Un 24 de octubre de 1929 se produjo el desplome
de la Bolsa de Nueva York, que perdió un 9% de su índice de valores
industriales. No fue la peor de las pérdidas que sufriría Wall Street en
los años siguientes, pero fue un mazazo de tal magnitud que ese día
pasó a llamarse el Jueves Negro (Black Thursday) y se consideró el crash de Wall Street, así como el inicio de la Gran Depresión
que arrasaría la economía de los Estados Unidos, y de gran parte del
mundo capitalista, durante la década siguiente. La crisis económica,
agudizada por la falta de medidas de control del negocio bursátil
especulativo, llevó a un replanteamiento de los mecanismos de vigilancia
en la Bolsa y a un paquete de medidas económicas de enorme calado, el
llamado New Deal, por parte del presidente estadounidense Franklin
Delano Roosevelt desde marzo de 1933. El New Deal, sin embargo, no acabó con la Gran
Depresión: en realidad lo hizo la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y
la dedicación de la economía estadounidense al esfuerzo bélico en un
conflicto en el que finalmente entraría como beligerante en diciembre de
1941.
Todo empezó con las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, diez
años del crash de Wall Street. En 1919 Estados Unidos era el principal
acreedor de los países industrializados y el flamante vencedor económico
del conflicto. Vencedores como el Reino Unido y Francia, y vencidos
como Alemania, se convirtieron en los deudores del gigante
norteamericano. Los alemanes, de hecho, fueron los principales
beneficiarios de los préstamos que Estados Unidos realizó al finalizar
la guerra para reconstruir unas economías que, hasta entonces, habían
destinado todos sus recursos al esfuerzo de guerra. Alemania pudo
renegociar las indemnizaciones estipuladas en las conferencias
posteriores al Tratado de Versalles, y gracias a los planes Dawes (1924)
y Young (1929), se estableció un sistema de pago ajustado y que el país
germano podía realizar sin que su existencia se viera en peligro. Sin
los préstamos y las facilidades de banqueros y financieros
estadounidenses, Alemania no habría superado el fatídico año 1923, con
una hiperinflación que prácticamente destruyó el marco (Reichsmark),
forzando al Deutsches Bank a crear una nueva moneda, el Rentenmark.
Estos préstamos significaron, por un lado, que las economías europeas
dependieran de la estabilidad financiera de EEUU y, por el otro, que la
balanza del comercio exterior estadounidense fuera negativa en la década
de 1920 y no se pensara a fondo que una falta de liquidez en casa podía
suponer que se exigiera el retorno íntegro de los préstamos concedidos a
los países europeos, además de cerrarse el grifo de préstamos, lo cual
podía poner en un serio brete a economías en recuperación como la
alemana u otras en una situación que tampoco era boyante como la
británica. Esta balanza comercial negativa forzaba a EEUU a importar de
sus deudores más de lo que podía exportar, y ello suponía que se
acumulaban los stocks de los productos de importación y que el comercio
interior del país tampoco podía absorber. Y todo ello sucedió
precisamente en unos años, la época de la prosperidad de los Roaring
Twenties (los locos años veinte), de la expansión de la cultural del consumo al otro lado del
Atlántico. Una época de popularización de los electrodomésticos y
automóviles, de las compras a crédito para facilitar las ventas de
productos y de la especulación bursátil. No hay una única causa que
explique el crash de 1929 pero el devenir de la década precedente nos
ayuda a entender cuál fue el camino trazado, qué pasó, qué falló y qué
medidas no se tomaron para impedir el cuasi desplome del sistema
económico capitalista.
La prosperidad norteamericana era una realidad, cierto, pero
ocultaba algunos puntos débiles. Pensemos que la agricultura estaba en
crisis desde el final de la Gran Guerra, con una pérdida de inversiones
en el campo, lo cual supuso menos beneficios y miles de jornaleros que
fueron al paro en el interior del país. El paro afectó también a
sectores como el textil, como el del algodón en el Sur del país, la
lana, el calzado y la piel. El sector terciario vio cómo se reducía el
paro, que aumentaba de manera generalizada en los otros sectores, aunque
de manera sostenida. El país vivía bien en las dos costas y la zona de
los Grandes Lagos, mientras que la crisis afectaba a las zonas rurales y
la industria tradicional, que se estancaba. Las grandes empresas y la
banca era la principal beneficiaria del esplendor consumista y de la
especulación bursátil de los años veinte. Pero la apariencia de
beneficios fáciles en la Bolsa y el aumento de los salarios camuflaban
las señales de estancamiento económico en los principales sectores
industriales. La mejora de las técnicas de producción en los años
precedentes, con el fordismo como modelo, crearon una sensación de que
la producción podía ser absorbida por el consumo, y que un aumento de
los salarios podía inducir a consumir más. Pero los sueldos no se
incrementaron al mismo nivel que la productividad (un 40% mayor que
apenas una década antes) y que la producción en sí. La gente compraba y
consumía, echaba mano de los créditos que ofrecían los bancos con
facilidad, y más en un país como EEUU donde predominaba un sistema de
pequeños y medianos bancos que se extendía por toda la superficie del
país.
