Un 23 de octubre de 42 a.C. tuvo lugar la
(segunda) batalla de Filipos, que enfrentó a lo que quedaba del ejército de los
autoproclamados Libertadores, con Marco Junio Bruto al frente tras el suicidio de Gayo Casio Longino, y al de
los triumviri res publicae reconstituendae consulari potestate, bajo el
mando de Marco Antonio y el joven Gayo Julio César Octaviano
(¿indispuesto?). En muchos aspectos, y así lo recoge parte de la
historiografía moderna, Filipos fue la tumba de la República romana
libre; pero, desde otro punto de vista, se podría decir que la libera
res publica ya había sido herida de muerte en Farsalia, seis años atrás,
y durante la dictadura de César fue un cadáver mantenido
artificialmente con vida. La última vez que el pueblo romano pudo elegir
libremente a sus magistrados –dentro de lo que significa “libremente”
en un sistema que no era plenamente democrático– fue en el año 50 a.C.
Ocho años después, con los suicidios de Casio y Bruto sobre el campo de
batalla y la escabechina de los restos de las viejas familias nobiles,
la Roma que finalmente vencía era otra. En nombre de César y de la
República… pero en realidad ya era el mismo sistema institucional y
político.
Busto atribuido a Marco Junio Bruto. |
Todo comenzó, cómo no, con el asesinato de César dictator en
aquellos idus de marzo del año 44 a.C. Cuando, después del magnicidio,
Marco Bruto levantó su puñal y gritó el nombre del ausente Cicerón, en
realidad no era demasiado consciente de las consecuencias de la empresa
a la que se había sumado con cierta renuencia; de hecho, ni él ni la
mayor parte, por no decir todos, de los conspiradores. ¿Qué pretendían?
¿Pensaban que con la muerte de quien consideraban un tirano se
cambiarían las cosas? Bruto se había negado a que el magnicidio
incluyera a los aliados de César, especialmente a Marco Antonio, el
cónsul colega de César y quien, a priori, debía mantener el orden en la
ciudad una vez César marchara a reunirse con sus legiones y emprender
una campaña en la Dacia, paso previo a la guerra de represalia contra
los partos. Por otro lado, muchos de los conspiradores ejercían
magistraturas y mandos militares otorgados por César, y su asesinato en
teoría cancelaba estas disposiciones. Muerto César, el poder consular
pasaba a Marco Antonio y el cónsul suffectus, Publio Cornelio Dolabela, y
aunque Antonio inicialmente se ocultó, pronto tomó decisiones
importantes, como conseguir de la viuda Calpurnia y de las vírgenes
vestales el testamento de César. Un testamento que, para sorpresa de
Antonio, no le declaraba su principal heredero, sino un muchacho apenas
conocido, Gayo Octavio, de apenas diecinueve años y que quedaba en ese
momento adoptado, recibiendo la mayor parte de la fortuna de César, su
nombre e, implícitamente, su clientela. Por otro lado, el testamento
designaba a alguno de los asesinos (Décimo Bruto) como segundo heredero,
lo cual exacerbó el odio contra éstos.
