Nota: puesto que es una reseña extensa, quizá el lector prefiera disponer de ella en un documento en PDF: clique aquí.
«(…) Adso también me sirvió para resolver otra cuestión. Hubiese podido situar la historia en un Medioevo en el que todos supieran de qué se hablaba. Si en una historia contemporánea un personaje dice que el Vaticano no aprobaría su divorcio, no es necesario explicar qué es el Vaticano y por qué no aprueba el divorcio. En una novela histórica, en cambio, hay que proceder de otro modo, porque también se narra para que los contemporáneos comprendamos mejor lo que sucedió, y en qué sentido lo que sucedió también nos atañe a nosotros.
El peligro que entonces se plantea es el del salgarismo. Los personajes de Salgari huyen a la selva perseguidos por los enemigos y tropiezan con una raíz de baobab, y de pronto el narrador suspende la acción para darnos una lección de botánica sobre el baobab. Ahora eso se ha transformado en un topos, entrañable como los vicios de las personas que hemos amado; pero no debería hacerse (…)».
Umberto Eco, “Apostillas a El nombre de la rosa”, en El nombre de la rosa, DeBolsillo, 2017, p. 755.
Desde hace un tiempo, la novela histórica o, mejor dicho (no seamos presuntuosos), parte de la novela histórica tiene lo que considero un problema: el salgarismo. No es un problema grave, si uno es consciente de ello. La cuestión, sin embargo, no se circunscribe a lo que hace casi cuarenta años definiera con acierto Umberto Eco; el problema subyace en que, con la excusa del salgarismo, no se tenga claro qué se está realizando cuando se escribe una novela histórica. Un binomio con dos partes esenciales: novela, la parte literaria esencial, e histórica, el ámbito que trata. Con un equilibrio entre las dos partes una novela de este género funciona; el lector puede tirar de su memoria (o de su bagaje como lector) y mencionar grandes títulos (y grandes autores). Funciona porque, sin dejar de respetar el componente histórico, es una novela que literariamente está muy bien escrita; es de ese tipo de novelas que resisten una o varias relecturas pues, independientemente de que uno conozca la trama, esta se ha perfilado de tal manera que el disfrute puede ser incluso mayor que con su primera lectura.
Por supuesto, tratándose del género de la novela histórica, ese segundo componente, el netamente histórico, también es importante. Pero debemos tener claras algunas cosas cuando la escribimos (y, consecuentemente, cuando la leemos). Una novela histórica debe entretenernos al mismo tiempo que picar nuestra curiosidad; no debemos «aprender» con ellas, si acaso animarnos a indagar en obras dispuestas al caso (es decir, ensayos y monografías históricas) y de este modo «aprender» sobre unos hechos, unos personajes o un período histórico en concreto. Como texto literario que recrea un momento del pasado, debe ser verosímil, pero no veraz: su propósito no es demostrar que algo sucedió como se cuenta en sus páginas; debe ser plausible, más que estrictamente fiel (o fidedigna) a unos hechos históricos, y debe ser lo suficiente flexible en su voluntad de, echando mano de una ficción creíble, «rellenar» los intersticios y las lagunas que hay sobre unos acontecimientos históricos determinados, como para que nos «creamos» lo que se cuenta y nos resulte «posible». En el esfuerzo de suspender nuestra incredulidad, la novela histórica debe tener alicientes que consiga que ese empeño se realice sin que salten las alarmas en nuestra cabeza a medida que vamos leyendo. Añadamos a eso, y es algo fundamental, que una novela histórica debe ser entretenida, «didáctica» hasta cierto punto y equilibrada. Son reglas sencillas y que, bien llevadas, lograrán que una novela histórica funcione y concite el interés del lector del género.
