13 de noviembre de 2018

Reseña de Teenage. La invención de la juventud, 1875-1945, de Jon Savage

Yeah, you're fucked all right and all for spite
You can kiss your sorry ass goodbye
Totally fucked, will they mess you up?
Well, you know they're gonna try

Blah blah blah blah blah blah blah blah
Blah blah blah blah blah
Blah blah blah blah blah blah blah blah

Blah blah blah blah blah

Blah blah blah blah blah blah blah blah
Blah blah blah blah blah
Blah blah blah blah blah blah blah blah
Blah blah blah blah blah

Totally fucked!

En 1891 el dramaturgo Frank Wedekind publicó el texto de su obra teatral Frühlings Erwachen (El despertar de la primavera), furibunda pieza contra el conservadurismo de una clase dirigente alemana que ahogaba a la juventud con un sistema educativo reglamentista que impedía salirse de la línea marcada. La obra, que no se estrenó hasta 1906 en Berlín de la mano de Max Reinhardt y, incidía en la opresión sexual de unos jóvenes que, sin comprensión ni apoyo de sus mayores, se veían abocados a la desesperación. Wedekind escandalizó por mostrar la sexualidad de los jóvenes y planteaba cuestiones como la masturbación, la primera vez, el abuso infantil, la homosexualidad, el aborto y el suicidio. Diversas adaptaciones se produjeron en el siglo posterior. En 2006 se estrenó en el off-Broadway (y después en el propio gran escenario neoyorquino) un musical (al que pertenece el fragmento de una de sus canciones más destacadas, “Totally Fucked“, y con el que se inicia este reseña), que acabaría cosechando ocho Premios Tony, incluido el de mejor musical. En Barcelona llegó en 2016 un montaje de la obra, a cargo de Marc Vilella, que tras un gran éxito en el pequeño Teatre Gaudí y una gira, llegó a un teatro de los “grandes“, el Victoria, en abril de 2018 (adaptación catalana de "Totally Fucked")·. Una versión del musical formó parte de la trama argumental de la serie televisiva Rise (NBC: 2018): el profesor Lou Mazzuchelli (Josh Radnor) se hace cargo del aula de teatro y decide, despertando la oposición de colegas y padres de alumnos, realizar un montaje de la obra para estimular a los estudiantes y que se “rebelaran“ contra lo establecido.

La rabia, la desesperación y la sensación de que no hay más salida que el suicidio por parte de unos adolescentes que sentían que el mundo los estaba «jodiendo», se menciona en algunas páginas de este volumen que nos traslada a unas generaciones, entre 1875 y 1945, en los que la juventud no existía. Maticemos: no existía el concepto de adolescente como tal, se consideraba, desde muchos siglos atrás, que se pasaba de una infancia a una primera adultez. Cierto es que el eco de Rousseau, con su Emilio, o de la educación (1762) o Las penas del joven Werther de Goethe (1774), ya habían dejado caer una visión «transgresora» de la juventud, y que en el caso de la novela del autor alemán generó una cierta polémica cuando, en el germen formativo de lo que posteriormente sería el Romanticismo, se produjo una cierta «oleada» de suicidios entre jóvenes que, como Werther, se sentían emocionalmente desamparados y aislados en un mundo que no les comprendía. Que ser joven se asimilaba a ser rebelde, procaz, incorregible (una de esas palabras que se suelen repetir generacón tras generación), se ha percibido en muchas épocas y ámbitos. La jeunesse dorée alrededor de Verlaine y Rimbaud en la década de 1870, los hooligans y apaches en el nueva York de finales del siglo XIX, el eco de Peter Pan (la obra teatral de J.M. Barrie estrenada en Londres en 1904) y el ansia de no querer crecer para no perder la independencia y caer en la anodina vida de los adultos, entre otros ejemplos, estaban presentes en las décadas finales del siglo XIX y en cambio de centuria; precisamente en esas décadas pone el punto de inicio de su libro, Teenage. La invención de la juventud, 1875-1945, publicado en 2007 y cuya traducción española llega (afortunadamente) finalmente a nuestros lares de la mano de Desperta Ferro Ediciones. 