Suele achacarse a la especulación bursátil desaforada la causa del crash de Wall Street. Y es cierto que la especulación fue un factor importante, pero no el único: para entendernos, las señales de alarma del estancamiento económico en EEUU, junto con una balanza del comercio exterior negativa y unos préstamos al extranjero muy numerosos, serían factores claves para entender cómo pudo afectar a la economía el hundimiento del castillo de naipes que suponía la especulación en Wall Street. Como en el consumo, mucha gente pidió créditos para invertir en la Bolsa y ganar dinero que se consideraba fácil y rápido. No conviene tampoco sobredimensionar el papel del pequeño inversionista con un nivel adquisitivo limitado frente a los desmanes que también cometieron las principales firmas de inversión, los bancos y magnates más o menos sospechosos como Joseph Kennedy (padre del futuro presidente). Para invertir en la Bolsa era necesario tener capital, y quienes sobre todo lo tenían eran los grandes inversores y aquellas personas que tenían un dinero importante, aunque quizá más modesto que el de los millonarios. La Bolsa de Wall Street no estaba regulada en los años veinte y aunque fue el mercado financiero que daba unos réditos más elevados, la mayor parte del beneficio era en cierto modo ficticio, especulativo. Se decía que Joe Kennedy solía hablar de oportunidades de inversión con su limpiabotas habitual, y que éste solía pedirle consejo; también se repitió la anécdota de Kennedy que dijo que cualquier sistema que permitiera que un limpiabotas se lucrara especulando en Bolsa no era bueno para él. Kennedy especuló y mucho, y que posteriormente fuera designado como uno de los que debían velar por el buen funcionamiento del parquet financiero fue visto con suficiente sorna como para causar sonrojo. La Bolsa se basaba, además, en un factor esencial: la confianza en y del mercado.
En su clásico libro El crash de 1929 (1954), el economista John
Kenneth Galbraith explica con detalle el funcionamiento de la
especulación bursátil y cómo se organizó un «tinglado» de enormes
dimensiones: grandes operaciones y estructuras piramidales a través de
sociedades y fondos de inversión, por un lado, y préstamos a través de
pequeños corredores que adquirían opciones de compra de acciones para
pequeños y medianos inversores, por otro, con un dinero que no existía,
pues se confiaba en pagar esas acciones con créditos a un alto tipo de
interés que «se confiaba» en devolver con los beneficios a corto plazo.
Los pequeños y medianos bancos se especializaron en conceder créditos
para que inversores con un nivel adquisitivo limitado pudieran especular
en la Bolsa, vinculando la recuperación de esos créditos al buen
funcionamiento de la Bolsa, mientras que la gran banca (con JP Morgan al
frente, por ejemplo) jugaban con valores industriales importantes,
atrayendo también a las grandes fortunas del país, que invertían gran
parte de su dinero con lo que se consideraba que era un negocio fácil,
de los grupos industriales (que invertían en la Bolsa en lugar de
hacerlo en sus propias empresas), e incluso con especuladores foráneos.
De un modo u otro, invirtiendo esas grandes fortunas o jugándose la
libreta de ahorros para pagar la universidad de los hijos y los ahorros
de toda una vida de trabajo, mucha gente asumió la idea de que el
negocio estaba en retirarse del juego cuando las acciones estuvieran a
punto de bajar, tras alcanzar su nivel máximo, y que entonces sería el
momento de vender e irse a casa con los beneficios. Por último, y esto
fue esencial, el Sistema de la Reserva Federal (Federal Reserve System,
el banco central estadounidense, para entendernos) no ejerció un papel
de guardián del sistema bursátil; creada en 1913, se preocupaba de la
emisión de billetes y controlar los tipos de interés de la moneda. Los
intentos de la Reserva Federal para atenuar la burbuja especulativa,
subiendo el precio del dinero, chocó con los intereses de los grandes
especuladores, que consideraban que se ponían trabas al, así visto,
lícito enriquecimiento en la Bolsa. El hecho de imponer elevados tipos
de interés a los préstamos tampoco disuadió a los inversores,
especialmente a los grandes. Y parecía que ya nadie se acordaba del
pánico financiero de 1907, que se atajó con una intervención de la Banca
Morgan (con el propio John Pierpont Morgan al frente) y de los
principales bancos, que inyectaron dinero propio en la Bolsa para
mantener la confianza.
