Puede que el visitante que llega por primera vez a la Atenas actual en busca de la ciudad antigua sienta una cierta desilusión: la urbe moderna no anima a quienes se topan con los efectos del caótico tráfico urbano, lo desastrado de sus calles, la apatía de sus habitantes, resignados a sufrir las consecuencias de la crisis económica que ha golpeado con especial incidencia a Grecia en la última década. Cierto es que la urbe actual realizó un lavado de cara en ocasión de los Juegos Olímpicos de 2004, pero no ha terminado de maquillar una cierta sensación de desidia urbanística y de desaliño en general durante décadas. Recuerdo mis impresiones, apenas un muchacho de dieciséis años, en un viaje de fin de curso del instituto a Atenas, Delfos, Micenas y Corinto: aquella ciudad no parecía amable, no recibía a los visitantes con especial afabilidad. Para los parámetros algo ventajistas de quienes, siendo testigos de los enormes cambios urbanísticos de aquel 1992, veíamos como se «modernizaban» unas ciudades (Barcelona, Sevilla) que necesitaban mucho más que grandes obras faraónicas para albergar acontecimientos de la dimensión de unos Juegos Olímpicos y una Exposición Universal, Atenas podía parecernos «antigua», «cutre» incluso. Recuerdo aquellos anuncios de maquinillas de afeitar BIC en grandes vallas en las principales avenidas de la ciudad; se nos desaconsejaba coger el metro, oscuro y sórdido, y no ir «solos» por la ciudad.
Todo ello nos «impactó» en aquel primer día en Atenas, pero, al menos en quien esto escribe, también todo quedó pareció olvidarse cuando, desde la Plaza Omonia –nos alojamos, siempre lo recordaré, en un hotel de la calle Marikas Kotopouli– y enfilamos la calle Athinas hacia la Acrópolis. No fue una mañana especialmente soleada (no recuerdo días de sol en aquella semana que pasamos en Grecia), pero sí hubo la suficiente luz como para que, ya desde lejos, oteáramos el Partenón con una ilusión que hasta entonces parecía haber quedado oscurecida por las primeras impresiones de la ciudad. Estábamos en la ciudad de Pericles, Platón, Sófocles y Demóstenes, ya empezábamos a intuirlo. Las nubes se cernieron sobre aquel grupo de estudiantes que pasearon por la Acrópolis y posaron frente a los restos de su templo más conocido: el edificio más famoso, quizá, de la antigua Grecia. Restos de piedras entre andamios, tambores de columnas por el suelo, un escarpado escenario que no invitaba a imaginar cómo era aquel paraje hace veinticinco siglos. Y, sin embargo, observando aquellas piedras, uno podía intuir, sentir, cómo era estar allí en aquella época; aquellas piedras, de hecho, parecían «hablarnos», contarnos historias de quienes vivieron en aquella Atenas, quienes la construyeron y engalanaron, quienes la defendieron en las guerras continuas con sus vecinos, quienes resistieron a los invasores externos, ya fueran persas, macedonios o romanos; quienes hicieron de Atenas la «escuela de Grecia» por no decir del mundo entero, y cuyo eco sigue perdurando hoy en día.
Mario Agudo Villanueva. |
Con Atenas. El lejano eco de las piedras (Editorial Confluencias, 2018), el periodista y divulgador de la historia y la arqueología Mario Agudo Villanueva (n. 1977) nos «traslada» aquella ciudad antigua de la que quedan numerosos restos, algunos de ellos bajo la Atenas moderna. El suyo no es propiamente un ensayo histórico al uso sobre la antigua Atenas, tampoco un libro de viajes ni una recopilación de hallazgos arqueológico… pero sí es cierto que tiene un poco de todo ello y mucha de la curiosidad y la pasión de quien desde pequeño se sintió hechizado por los vestigios del pasado. Podríamos considerarlo un paseo, prácticamente físico y real, por escenarios de aquella Atenas. Estructurado el volumen en cinco partes, las dos primeras se centran en los dos espacios esenciales de aquella ciudad en la antigüedad: la Acrópolis y el Ágora. La religión –lo telúrico, lo mistérico, lo festivo, lo teatral– y la política, con el paso de la oligarquía y la tiranía a la democracia, y la conformación de un sistema político de todos y para todos; «democracia directa» en clave antigua, no moderna, desde luego, pero con muchos aspectos que hoy, con cada vez un mayor desapego hacia la democracia, envidiamos.
Una tercera parte nos lleva a espacios como el Pireo (la puerta de salida al mar y también de entrada desde allende el Egeo), el barrio «industrial», artesanal, del Cerámico, las murallas y las puertas que protegieron la ciudad durante la Guerra del Peloponeso, las escuelas filosóficas en torno a la Academia de Platón y el Liceo de Aristóteles, Eleusis y los misterios de la tierra. La «conquista» macedonia y la «decadencia» ateniense desde finales del siglo IV a.C. no deberían hacernos pensar en una ciudad acabada: el establecimiento de los filósofos estoicos y epicúreos, el patronazgo helenístico en el Ágora, la reconstrucción de la ciudad tras el asedio romano del año 86 a.C, nutren las páginas de la cuarta parte del libro, mientras que en la quinta y última se trazan los siglos finales de la antigüedad y la supervivencia de la ciudad en los períodos medieval (la expansión de las iglesias y monasterios) y moderno (Atenas bajo dominio otomano, con el ataque veneciano de 1687 y la explosión del polvorín que había en el interior del Partenón, convertido en las ruinas que el turista moderno puede contemplar).
Vista de la Acrópolis por Fred Boissonnas, 1903. |
Es cierto que el libro de Mario Agudo no «cuenta» nada «nuevo» que el lector no haya leído en obras más especializadas, y eso que no deja de ser este un volumen con mucho contenido. Pero tampoco su propósito es el de ser un manual al uso: es un viaje a aquella ciudad antigua y un paseo por aquellas piedras, hoy ruinas, que sí que nos dicen muchas cosas. El estilo agradable y ameno del autor, que no puede disimular su pasión por lo que (d)escribe –y que es algo que nos transmite, que nos «contagia»– es uno de los alicientes de un delicioso volumen, lleno de reflexiones, sensaciones y (claro que sí) sabiduría; una palabra que se viene magníficamente acompañada por las numerosas fotografías (muchas de ellas tomadas por el propio Agudo) que jalonan sus páginas. Ya sólo «hojear» el libro es un placer para la vista y casi te parece estar «tocando» aquello que contemplas. Al final del volumen, como guinda, se añade una recopilación de fotografías tomadas por François Frédéric «Fred» Boissonnas, que desde 1903 visitó Grecia por primera vez y, a lo largo de varios viajes, tomó numerosas instantáneas de los restos de una ciudad que, poco a poco, volvía su mirada hacia su pasado.
En conclusión, un libro que apasionará a lectores y curiosos de la antigua Atenas, que hará las delicias de quienes saben mucho y de aquellos que quieren saber. Un libro que merece disfrutarse con la misma pasión, estamos convencidos, que ha sentido el autor escribiéndolo. ¡No os lo perdáis!
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