La lectura pública del testamento (19 de marzo) y el funeral de César (20 de marzo) quizá no fueron tan dramáticos como posteriormente William Shakespare recreara en su obra teatral Julio César –«Friends, Romans, countrymen, lend me your ears, I come to bury Caesar, not to praise him…; acto III, escena 2»–, pero sí se desmandaron las cosas tras las palabras de Antonio («en lugar del elogio fúnebre, el cónsul Antonio hizo leer por un heraldo el decreto del Senado por el que este había otorgado a Cesar todos los honores divinos y humanos a la vez, así como el juramento por el que todos sin excepción se habían comprometido a proteger su vida; a esto añadió por su parte muy pocas palabras»; Suetonio, Div,. Iul., 84, 2-3; Apiano, sin embargo, sí recoge una emotiva laudatio funebris, en sus Romaikia o Bella Civilia, II, 144-146), cuando la muchedumbre encendió la pira funeraria en la tumba familiar en el Campo de Marte (no en el Foro, como se ha popularizado), lanzó muebles y joyas al fuego e, inmediatamente, se dirigió a las casas de Bruto y Casio para lincharlos (no lo encontraron, desde luego). Las cosas empezaron a ponerse feas para los Libertadores: para mantener los cargos y magistraturas (Bruto mismo era cónsul designado para el año 42 a.C.), se avinieron a mantener las disposiciones (acta) de César, lo cual quitaba todo valor real al magnicidio, que se convertía en un acto simbólico pero sin las consecuencias esperadas: como destaca Richard Billows en su biografía del personaje (Julio César. El coloso de Roma. Gredos, 2011), los conjurados pretendieron «volver atrás el reloj» republicano, como si el período de la dictadura cesariana no hubiera existido; significaba volver un siglo atrás, a los tiempos anteriores al tribunado de los hermanos Graco, cuando el sistema republicano no había conocido aún los desastres y las guerras civiles que asolarían Roma e Italia en varias ocasiones. ¿Qué significaba pues el magnicidio? ¿Cómo entenderlo? Recojo algunas frases de mi reseña del libro de Billows: «¿Cómo entender, pues, el asesinato de César por parte de algunos de aquellos que habían estado a su lado en las Galias o en Farsalia? Para Billows, la cuestión excede el mero asesinato físico de César y, paradójicamente, se limita a la muerte de éste. Marco Bruto y Gayo Casio encuentran de su lado a Gayo Trebonio y Décimo Bruto en el momento de asestar las diversas puñaladas que mataron a César, pero poco les unía: tan sólo la necesidad de eliminar a César. Sus objetivos eran diferentes y sin embargo convergieron en un magnicidio que triunfó en lo inmediato, el asesinato, pero fracasó en sus consecuencias, pues todos ellos tuvieron que aceptar el mantenimiento del legado político de César, curiosamente porque su propia carrera política (los cargos que ostentaban o estaban a punto de ejercer) dependían de la aceptación de la política de César. El atraso del reloj republicano, por un lado, y el temor a una figura omnipotente, en la que parecía convertirse César, juntó a hombres que a priori defendían visiones diferentes de la propia República.»
La lectura pública del testamento (19 de marzo) y el funeral de César (20 de marzo) quizá no fueron tan dramáticos como posteriormente William Shakespare recreara en su obra teatral Julio César –«Friends, Romans, countrymen, lend me your ears, I come to bury Caesar, not to praise him…; acto III, escena 2»–, pero sí se desmandaron las cosas tras las palabras de Antonio («en lugar del elogio fúnebre, el cónsul Antonio hizo leer por un heraldo el decreto del Senado por el que este había otorgado a Cesar todos los honores divinos y humanos a la vez, así como el juramento por el que todos sin excepción se habían comprometido a proteger su vida; a esto añadió por su parte muy pocas palabras»; Suetonio, Div,. Iul., 84, 2-3; Apiano, sin embargo, sí recoge una emotiva laudatio funebris, en sus Romaikia o Bella Civilia, II, 144-146), cuando la muchedumbre encendió la pira funeraria en la tumba familiar en el Campo de Marte (no en el Foro, como se ha popularizado), lanzó muebles y joyas al fuego e, inmediatamente, se dirigió a las casas de Bruto y Casio para lincharlos (no lo encontraron, desde luego). Las cosas empezaron a ponerse feas para los Libertadores: para mantener los cargos y magistraturas (Bruto mismo era cónsul designado para el año 42 a.C.), se avinieron a mantener las disposiciones (acta) de César, lo cual quitaba todo valor real al magnicidio, que se convertía en un acto simbólico pero sin las consecuencias esperadas: como destaca Richard Billows en su biografía del personaje (Julio César. El coloso de Roma. Gredos, 2011), los conjurados pretendieron «volver atrás el reloj» republicano, como si el período de la dictadura cesariana no hubiera existido; significaba volver un siglo atrás, a los tiempos anteriores al tribunado de los hermanos Graco, cuando el sistema republicano no había conocido aún los desastres y las guerras civiles que asolarían Roma e Italia en varias ocasiones. ¿Qué significaba pues el magnicidio? ¿Cómo entenderlo? Recojo algunas frases de mi reseña del libro de Billows: «¿Cómo entender, pues, el asesinato de César por parte de algunos de aquellos que habían estado a su lado en las Galias o en Farsalia? Para Billows, la cuestión excede el mero asesinato físico de César y, paradójicamente, se limita a la muerte de éste. Marco Bruto y Gayo Casio encuentran de su lado a Gayo Trebonio y Décimo Bruto en el momento de asestar las diversas puñaladas que mataron a César, pero poco les unía: tan sólo la necesidad de eliminar a César. Sus objetivos eran diferentes y sin embargo convergieron en un magnicidio que triunfó en lo inmediato, el asesinato, pero fracasó en sus consecuencias, pues todos ellos tuvieron que aceptar el mantenimiento del legado político de César, curiosamente porque su propia carrera política (los cargos que ostentaban o estaban a punto de ejercer) dependían de la aceptación de la política de César. El atraso del reloj republicano, por un lado, y el temor a una figura omnipotente, en la que parecía convertirse César, juntó a hombres que a priori defendían visiones diferentes de la propia República.»