Jon Savage.
Si el punto de inicio del libro es la década de 1870, el final es 1945: el «año cero», cuando el mundo se reinicia tras la conflagración más mortífera de la historia de la humanidad; y también cuando el término teenage, adolescencia, queda fijado en el imaginario colectivo y en su uso sociológico. Para entonces, a diferencia de décadas atrás, el adolescente queda perfectamente retratado en los parámetros que desde entonces asumimos como tales: «Dotar de nombre a algo contribuye a su existencia: asumido tanto por la publicidad destinada a los jóvenes como por estos mismos, teenage era claro, sencillo y transmitía lo que pretendía. Esta sería la era –el período definido social, cultural y económicamente– teen» (p. 544). La adolescencia, ese período entre, aproximadamente, los once o doce y los dieciocho años (hito este último en que se asume la «mayoría de edad» para votar, conducir, adquirir bebidas alcohólicas o ser condenado a prisión), sería desde entonces una etapa vital feraz en dolores de cabeza para los padres, incertidumbre y dudas para los jóvenes; la «edad del pavo» y del despertar sexual, de la «rebeldía sin causa», de la irreverencia y la falta de respeto a la autoridad. La edad de los peinados y atuendos que rompen con la norma, de un consumo desaforado y de vivir de día en día, del «insti» y de empezar a salir en «pandillas», del botellón y el sexo despreocupado y sin cabeza. Siempre se tiene la sensación de que los jóvenes de hoy en día son peores que los de antes, que cada vez están peor educados y se comportan peor: una lectura del apasionante libro de Savage rompe con el adagio de cualquier pasado fue mejor y de que esto antes no sucedía. 

Pues se trata de un libro que resigue a la juventud, a los adolescentes, pero no se circunscribe únicamente a los pibes de esa etapa vital entre los trece y los diecinueve en la que el vocabulario en inglés añada el sufijo «teen» que ordena y al mismo tiempo califica a quienes lo llevan en su edad. De hecho, el libro se abre a los jóvenes en general y no son pocos los personajes de este libro que están avanzada la veintena; y no deja de ser también una mirada a cómo los veían los «adultos» de esas décadas tratadas en sus páginas. Adultos que, como el pedagogo y psicólogo G. Stanley Hall, autor del libro seminal Adolescence: its psychology and its relations to physiology, anthropology, sociology, sex, crime, religion and education (1907), «aprendieron» a conocerlos y a saber las causas de su desazón permanente. O los utilizaron como particular cobaya o, en el caso de las dos guerras mundiales, incluso como «carne de cañón»: millones de jóvenes, muchísimos de ellas apenas unos adolescentes, se enrolarían ilusionados en los primeros meses de la Gran Guerra de 1914 para descubrir pronto el horror de los bombadeos, las trincheras y las a maniobras en las que morían a miles para apenas avanzar unos pocos metros. La juventud fue jaleada por ambos bandos para acudir al frente y las consecuencias fueron una «generación perdida» emocionalmente, como, si se me permite la utilización de la expresión, la propia generación de escritores que en muchos casos escribieron: sobre ellos en los años posteriores (Scott Fitzgerald, Dos Passos, Hemingway, Anderson, etc). 

La juventud también sería utilizada por los fascismos: «Giovinezza» (Juventud) el himno del Partido Nacional Fascista, apelando a una «primavera de belleza»; previamente, el futurismo de Marinetti, que influiría en el fascismo italiano, había exaltado la irreverencia de la juventud al mismo tiempo que el poder del maquinismo. Adolf Hitler, en la «revolución» que planteó para hacerse con el poder, invocaría a la juventud como elemento esencial para un nuevo orden mundial, como así plasmaría en el congreso del Partido Nazi en Núremberg en 1934: «Queremos un pueblo que no sea blando, sino duro como el pedernal, y queremos que desde la rpimera juventud aprendáis a superar dificultades y privaciones. No puede haber clases ni distinciones de clase en nuestro pueblo y nuca podéis dejar que la idea de la distinción de clases arraigue en vosotros. Todo lo que esperamos de la Alemania del futuro, lo esperamos de vosotros» (p. 324). En la construcción del «nuevo hombre» (alemán), la juventud era imprescindible, de ahí que un 95% de los adolescentes alemanes en vísperas de la Segunda Guerra Mundial estuvieron «encuadrados» en las Juventudes Hitlerianas. Millones de jóvenes formarían parte después de entes como las SS-Waffen y miles de ellos combatían aún en un Berlín en ruinas en los primeros días de mayo de 1945, cuando Hitler, suicidándose y condenando a la población alemana al «hundimiento», ya les había traicionado. Millones de jóvenes estadounidenses entrarían también en las fuerzas armadas de su país e «invadirían» el continente europeo con sus armas, pero también lo harían con sus chicles, sus chocolatinas, sus cigarrillos y los demás símbolos de la sociedad de consumo imperante al otro lado del Atlántico. 