Santiago Posteguillo. Foto: Editorial Planeta. |
Con las novelas de Santiago Posteguillo me temo que esas reglas saltan por los aires. Ya con su primera trilogía –Africanus: el hijo del cónsul (2006), Las legiones malditas (2008) y La traición de Roma (2009), todas en Ediciones B–, protagonizada por Escipión el Africano, y en una segunda trilogía –Los asesinos del emperador (2011), Circo máximo: la ira de Trajano (2013) y La legión perdida (2016), en Editorial Planeta–, con Trajano al frente, se perciben una serie de rasgos que han jalonado su obra. Se trata de novelas extensas (cada vez más extensas) y con capítulos breves. Novelas que abundan en un detalle por la secuencia de narración bélica, prolija en no muchos casos y, al mismo tiempo, reiterativa: un uso (y abuso) de latinismos y jerga especializada sobre armas, unidades y formaciones militares romanas que suele repetirse hasta la saciedad; un protagonista con tintes heroicos, «perfecto» pero al mismo tiempo plano, con escasísimos matices (que son los que nos forjan como seres humanos y nos hacen comprensibles y creíbles) y rodeado de una «leyenda rosa» que prácticamente lo santifica; por el contrario, uno o varios villanos pergeñados con rasgos tan marcadamente negativos que prácticamente se convierten en parodia se erigen en los rivales a batir, en «los malos de la película» que, siguiendo una línea claramente marcada desde el principio, obstaculizarán la labor del protagonista en la consecución de sus propósitos. La construcción más bien pobre de los personajes, especialmente de los femeninos, se acompaña de un salgarismo exacerbado: sin importar lo que esté sucediendo en la trama en un momento determinado o a qué deben enfrentarse los personajes, se «rellena» con datos y datos la acción, incluso en los diálogos, que el equilibrio entre lo literario y lo histórico salta en mil pedazos.
Se podría pensar que se trata de errores de novato en una primera novela publicada, y más en el género histórico: es tanta la documentación consultada durante su elaboración que casi resulta «necesario» incluirla en la trama. Esa necesidad de «demostrar» lo mucho que uno se ha documentado acaba por ahogar la novela y convertirla en un pastiche ¿Qué objetivo tiene el autor? ¿Escribir una novela que fluya con naturalidad, pero sin olvidarse del contexto histórico o elaborar un ensayo, un «libro de historia», camuflado (escasamente) bajo los ropajes de una ficción histórica? ¿Qué es esa novela y qué acaba pareciendo?
Para valorar Yo, Julia (Editorial Planeta, 2018), séptima novela histórica de Posteguillo –lo remarco: séptima novela–, el objetivo de esta reseña, me permitirá el lector que acuda directamente al final de la misma; o, mejor dicho, a lo que hay más allá del final: la «Nota histórica» con la que se abren los «apéndices» que complementan el volumen. Unos apéndices, por cierto, que son, cada vez más, una «seña de identidad» del género, por llamarla de alguna manera: prácticamente no hay novela histórica que se publique actualmente, especialmente aquellas ubicadas en el pasado más lejano (la Antigüedad), que no cuente con unos apéndices que incluyan mapas (necesarios, sí, sobre todo si los personajes se mueven por un espacio extenso), glosarios extensos (que traducen esa retahíla de latinismos que se han ido soltando en el texto), planos de batallas si se da el caso (no siempre aparecen, pero suelen ser bastante útiles para que el lector se haga composición de lugar de una batalla en particular) y, como colofón de un estado de cosas que se nos ha ido de las manos, bibliografía. Sí, bibliografía en una obra de ficción (quizá habría que resaltar en negrita esto último, pues no siempre «parece» quedar claro). No está de más, e incluso es un estímulo, que el autor aporte algunas sugerencias por si el lector quiere profundizar en un tema o unos personajes «más allá» de la lectura realizada (insistimos: lectura de una novela histórica): un par o tres de libros, si acaso, un hilo del que tirar. El problema está cuando se quiere «demostrar» la documentación que se ha realizado y para ello, como si de una monografía o un ensayo histórico, zas, se sueltan las decenas y decenas de obras, entre libros, artículos de revistas y ediciones de fuentes clásicas consultadas. Para el caso que nos toca, esta novela, la cosa se «reduce» a las 163 referencias bibliográficas. Repito el número: 163. Hay «libros de historia» que no tienen ni la mitad de esas referencias… y no son novelas. El «ser» y el «parecer», sobre ello volveremos a menudo en esta reseña.