El joven Octaviano. |
Apiano relata con detalle los acontecimientos del año 43 a.C. (libro
III de sus Romaikia) y, sobre todo, la creación del
mal llamado Segundo Triunvirato –triumviri res publicae constituendae
potestate consulari, es decir, «triunviros con poder consular para restaurar el Estado»; en realidad fue el único triunvirato que tuvo
vigencia– y la campaña contra Bruto y Casio en Macedonia en el año 42
a.C. (libro IV). A ellos remito al lector interesado (edición de Antonio
Sánchez Royo en Gredos, 1985). El camino fue largo y azaroso: Antonio,
como se sabe, no se avino con el joven heredero, que tardó unas semanas
en presentarse en Roma para reclamar su herencia –mientras conseguía el
apoyo de las legiones acantonadas en Epiro–, que a su vez exigió el
castigo de los asesinos de César. Los Libertadores se fueron dispersando
con sus nuevos mandos militares (Bruto, Casio y Trebonio a Oriente,
Décimo Bruto a la Galia Cisalpina), y la querella entre Antonio y
Octaviano, atizado éste por Cicerón, agriaba el escenario político
romano. Finalmente Antonio decidió, presionado por las circunstancias,
atacar a los Libertadores, dirigiéndose primero contra Décimo en la
Galia, mientras Dolabela llegaba a Siria y brutalmente asesinaba a
Trebonio, para luego recibir el castigo de Casio. Italia se encendió en
una extraña y diversa guerra civil: Antonio contra Décimo, Octaviano
contra Antonio y Décimo, los cónsules del años 43 a.C. contra Décimo y
luego contra Antonio… Décimo finalmente sería derrotado tras resistir en
Mutina y poner en jaque a Antonio; huyendo hacia la Galia, sería
capturado y asesinado por un reyezuelo de la zona que enviaría su cabeza
a Antonio. Por su parte, Antonio fue derrotado en una batalla contra
los cónsules Hircio y Pansa, que no obstante murieron por las heridas al
cabo de unos días.
Con las legiones de Polión, Lépido y Vatinio en la Galia e Hispania decidiendo si intervenían a favor de Antonio y en contra de Octaviano, y después de que este marchara contra Roma y asumiera un consulado inaudito (apenas tenía 20 años), con el apoyo de Cicerón, que estaba más que dispuesto a alterar la legalidad republicana con tal de hundir y eliminar a Antonio, la situación entró en un impasse a finales de octubre del año 43 a.C. Octaviano y Antonio comprendieron que, aunque no se soportaran, se necesitaban el uno al otro, del mismo modo que necesitaban a Lépido, al mando de varios legiones y situado en la Galia Cisalpina. Se necesitaban pues el enemigo no estaba entre ellos (por ahora), sino en los Libertadores. Mientras Italia se desangraba, Casio y Bruto reunían un amplio ejército en Siria y se dirigían a Macedonia con la intención de desembarcar en Italia y hacerse con el poder. ¿Su idea era restaurar, ahora sí, la prácticamente extinta República? ¿O tenían ambiciones propias? Casio había sido pretor en el año 44 a.C., recibió la promesa de un gobierno provincial en Siria para el año siguiente y aspiraba al consulado, y Bruto había sido designado cónsul para el año 42 a.C., y todo ello según las disposiciones de César. Disposiciones que Antonio y Octaviano no estaban dispuestos a mantener. Sea como fuere, la necesidad hace virtud y en un lugar neutral, cerca de la actual Bolonia, se reunieron Antonio, Octaviano y Lépido.