Es el auge de la sociedad de consumo, precisamente, uno de los ejes argumentales de este libro, y que en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial explotó en Estados Unidos, acompañada del cine como medio de entretenimiento de masas (y mitos vivientes como Rodolfo Calentino o Clara Bow), la música y el baile (del jazz al swing, del ragtime al jitterbug) en una «evolución» de prácticamente de década a década, que acabaría moldeando el genoma de la juventud. La moda idónea para un determinado estilo musical o un preciso tipo de baile también sería un elemento formativo y performativo de los jóvenes, tanto en los Estados Unidos de los «locos años veinte» como durante la Gran Depresión, del mismo modo que lo sería en la Inglaterra de la Bright Young People y los tiempos del (relativo) auge de la British Union of Fascists de Oswald Mosley y el «miedo rojo» en algunas ciudades británicas. Cómo vestir, cómo bailar, cómo relacionarse (y tener relaciones sexuales), cuántas veces ir al cine; o cómo lograr una cierta independencia en el caso de las millones de chicas que, utilizadas como mano de obra mientras los hombres luchaban en el frente, encontraron que podían vivir como quisieran una vez salían de la fábrica, relacionarse como quisieran y llegando a casa a la hora que quisieran. Sexo y baile para muchos, delincuencia y violencia para otros, alcohol y drogas, las prácticas sociales de los jóvenes eran etiquetadas de muchas maneras y eran percibidas, casi unánimamente, como una «amenaza» para la estabilidad de la sociedad. 

Son muchos los elementos que Savage trata en este libro, imposibles de detallar en un libro lleno de imágenes muy diversas sobre lo que podía significar ser «joven», un adolescente, y rebelarse contra un estado de cosas, «con o sin causa». Es también la rebeldía uno de los elementos transversales que jalonan los diversos capítulos, entendida en muchas ocasiones como salida a un estado de ánimo que se veía asfixiado por los límites conservadores de la sociedad en diversos momentos y ámbitos. Una rebeldía que podía ser de muchas maneras: la delincuencia, más o menos organizada, con bandas que se hacían los amos de un barrio o de una pequeña ciudad; la negación a querer participar de los estándares «burgueses» establecidos o de unos postulados ideológicos comúnmente aceptados; la huida hacia otros ámbitos, como el retorno a la naturaleza primigenia e incluso prácticas sexuales no estándares (de los Wandervogel a los neopaganos), etc. Pero, desde otra óptioca, el encauzamiento de (parte de) esa rebeldía podía producirse y generar, si no conformidad con lo que había, al menos una cierta adaptación social; los Boy Scouts (y el escultismo en general) como una «militarización» de la sociedad y un a vía de escape (cuando no cauterización) de la agresividad y la violencia social, además de una preparación para la guerra que se esperaba/deseaba que vendría, como sucedió en los años previos a la Gran Guerra. 

El trabajo de documentación de Savage es de altura: un somero vistazo a las ochenta páginas de bibliografía comentada al final del volumen permite vislumbrar hasta dónde ha llegado el autor para conocer a fondo los diversos temas y ámbitos de su investigación; y eso que, en general, el libro se centra en Estados Unidos y Gran Bretaña, con algunos capítulos dedicados a Alemania y, en menor medida, Francia. Cabría decir que, frente o complementando el caso de los fascismos, se podría haber añadido el caso de la Unión Soviética, donde la utilización y manipulación de la juventud en organismos paralelos a los de fascistas y nazis se puede reseguir en el Komsomol, la organización juvenil del PCUS, o los variados movimientos de los Pioneros en los diversos países bajo la férula comunista. Es cierto que en estos casos (fascista, nazi, comunista) falta el elemento aglutinador que conforma a la juventud de los países occidentales y consolidó su evolución y ampliación: la sociedad de consumo y el acceso a una gran variedad de productos y espacios de entretenimiento (cine, música, bailes, modas, snacks, bebidas, etc.). 

Estamos, para ir resumiendo, ante un libro tremendamente interesante y de de amenísima lectura. Queda la sensación, además, a lo largo de su lectura de que la cuestión de la adolescencia y la juventud, en sus líneas maestras, no es muy diferente ahora que hace un siglo, pues los sentimientos de miedo, rebeldía, deseo, independencia y evasión son muy similares, cambiando el contexto histórico, desde luego, y el acceso a la tecnología y los bienes de consumo. Leyendo Teenage uno tiene la imagen de que hay cosas que no cambian, como cierto síndrome de Peter Pan y la rebeldía propias de los jóvenes ante sus mayores y el mundo que han conformado (así lo asumen) contra ellos. Bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla...

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