Decía la «Nota histórica». Personalmente (aquí ya entran mis peculiaridades y cada lector tendrá las suyas), no necesito una nota del autor que me explique qué hay de «histórico» en lo que ha escrito y qué se ha inventado. Puede ser un extra para los lectores, pero no lo requiero: tengo claro que he leído una obra de ficción, por muy amplio que sea el componente histórico que la acompaña. Y tampoco necesito que me respondan todas las dudas que pudiera tener (si fuera el caso) en torno a la «historicidad» de lo leído; y básicamente porque de una obra de ficción no espero eso, «historicidad», sino verosimilitud y plausibilidad. La «historicidad» la busco en la sección de no ficción de una librería, no en la de ficción. Pues, bien, vayamos a esa nota final del autor. Déjeme el lector que le transcriba algunos párrafos. Por ejemplo:
«Pero tal y como se cuenta en Yo, Julia, Pértinax es asesinado antes de poder reorganizar el Imperio y la pugna entre Juliano, Severo, Nigro y Albino se desata en toda su virulencia. Como el lector ha podido ver, será Septimio Severo el que se impondrá estableciendo la que es la cuarta y última dinastía alto-imperial: la dinastía Severa. La duda que me surge, tras escribir Yo, Julia, es hasta qué punto es correcto referirnos a esta dinastía con ese nombre y no con el apelativo de la dinastía de Julia, pues como se ha visto, mucho tuvo ella que ver en el establecimiento de esta nueva estirpe de emperadores. Es muy probable que, sin el empuje de su esposa, Septimio Severo no se habría atrevido a desafiar a tantos en tan poco tiempo y con esa fortaleza y convicción» (pp. 647-648).
Fíjese en esas frases resaltadas; quizá al lector habitual de este tipo de novelas –y me refiero explícitamente a este exacto tipo de novelas, las de Santiago Posteguillo y seguidores–, esto no le dirá gran cosa, pero yo me quedé pasmado al leerlo, una vez finalizada la novela (lo que es el texto, apéndices al margen, que a veces parece que si no te lo has leído «todo» en realidad no has leído la novela…). Leyendo esa nota me pregunté (quizá sea retórico decirlo, de hecho, me convencí) hasta qué punto el autor mezcla dos esferas distintas: el ensayo histórico y la novela histórica. Porque –y he escogido sólo unos fragmentos, pero la nota entera trasluce mucho más– se da a entender que los hechos «son» como se ha contado en la novela, como el lector ha podido ver (sólo faltaba decir «constatar»); de este modo, respecto a la última frase resaltada, queda implícito que es en la novela como el lector puede descubrir la verdad histórica.
Suele haber novelas de tesis (el siglo XIX estuvo poblado de ellas, por ejemplo), en las que «se plantea como objetivo principal el desarrollo de una determinada opinión o ideología» (la definición es del Diccionario de la Real Academia Española), pero me pregunto si es que el autor ha querido convertir su novela en lo que no es: un ensayo, una obra que analiza hechos a partir de unos datos y unas fuentes (que suelen contrastarse y a los que se debe imponer una pertinente crítica textual). ¿Es Julia Domna, para los lectores (quién sabe incluso si para el autor) tal y como se cuenta en la novela? (remito a la frase final de esa nota: «En suma, así, tal y como se narra en Yo, Julia, fue como Julia Domna consiguió, al lado de su esposo, el control absoluto de Roma», p. 654, el resaltado es mío). Yendo más allá en esta reflexión: ¿es consciente el autor de lo arriesgado y peligroso de su propuesta para lectores neófitos en la materia, aquellos que se acercarán al personaje por primera vez desde su novela? Porque aquí no es que se estén borrando las barreras entre lo que fue un personaje histórico y lo que puede ser un personaje de una novela: aquí es que se está induciendo a la confusión. «No, hombre, el lector es lo suficientemente maduro para distinguir una cosa de la otra», se me dirá: ¿de verdad?, me pregunto, ¿de verdad van a quedar los lectores de una novela, más aún si no tienen los conocimientos sobre ese personaje y su época, los suficientemente advertidos de que una cosa es una obra de ficción (histórica), por muy entretenida que les pueda parecer, y otra la «realidad» histórica? Y añado las comillas en esto último pues, ya sobre un personaje del que existen muchas lagunas y no pocas imágenes distorsionadas en su época y en las décadas y siglos posteriores, cuesta hacerse un «retrato» completo y contrastado desde la labor del historiador.