Con las legiones de Polión, Lépido y Vatinio en la Galia e Hispania decidiendo si intervenían a favor de Antonio y en contra de Octaviano, y después de que este marchara contra Roma y asumiera un consulado inaudito (apenas tenía 20 años), con el apoyo de Cicerón, que estaba más que dispuesto a alterar la legalidad republicana con tal de hundir y eliminar a Antonio, la situación entró en un impasse a finales de octubre del año 43 a.C. Octaviano y Antonio comprendieron que, aunque no se soportaran, se necesitaban el uno al otro, del mismo modo que necesitaban a Lépido, al mando de varios legiones y situado en la Galia Cisalpina. Se necesitaban pues el enemigo no estaba entre ellos (por ahora), sino en los Libertadores. Mientras Italia se desangraba, Casio y Bruto reunían un amplio ejército en Siria y se dirigían a Macedonia con la intención de desembarcar en Italia y hacerse con el poder. ¿Su idea era restaurar, ahora sí, la prácticamente extinta República? ¿O tenían ambiciones propias? Casio había sido pretor en el año 44 a.C., recibió la promesa de un gobierno provincial en Siria para el año siguiente y aspiraba al consulado, y Bruto había sido designado cónsul para el año 42 a.C., y todo ello según las disposiciones de César. Disposiciones que Antonio y Octaviano no estaban dispuestos a mantener. Sea como fuere, la necesidad hace virtud y en un lugar neutral, cerca de la actual Bolonia, se reunieron Antonio, Octaviano y Lépido.
Marco Antonio |
El resultado fue un pacto –como el de Pompeyo, César y Craso en el
año 60 a.C., el también mal llamado Primer Triunvirato– que, esta vez
sí, sería refrendado con una ley tribunicia (lex Titia del 23 de
noviembre) para tener fuerza legal (véase Apiano, Bell. Civ., IV, 2-3)
Los tres hombres se repartían el poder y las provincias, durante un
plazo de cinco años y con un imperium superior al de los cónsules, que
serían elegidos entre sus colaboradores; Octaviano renunciaría a su
consulado, que asumiría Publio Ventidio, uno de los generales de
Antonio, para el resto del año 43 a.C. Se creaba una nueva magistratura,
la de triunvir rei publicae constituendae, con poder consular, que en
el fondo era una restauración ad hoc de la abolida dictadura, adaptada a
las nuevas necesidades. Se designarían entre sus partidarios a los
magistrados de los siguientes cinco años y, por supuesto, se quedaban
anulados los mandos y magistraturas prometidos (y ya ejercidos) por los
Libertadores. Los triunviros se repartían las provincias (y las
legiones): la Galia para Antonio, la Narbonense y las Hispanias para
Lépido, y África, Cerdeña y Sicilia para Octaviano, quedando Italia como
territorio compartido por los tres; en el futuro, una vez derrotados
los Libertadores, se produciría un nuevo reparto, añadiéndose as
provincias orientales. De cara al año siguiente (42 a.C.), Lépido se
quedaría en Italia (añadiendo el consulado a su cargo triunviral), con
tres legiones más a su cargo, mientras Antonio y Octavio emprenderían la
campaña contra Casio y Bruto, repartiéndose entre los dos otras siete
legiones. Las fuerzas conjuntas de los triunviros sumaban unas cuarenta y
tres legiones. Y para que se viera que las cosas iban en serio,
recuperaron el viejo sistema silano de las proscripciones para eliminar a
sus enemigos en Italia y hacerse con sus propiedades, que se venderían
para llenar la caja financiera que se necesitaría para reunir, mantener y
enviar sus legiones al otro lado del Adriático. Apiano dedica casi un
tercio del libro IV de sus Romaikia al tema de las proscripciones,
mientras que Dión Casio, en el libro XLVII (caps. 1-19) de su Historia
romana, trata también la cuestión. Un estudio moderno de las
proscripciones ha sido desarrollado por François Hinard, Les proscriptions de la Rome républicaine (École Française de Rome, 1985),
que analiza las proscripciones de Sila en el año 82 a.C. y la de los
triunviros en el 43 a.C., y que incluye dos valiosos apéndices
prosopográficos. Las cifras de los proscritos no son concluyentes en las
fuentes antiguas, como concluye Hinard: «Il reste que les chiffres que
nous possédons ne sont pas toujours cohérents, du moins en apparence.