De los Roaring Twenties a la Gran Depresión... |
Suele achacarse a la especulación bursátil desaforada la causa del crash de Wall Street. Y es cierto que la especulación fue un factor importante, pero no el único: para entendernos, las señales de alarma del estancamiento económico en EEUU, junto con una balanza del comercio exterior negativa y unos préstamos al extranjero muy numerosos, serían factores claves para entender cómo pudo afectar a la economía el hundimiento del castillo de naipes que suponía la especulación en Wall Street. Como en el consumo, mucha gente pidió créditos para invertir en la Bolsa y ganar dinero que se consideraba fácil y rápido. No conviene tampoco sobredimensionar el papel del pequeño inversionista con un nivel adquisitivo limitado frente a los desmanes que también cometieron las principales firmas de inversión, los bancos y magnates más o menos sospechosos como Joseph Kennedy (padre del futuro presidente). Para invertir en la Bolsa era necesario tener capital, y quienes sobre todo lo tenían eran los grandes inversores y aquellas personas que tenían un dinero importante, aunque quizá más modesto que el de los millonarios. La Bolsa de Wall Street no estaba regulada en los años veinte y aunque fue el mercado financiero que daba unos réditos más elevados, la mayor parte del beneficio era en cierto modo ficticio, especulativo. Se decía que Joe Kennedy solía hablar de oportunidades de inversión con su limpiabotas habitual, y que éste solía pedirle consejo; también se repitió la anécdota de Kennedy que dijo que cualquier sistema que permitiera que un limpiabotas se lucrara especulando en Bolsa no era bueno para él. Kennedy especuló y mucho, y que posteriormente fuera designado como uno de los que debían velar por el buen funcionamiento del parquet financiero fue visto con suficiente sorna como para causar sonrojo. La Bolsa se basaba, además, en un factor esencial: la confianza en y del mercado.
Índice Dow Jones durante el crash de octubre de 1929 (clickar encima para aumentar la imagen) |
La fragilidad del sistema comenzó a verse en las semanas previos al
Jueves Negro; en septiembre de 1929 el índice Dow Jones alcanzó su
máximo nivel histórico (381 puntos)… para comenzar a ceder, perdiendo un
17% en el mes siguiente. A mediados de octubre remontó pero se preveía
una nueva bajada. Muchos inversores consideraron que había llegado el
momento de vender las acciones, coger los beneficios y dejar el juego;
acercándose final de mes, muchos pensaron que sería ideal vender y
devolver todos o parte de los créditos conseguidos con los beneficios.
Pero tantas acciones vendidas no podían enjugarse solas. El 23 de
octubre, miércoles, la Bolsa de Wall Street cerró con pérdidas. Empezó a
surgir el nerviosismo entre los corredores de bolsa que buscaron
compradores con una creciente desesperación. Wall Street abrió el jueves
24 con casi trece millones de acciones en venta. Acciones a la baja,
desde luego, con lo cual el beneficio que se podía conseguir era mínimo a
medida que tardaban en aparecer los compradores. Llegó el pánico ante
la pérdida de confianza en el valor de las acciones que se poseían. Con
millones de acciones sin comprador, su valor se depreció y la Bolsa
volvió a cerrar con pérdidas. La semana siguiente, del 24 al 29 de
octubre, fue catastrófica para pequeños y medianos inversores: miles de
ellos se arruinaron, se perdieron miles de millones de dólares, se vio
que el pinchazo de la burbuja no se podría solucionar como en 1907.