Tampoco es que la novela de Posteguillo, como sus seis anteriores, «invente» nada nuevo. No deja de ser una versión más o menos moderna de la «historia novelada», es decir, de ese género en el que a un episodio o para el caso unos personajes históricos se les añade una prosa más o menos «literaria», pero sin un aliciente o un aporte netamente literarios propios; sin creatividad, si me apuran, sin desarrollo más allá de lo que unas fuentes históricas dejaron escrito sobre ellos. Glosar y aderezar para un lector actual, pero sin que realmente haya una «recreación», una construcción literaria desde la imaginación y la inventiva. Leyendo las seiscientas y pico páginas de esta novela, apéndices al margen, uno se queda con la sensación –ya intuida en sus dos trilogías anteriores– de que estamos, en gran parte, ante eso: una historia novelada, pero no exactamente ante una novela histórica.
Y, también en gran parte (o en toda ella si tuviera que apoyarme en lo que subyace en el fragmento antes destacado) por parte del autor en la nota final, donde volvemos a la dicotomía entre ensayo y novela, entre «ser» y «parecer»: «(…) ya era hora de que alguien se tomara un tiempo y un espacio de cierta extensión para contar su vida, lo cual he intentado hacer con el máximo nivel de historicidad posible» (p. 653, el resaltado es mío). No puedo dejar de resaltar en negrita esa frase pues delata claramente un problema (uno más) de esta novela a nivel de concepción: la búsqueda (no diré de manera obsesiva, pues eso supondría añadir un matiz que descalifica a quien lo hace y esta reseña no es una argumentación ad hominem) de la historicidad. No de la verosimilitud (la apariencia de verdad) o siquiera de la veracidad (la cualidad del que dice, usa y profesa siempre la verdad; remito a definiciones del DRAE), con la que estoy en desacuerdo para una novela histórica, pero digamos que aceptamos pulpo. No, la palabra empleada es historicidad: la cualidad de histórico, es decir, aquello «perteneciente o relativo a la historia», «que ha tenido existencia real y comprobada», que son las primeras dos acepciones del DRAE sobre dicho adjetivo. Porque hay una tercera acepción que se refiere a lo dicho de una obra literaria o cinematográfica, «de argumento alusivo a sucesos y personajes históricos sometidos a fabulación o recreación artísticas», pero la verdad, esta novela es escasa justamente a ese aspecto; la fabulación o la recreación artísticas.
Y no es que lo diga yo porque sí: el propio autor menciona en esa nota que «la mayor parte de las acciones narradas en Yo, Julia son históricas» y refiere la relación de personajes y hechos, incluidas las guerras civiles y las batallas de Issus y Lugdunum, «recreadas con fidelidad a los datos que poseemos» (ibid.); «y así la mayoría de hombres y mujeres que desfilan por el relato son auténticos e hicieron lo que se dice aquí» (pp. 653-654). Queda en la estricta ficción inventar el nombre a las esposas de Clodio Albino y Pescenio Nigro, Salinátrix y Mérula, respectivamente, «pues no queda claro en las fuentes clásicas cómo se llamaban», y los esclavos Lucia y Calidia, quizá lo realmente más interesante, como lector del género que tiene su novela, aunque no se esconde (una vez más) de añadir el autor que «lo que se cuenta, pues sobre los esclavos en esta novela (forma de conducirse ante los amos, trato recibido, el tráfico legal e ilegal de seres humanos y otras cuestiones) es real» (p. 654, el resaltado es mío).