Ainsi Plutarque, qui évoque la constitution des listes dans trois Vies,
donne trois chiffres: deux cents, plus de deux cents, trois cents.
Florus parle de 140 sénateurs; l'abréviateur de Tite-Live de 130
sénateurs et de très nombreux chevaliers Romains (plurimi équités
Romani). Les deux seules sources qui fournissent des chiffres précis
pour chacune des deux listes sont Orose et Appien. Selon le premier, la
liste de sénateurs comportait 132 noms et celle des chevaliers 30 24,
pour Appien, ce sont 130 personnages qui furent ajoutés aux 17 de la
liste «non officielle» affichée par Pedius; quelques temps après, ce
furent 150 autres personnages qui furent proscrits.» (pp. 266-267). Para
Hinard, el número total se acercaría a los 300 proscritos, con una
cierta paridad entre senadores y équites (p. 269). Entre los más
destacados estaba, cómo no, Cicerón, a quien Antonio no estaba dispuesto
a dejar con vida.
Los triunviros tardaron aún varios meses en dejar las cosas más o
menos ordenadas en Roma (enfrentándose incluso a un motín de varias
mujeres de la nobleza, que se negaron a pagar un impuesto especial,
quizá uno de los raros momentos en la historia romana en el que las
mujeres asumieron un rol activo; los triunviros se olvidarían de ese
impuesto). Finalmente organizaron la operación de traslado de unas
veintiocho legiones al otro lado del Adriático, aunque se encontraron
con la férrea oposición de la flota de Gneo Domicio Ahenobarbo, hijo del
cónsul Lucio Ahenobarbo del año 54 a.C. y que murió en Farsalia, y que
apoyaba desde el mar a los Libertadores. Ocho legiones triunvirales
avanzaron por la Via Egnatia hasta llegar a Filipos, en Tracia, y hacia
dónde se dirigían Bruto y Casio. Antonio se dirigió con rapidez a
Filipos, mientras Octaviano se regazaba, supuestamente por encontrarse
indispuesto (la efímera leyenda negra octaviana diría que por cobardía).
Bruto y Casio presionaron a las legiones triunvirales avanzadas,
tratando de rodearlas, y se instalaron, Bruto al norte de la Via Egnatia
y Casio al sur; Marco Antonio llegó y se estableció frente a Casio,
mientras un débil Octaviano lo hizo frente a Bruto. El primer choque o
batalla se produjo el 3 de octubre: ambos ejércitos tenían unas fuerzas
más o menos similares (en torno a los 100.000-110.000 soldados:
diecinueve legiones para los triunviros, diecisiete para los
Libertadores).
