Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Prácticamente no hay año, al menos desde hace un tiempo, en el que no llegue a las carteleras una película sobre el espacio; la última frontera, que decían los clásicos. Cuando empezamos a buscar más allá de nuestra madre Tierra (o seguimos haciéndolo) y nos pongamos a buscar vida inteligente o un nuevo hogar para cuando (en un futuro más o menos lejano) este planeta que moramos sea cada vez más inhabitable, el cine (y desde luego la literatura) toman cartas en el asunto. No es algo nuevo: desde siempre el hombre ha mirado a las estrellas y ha explorado desde y más allá de su imaginación. ¿Estamos solos? ¿Podemos vivir en otro planeta, otro sistema solar, otra galaxia? En muchos casos ese viaje a las estrellas no deja de ser una odisea hacia nuestro interior, a lo que nos hace humanos. El viaje puede ser tan lejano y al mismo tiempo sin movernos de donde estamos como ya se planteara en Contact (Robert Zemeckis, 1997, a partir de la novela de Carl Sagan), o puede traspasar dimensiones y agujeros negros como en Interstellar (Christopher Nolan, 2014), y en el fondo no deja de ser un viaje más subjetivo que físico. Algo parecido sucede en Ad Astra, cinta del siempre interesante James Gray –La noche es nuestra, Two Lovers, El sueño de Ellis, La ciudad perdida de Z–, que, sin dejar de lado la esencia introspectiva de su filmografía, apuesta por el género de la ciencia-ficción y los viajes espaciales para hablar de cosas muy mundanas. Como suele pasar en el género.