Lo demás, y no es poco, es lo mismo que en las otras seis novelas de Posteguillo. Más de lo mismo, se podría decir: personajes esquemáticos, maniqueos y con pocos matices, salgarismo a saco y en prácticamente cada página, cada diálogo incluso; tramas y subtramas que se ven venir de lejos, con capítulos de relleno y finales de los mismos a lo cliffhanger para mantener en tensión de manera artificial a la propia trama y a los lectores. Llama la atención que, siendo esta vez una mujer la protagonista, se repitan los mismos defectos de sus anteriores héroes (Escipión y Trajano), pero cayendo también en estereotipos que, curiosamente, el autor quiere superar en su novela. Comenta en su nota: «La igualdad de género ha de construirse en el presente y pensando mucho en el futuro, aunque la igualdad también se hace no ya reescribiendo la historia o la historia de la literatura, pero sí completando la que tenemos elaborada con el añadido de todas aquellas mujeres importantes que existieron y que tantas veces hemos pasado por alto, para perjuicio de todos» (p. 650). Pero su Julia se tiñe de, si no los mismos desde luego muy parecidos, defectos que se les solía achacar en las fuentes y en una visión patriarcal de la feminidad.
Julia es inteligente, mucho, en la novela; de hecho, la más inteligente de todos los personajes, la que tiene las cosas claras desde el principio: no su marido, Septimio Severo, no sus enemigos, no sus colaboradores. Ella. Puede y debe entenderse y aplaudirse, además, que se dote de matices a un personaje femenino, y más a la hora de recrear a personajes femeninos de la antigüedad, pero no a costa de perpetuar los mismos estereotipos que luego se critican en la novela. La belleza de Julia se repite constantemente cuando se la menciona o habla de ella, en boca o pensamientos de otros personajes; una belleza capaz incluso de «hechizar» a los muchos hombres que la escuchan o hablan con ella, incluso cuando estos no le dan importancia (y ahí sí está bien reflejada la mentalidad de la época) por ser mujer. Una belleza que «define» al personaje, constantemente, mientras que la inteligencia tiene que ganársela y de hecho no es hasta el final de la novela cuando prácticamente todos, incluso sus enemigos (Plauciano, por ejemplo), le conceden esa inteligencia; porque, claro, hasta entonces la visión de aliados y enemigos, de su marido incluso en algunos momentos, es que esa inteligencia «esconde» algo; como si la inteligencia de los hombres no escondiera nada. Luego están párrafos como el siguiente, al inicio del capítulo LVIII (“Resolviendo”):
«Su esposo yacía medio desnudo a su lado. Acababa de llegar al éxtasis y estaba a punto de dormirse, pero ella sabía que no había mejor momento para persuadir a su marido de algo que los instantes posteriores a haber yacido juntos. Y disfrutado. Ambos. Y ella ni siquiera tenía que fingir. La pasión era mutua. El objetivo final que anhelaban ambos también. Estaban unidos de tantas formas... De esa unión nacía su fuerza.