La primera batalla fue provocada por Antonio y en general fue un empate (con más bajos para los triunviros, sin embargo, alrededor de los 18.000 hombres, frente a los 9.000 de Los libertadores), que no habría decidido nada… de no ser porque Casio pensó que había perdido la batalla y, desesperado, se suicidó. El sector de Casio había luchado de tú a tú con el de Antonio, llevando la iniciativa en un principio, aunque éste contraatacó y llegó a ocupar el campamento de aquel; mientras, Bruto había rechazado a las tropas de Octaviano y asaltado su campamento, destruyendo incluso su tienda de campaña, pero Octaviano, enfermo, pudo escapar. La muerte de Casio fue un serio contratiempo para los Libertadores, que perdían a su comandante más capaz. Bruto trató de devolver la moral a sus tropas, pero él mismo se había desmoralizado: había confiado la estrategia en Casio y no se vio capacitado para diseñar una nueva. No supo aprovechar (o no llegó a enterarse) que, ese mismo día, la flota de Ahenobarbo rompiera las líneas de abastecimiento de los triunviros en el mar Jónico, aislándolos de sus bases en Italia. Si Bruto hubiera sacado partido de la situación en ese momento, podría haber comenzado a desgastar a los triunvirales, pero se dilató en el tiempo. Su (relativa) inacción en las tres semanas siguientes a la primera batalla fue decisiva para su fracaso final, mientras que Antonio, que asumió el mando de todo el ejército triunviral, presionaba a los “republicanos” avanzando su posición y fortificándose en una colina cercana al campamento de Bruto. La segunda batalla de Filipos (23 de octubre) no la decidió Bruto, sino su cuerpo de oficiales, hartos de la dilación de su comandante, que no se atrevía a plantear una batalla en campo abierto, prefiriendo mantener abiertas las líneas con la flota en la costa y, de este modo, desgastar a los triunvirales. La moral decaía a cada semana que pasaba y sólo una promesa de una mayor paga pudo mantener unidas a sus tropas. Los dos ejércitos volvieron a chocar, cuerpo a cuerpo, pero los hombres de Bruto no pudieron mantenerse firmes pro mucho tiempo y acabaron emprendiendo una retirada que enseguida se convirtió en huida. Huyendo a unas colinas cercanas, Bruto vio como Antonio ocupaba su campamento; no esperando a ser capturado, se suicidó. Alrededor de 20.000 de sus soldados murieron en el combate.
La primera batalla fue provocada por Antonio y en general fue un empate (con más bajos para los triunviros, sin embargo, alrededor de los 18.000 hombres, frente a los 9.000 de Los libertadores), que no habría decidido nada… de no ser porque Casio pensó que había perdido la batalla y, desesperado, se suicidó. El sector de Casio había luchado de tú a tú con el de Antonio, llevando la iniciativa en un principio, aunque éste contraatacó y llegó a ocupar el campamento de aquel; mientras, Bruto había rechazado a las tropas de Octaviano y asaltado su campamento, destruyendo incluso su tienda de campaña, pero Octaviano, enfermo, pudo escapar. La muerte de Casio fue un serio contratiempo para los Libertadores, que perdían a su comandante más capaz. Bruto trató de devolver la moral a sus tropas, pero él mismo se había desmoralizado: había confiado la estrategia en Casio y no se vio capacitado para diseñar una nueva. No supo aprovechar (o no llegó a enterarse) que, ese mismo día, la flota de Ahenobarbo rompiera las líneas de abastecimiento de los triunviros en el mar Jónico, aislándolos de sus bases en Italia. Si Bruto hubiera sacado partido de la situación en ese momento, podría haber comenzado a desgastar a los triunvirales, pero se dilató en el tiempo. Su (relativa) inacción en las tres semanas siguientes a la primera batalla fue decisiva para su fracaso final, mientras que Antonio, que asumió el mando de todo el ejército triunviral, presionaba a los “republicanos” avanzando su posición y fortificándose en una colina cercana al campamento de Bruto. La segunda batalla de Filipos (23 de octubre) no la decidió Bruto, sino su cuerpo de oficiales, hartos de la dilación de su comandante, que no se atrevía a plantear una batalla en campo abierto, prefiriendo mantener abiertas las líneas con la flota en la costa y, de este modo, desgastar a los triunvirales. La moral decaía a cada semana que pasaba y sólo una promesa de una mayor paga pudo mantener unidas a sus tropas. Los dos ejércitos volvieron a chocar, cuerpo a cuerpo, pero los hombres de Bruto no pudieron mantenerse firmes pro mucho tiempo y acabaron emprendiendo una retirada que enseguida se convirtió en huida. Huyendo a unas colinas cercanas, Bruto vio como Antonio ocupaba su campamento; no esperando a ser capturado, se suicidó. Alrededor de 20.000 de sus soldados murieron en el combate.
