.
En definitiva, El amargo don de la belleza es una gran
novela egipcia, una estupenda novela histórica, una maravillosa novela
dramática, una intimista novela romántica, una novela crepuscular sobre
una ciudad y un mundo perdidos, un canto a la belleza y a la vida. A
pesar de haberla leído ya tantas veces, sigue emocionándome en cada
página, en cada escena. Y me sigue atrapando, como si el Nilo «que se
desborda, lo inunda todo a su paso y deposita en mi alma el limo que ha
de fecundar mi creencia en la vida».
«En la inmensa fertilidad de la memoria evocaré la miseria de las ruinas, el misterio que agoniza en el desierto, enviando mensajes indescifrables a la inmensa generación de soñadores. En nombre de esta raza caminará mi alma cada día hacia el llano desnudo, hacia el palacio que ya no existe. ¡Fecundo páramo, tan pródigo en remembranzas sublimes! En alguna de las tumbas jamás ocupadas resuenan poemas que nadie ha escrito. ¿Me aventuro al suponer que serán escritos algún día? Quede libre la inspiración para que los soñadores, garantes de lo eterno, vuelvan a pronunciar con reverencia el nombre de la Ciudad del Sol, muerta sobre su horizonte. Y que esos mismos soñadores celebren hasta más allá de los planetas el rostro de aquella cuya existencia habrá de ser loada por toda la eternidad de la belleza:
Tú, inmortal Señora de la Gracia,
Nefer-Neferu-Atón-Nefertiti.»
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