Julia se tumbó de costado, ella desnuda por completo, y pasó una de sus piernas de piel tersa y suave por encima de uno de los muslos de su esposo»
Dese cuenta el lector que la que yace desnuda en el lecho es ella, no su marido el emperador, cuando lo normal, tras haber mantenido relaciones sexuales, es que ambos estuvieran desnudos; o quizá es que él tuvo frío y se tapó, y ella, pues no, pero ya es casualidad. Pero remarcar esa desnudez para, en el recuerdo del espectador, mantener esa belleza ideal del personaje, no deja de reiterar clichés y lugares comunes que se pretende romper. Del mismo modo, no deja de ser también muy curioso (por emplear un adjetivo) que sea una mujer, y de manera constante y desde luego cansina, quien llame «zorra» y «puta» a Julia. No un hombre, ya sea Plauciano, que desde siempre le ha tenido ojeriza, ya sean los emperadores rivales de Severo que pueden intuir el papel que juega Julia en el auge de este personaje. No, una mujer: Salinátrix, la esposa de Clodio Albino, que, en su último diálogo (final del capítulo LXXII), repite ese mantra: «—¡Estáis todos gobernados por una zorra, por una puta extranjera! (…) ¡Y un día lo lamentaréis todos!». Desde luego las mujeres también tachan de «puta» y «zorra» a otras mujeres, pero ¿era necesario recargar tanto ese aspecto a la hora de construir a un personaje? Un personaje femenino que se construye desde una visión a las antípodas de la protagonista, la heroína, que nunca utiliza esos calificativos en referencia a su archienemiga.
Julia, en aras de elevarla precisamente a esa perfección de la que hacen gala los héroes posteguillanos, es la que mueve los hilos, la que orquesta el camino que llevará a Septimio Severo a convertirse en el único e indiscutible emperador. Ella es la que tiene una idea determinada que desencalla una situación (también la que pergeña un plan que ya el lector sabe desde el principio que no conducirá a nada, sólo a engordar la novela con páginas innecesarias). «Tenías razón. En todo», concluye Septimio al final de la novela. Sólo ella tuvo la clarividencia de ver las cosas y anticiparse a los problemas. A estas alturas, los héroes perfectos cansan, suelen hacerlo en las novelas de Posteguillo y esta no es una excepción. ¿La diferencia? Ahora es una mujer. Bravo por ello. Pero una mujer pintada con los mismos toques que los héroes anteriores y, si acaso, con decisiones argumentales mucho más discutibles. Eso ya no es tan laudable: de hecho, no debería ser la igualdad de género que el autor demanda en su nota.
Cabría añadir muchos más detalles, como que resulta poco o nada creíble que un personaje, a sus 51 años de edad, y en la noche previa a la continuación de una batalla que quedó en tablas entonces, mantenga relaciones sexuales (y alcance «el éxtasis», dicho así, «varias veces») cuando al día siguiente, ya desde primerísima hora de la mañana, debe estar concentrado y darlo todo en una contienda en la que se jugará la vida. Llaman bastante más atención errores de bulto en una novela que, recordemos incluye 163 referencias bibliográficas para «certificar» esa documentación de la que se quiere hacer gala. Por ejemplo, en referencia a Septimio Severo, cuando el personaje dice en la página 470: «Mis aliados naturales en Roma son los equites, la clase inferior de los caballeros», demostrando no saber (tampoco el autor) que los equites SON los caballeros. O, previamente, en la página 160, en referencia a un oficial militar (que por el nombre intuimos que volverá a aparecer y ser determinante en el futuro): «(...) Su familia pertenecía a la clase ecuestre —intermedia entre los patricios y los plebeyos—, pero sin demasiados recursos. (...)»; la «clase» (de nuevo aceptaremos pulpo, pero debería decirse orden) ecuestre no tiene nada que ver con la distinción entre patricios y plebeyos.