Repartos provinciales en los años 42-39 a.C. |
La consecuencia de la (doble) batalla de Filipos es que con Bruto y
Casio morían la inmensa mayor parte de los conjurados contra César que
quedaban vivos; apenas quedaría vivo el poeta Casio de Parma, que
sobreviviría y finalmente se uniría a Antonio antes de Accio, siendo
capturado y ejecutado después. Por otro lado, los “republicanos” eran
diezmados y las principales familias aristocráticas prácticamente se
extinguieron. Entre los que se suicidaron estaban el hijo de Catón de
Útica, irreductible enemigo de César, y Marco Livio Druso Claudiano,
padre de Livia, futura esposa de Octaviano; entre los ejecutados, Marco
Favonio, amigo de Catón y tan inasequible al desaliento como él.
“Republicanos” como Marco Valerio Mesala Corvino se rindieron a Antonio,
que les perdonó la vida; Suetonio cuenta que muchos nobiles pidieron
clemencia a Antonio, negándose a hacerlo con Octaviano, al que
vituperaban (Div. Aug., 12-13). Octaviano ejecutaría a cuantos cayeran
en sus manos. Horacio, que luchó en el bando de los “republicanos”,
abandonó su escudo y huyó (como posteriormente escribiría en una de sus
Odas; II, 7, 10). Con la derrota de los Libertadores y de los viejos
“republicanos”, el sistema republicano a la antigua usanza desaparecía.
Los triunviros conservarían el poder e incluso lo renovaron por cinco
años más en el año 37 a.C., designando también a los magistrados durante
los siguientes diez años. Hubo un nuevo reparto de territorios: las
provincias orientales pasarían a Antonio, que se encargaría de
restablecer las relaciones con los reyes clientes de la zona y
mantendría la Narbonense y la Galia; Octaviano recibió Hispania e
Italia, donde se dedicaría a confiscar tierras donde asentar a sus
soldados licenciados (y que afectarían a la finca de la familia de
Virgilio). Lépido, marginado, se tuvo que conformar con África, aunque
mantuvo el poder triunviral y varias legiones. El poder, a grandes
rasgos, estaría en manos de Octaviano y Antonio, pero pronto tuvieron
que hacer frente a nuevos desafíos: Octaviano, en Italia, a las acciones
piráticas de Sexto Pompeyo en la zona del Tirreno y Sicilia, y de
Ahenobarbo en el Adriático, y que pronto se uniría a Antonio. En
Oriente, Antonio asumió el viejo proyecto de César de vengarse de los
partos y del desastre de Craso en Carrae (53 a.C.), al tiempo que debía
pedir cuentas a los reyes que, voluntaria o forzosamente, dieron dinero y
víveres a Bruto y Casio. Y ahí es donde entraría en contacto con la
reina Cleopatra de Egipto. De un modo u otro, y a pesar de los
conflictos que quedaban por resolver, se formarían los dos bloques
antagónicos, Octaviano y Antonio, que inevitablemente se disputarían el
control del Imperio romano una década después de Filipos.
Lectura recomendada: además de Apiano y Dión Casio (ediciones en Gredos), autores que son la fuente fundamental del período entre el asesinato de César y la batalla de Filipos, un libro muy recomendable es Caesar’s Legacy: Civil War and the Emergence of the Roman Empire de Josiah Osgood (Cambridge University Press, 2006), que analiza el período triunviral y el auge del futuro Augusto.
Ficha del libro.
Lectura recomendada: además de Apiano y Dión Casio (ediciones en Gredos), autores que son la fuente fundamental del período entre el asesinato de César y la batalla de Filipos, un libro muy recomendable es Caesar’s Legacy: Civil War and the Emergence of the Roman Empire de Josiah Osgood (Cambridge University Press, 2006), que analiza el período triunviral y el auge del futuro Augusto.
Ficha del libro.
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