Miles de créditos no pudieron devolverse en las semanas y meses
siguientes, lo cual supuso la bancarrota de miles de bancos en los
cuatro años posteriores al crash. El viernes 25 se reunieron los
principales banqueros neoyorquinos, que acordaron invertir en algunos de
los principales valores a un precio elevado. El fin de semana fue de
calma tensa, muy tensa. El lunes 28, sin embargo, los valores siguieron
bajando: el índice Dow Jones cayó el 13%. El martes 29 (Black Tuesday) se pusieron a la
venta más de 16 millones de acciones, pero las pérdidas alcanzaron otro
12%. Ya no era una crisis de pequeños y medianos inversores: afectaba
entonces a los grandes especuladores, aquellos que se consideraba
expertos en el juego de Wall Street. Se calcula que sólo ese día se
perdieron 14.000 millones de dólares, que acumulado a lo perdido en la
semana precedente llegó a la cifra de 30.000 millones: una cifra
inimaginable entonces. Las semanas siguientes el índice de los valores
industriales que representaba el Dow Jones siguió bajando: de los 381
puntos de agosto de 1929 se pasó a los 275 a finales de año. Y siguió
bajando a lo largo de 1930 y 1931, hasta tocar fondo en julio de 1932
con un nivel de 58,46 puntos. Para entendernos, 100 dólares invertidos
antes del inicio del pánico, en octubre de 1932 tenían un valor real de
sólo 14.
La consecuencia del crash de 1929 fue la gran crisis económica que
conocemos como la Gran Depresión. Hemos mencionado antes las señales de
fragilidad de la industria y el campo, así como de la propia estructura
bancaria. Al perderse miles de millones con los valores de las acciones,
muchos créditos no pudieron devolverse y miles de bancos cerraron. El
consumo cayó en picado, la producción disminuyó y no pudieron venderse
los stocks, muchas fábricas y empresas (que habían invertido también en
bolsa gran parte de sus beneficios) quebraron y cerraron, el paro
aumentó hasta alcanzar casi 13 millones de parados en 1933 (un 25% de la
población activa), el hambre y la miseria se extendieron. El presidente
Herbert Hoover trató de intervenir desde el principio, pero los
estímulos gubernamentales no dieron frutos; en gran parte porque Hoover
consideraba que el problema se podría solucionar reduciendo los
impuestos y estimulando el consumo, pero sin apenas alterar el sistema
que condujo al crash. El sector primario estaba en crisis y en el
secundario el presidente chocó con unos empresarios que pensaban que
podrían mantener sus beneficios reduciendo los costes y bajando los
sueldos, cuando el presidente les incentivaba a mantener los salarios
para que el consumo no disminuyera. Al mismo tiempo, el paulatino cierre
de bancos significaba la pérdida de miles de millones en depósitos, y
también afectaba a miles de empresas que no podían afrontar los gastos y
cerraban. La bola era cada vez mayor; no ayudó que algunos países
europeos abandonaran el patrón oro en 1931, comenzando por el Banco de
Inglaterra (mientras que Hoover y la Reserva Federal se obstinaron en
mantenerlo) y la suspensión de los pagos de la mayor parte de las deudas
con EEUU. La crisis estadounidense afectó especialmente a Alemania
cuando se empezó a exigir la devolución de los créditos y el país
germánico se vio incapaz de hacerlo, sufriendo a su vez las
consecuencias de suspensión de pagos en empresas y paro en ascenso
(hasta seis millones de parados alemanes en 1933). El paro superó los ocho millones de desempleados en EEUU a finales de 1931 y los
precios agrícolas se desplomaban, con más cierres de bancos y las
retiradas de oro de la Reserva Federal por parte de inversores
estadounidenses y extranjeros. Un año después, sin que Hoover se
aviniera a abandonar el patrón oro, el paro alcanzaba ya a siete
millones de estadounidenses, y con las elecciones presidenciales de
noviembre de 1932 los republicanos vieron que no saldrían de esa
tendencia al desplome. El demócrata Roosevelt venció en los comicios
pero se negó a colaborar con el presidente saliente: Roosevelt ya tenía
en mente las líneas generales del New Deal y necesitaba libertad de
movimiento para implementarlas, y eso suponía esperar a que llegara a la
Casa Blanca en marzo de 1933. Aumentó el pánico financiero y el sistema
bancario estadounidense prácticamente se colapsó. Roosevelt contaba con
ello… el sistema debía tocar fondo para volver a levantarlo.
Wall Street el Black Tuesday (29 de octubre de 1929). |
Cifras de paro en EEUU durante la Gran Depresión. |
Lectura recomendada: ante lo comentado, no queda más que recomendar el libro de John Kenneth Galbraith, El crash de 1929 (Ariel, 2013), de lectura incisiva, en ocasiones irónica y que sigue siendo una de las principales interpretaciones del crash de 1929. Por su parte, Milton Friedman y la Escuela de Chicago ofrecen una explicación opuesta y desde el liberalismo económico más tradicional.
Ficha del libro.
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