Que además se diga que «Augusto nombró a dos césares» (capítulo LIV) o que a Livia «sólo le interesaba que Augusto nombrara césar, heredero, a uno de los dos hijos de su anterior matrimonio» (capítulo LXIV) es confundir al lector con una afirmación que no es cierta: en época de Augusto, el primer (valga la redundancia) Princeps, no había una clara aceptación por parte de todos de que su heredero sería su sucesor en el poder monárquico, pero aún revestido con ropajes republicanos; y mucho menos se le llamaba «césar», como así sería siglos después. Distan doscientos años de Augusto a Septimio Severo, la concepción netamente monárquica del poder imperial se va modificando: no es la misma con el primero, que desea presentarse como el primer ciudadano de un régimen republicano «restaurado», que con el segundo, en cuya época esa farsa ya no es necesaria fingirla. También resulta cansina, hasta el punto de que uno está tentado de lanzar la novela contra la pared, una muestra (más) de ese salgarismo al que está tan abonado el autor: ese mismo capítulo LXIV en el que, entre las páginas 537 y 547) y como quien no quiere la cosa, dos personajes hacen un repaso de los emperadores que hasta entonces han estado en el poder y quiénes fueron sus esposas; se menciona a todos y se habla de sus mujeres (y de con quien se casaron estas anteriormente). Curiosamente, el autor lo menciona en su nota final como parte de su argumento por la «igualdad de género»:
«Hace ya tiempo que, profundizando en la historia antigua de Roma, he llegado a la conclusión de que si bien es muy posible que, dada la estructura patriarcal de Roma, hubiera muchos más hombres que mujeres en posiciones de relevancia, no es menos cierto que con frecuencia el historiador hombre y el novelista hombre han dejado de lado a figuras históricas femeninas de enorme impacto tan solo por el hecho de ser mujeres. Por ejemplo, creo que esta debe de ser la primera novela histórica en donde el autor se ha molestado en siquiera mencionar a todas las emperatrices de los dos primeros siglos del Imperio romano (en el repaso que se pone en boca del senador Claudio Pompeyano en el capítulo LXIV). ¿Acaso no eran importantes, influyentes y poderosas las emperatrices de Roma?» (p. 648).
Sinceramente, hay (si es posible) argumentaciones a favor del salgarismo, pero esta es una de las más peregrinas que me he encontrado en mi larga vida de lector del género.
Concluyamos. Santiago Posteguillo ha vuelto a perpetrar otra de sus extensas novelas, que además ha recibido el plácet del mundo editorial (o el galardón a una «trayectoria») con la concesión del Premio Planeta de este 2018 (dejo a la consideración de cada uno valorar esto como prefiera). Y lo hace con una novela que no aporta nada nuevo a lo que ya conocemos. Una, matizo, séptima novela que incide en los mismos problemas y deméritos habituales en su obra, con el agravante de que además ya se asume que lo que se está haciendo va más allá de la mera etiqueta de novela histórica. La suya es la última muestra de una parte de la novela histórica que cada vez es menos novela y más otra cosa (¿historia novelada?), y en la que lo histórico se ha comido casi por completo a lo estrictamente literario. Una novela sin ambición literaria, sin inventiva, sin imaginación incluso. Una novela que hará las delicias de sus (muchos) seguidores, contamos con ello, pero que nos debería alertar, si no lo había hecho antes, acerca de los caminos que asume un género que, reconozcámoslo, murió de éxito y está mutando en gran parte, pero mantengamos una cierta esperanza, por débil que sea, hacia la inanidad y su propio suicidio. En la dicotomía entre los apocalípticos y los integrados que estableciera Umberto Eco en una de sus obras seminales en relación con la cultura de masas, me temo que en esta ocasión y por mucho que me pese, me adhiero en la bancada de los primeros.
2 comentarios:
Interesante reseña, creo que es la más honesta que he leído desde que comencé a buscar comentarios de este libro.
Te diré algo, a mi me gusta Posterguillo, es entretenido, pero es cierto que se queda hasta ahí, a mi me decepcionaron mucho las últimas 2 novelas de la trilogía de Trajano precisamente por lo mismo, el relleno excesivo, no sé qué gana el autor con estos libros tan grandes, además hay que mencionar la livianas que son las novelas, en cuanto a narrativa, no es algo que demores y leer y procesar, a diferencia de Youcenar, que su novela, a pesar de ser corta aporta mucho más y es un verdadero ladrillo literario.
Estaba pensado en comprar la novela, porque mi cuñado me la pidió para navidad,podría comprarla y si se la pido, pero de descubro los mismo errores que las anteriores dejaré hasta ahí su lectura.
Gran reseña, saludos
Gracias, siempre procuro ser honesto.
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