2 de diciembre de 2013

Reseña de El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza, de Ramón Andrés

«Detrás de la Nieuwe Kerk de Delft, en la primera casa levantada en un cruce de calles, está lo que buscamos. El taller y la tienda de un constructor de instrumentos musicales, de un luthier, un lugar en el que se obran los sonidos, todavía no música. Allí la madera adquiere forma para dársela al mundo y compensarlo. Una armonía necesaria» (p. 7). 
Quizás esta sea una de las lecturas más deliciosas que haya podido disfrutar en los últimos años. Un libro que se centra en la pintura neerlandesa del siglo XVII... pero no sólo eso. El punto de partida lo encuentra el lector ya en la portada: un fragmento de un cuadro de Carel Fabritius, Vista de Delft con el puesto de un vendedor de instrumentos musicales (1652), una pintura que apenas mide lo que un folio (15,4 x 32,6 cm), pero en la cual aparecen los tres elementos sobre los que pivota el libro de Ramón Andrés, El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza (Acantilado, 2013): instrumentos musicales, la perspectiva óptica y, cómo no, Delft, ciudad de Vermeer y que juega un rol especial.

Ramón Andrés
La verdad es que escribo esta reseña porque me apetece hacerlo, porque aún recuerdo las buenas sensaciones que me dejó este libro hace casi dos meses. Pero no me interesa tanto reseñarlo contando de qué va (el título es más que explícito) ni lo que propone el autor, qué aporta, cómo lo aporta, en qué se basa…. aunque inevitablemente acabe haciéndolo. Estamos ante un libro que se devora con enorme placer, que nos transporta a los (actuales) Países Bajos de alrededor de mediados del siglo XVII, a una época en el que los pintores morían jóvenes (los efectos de las epidemias, la «mala vida», la pobreza,…) y la pintura era una labor muy extendida. Leyendo el ensayo de Ramón Andrés puedes llegar a la conclusión de que en las Provincias Unidas la proliferación de pintores era muy elevada en comparación con otros países. Pintores que apenas cobraban una pequeña cantidad con sus cuadros, que debían sobrevivir con sus familias, buscando el pan de cada mecenas que pudieran estar interesados. Delft se erige en una de las ciudades más interesantes del panorama artístico de la época, y no sólo por la figura de Jan Vermeer. Fabritiu, como tantos otros pintores de la época, vivió al límite y murió bastante joven. Nos interesa el cuadro, el lutier que vende instrumentos musicales no lejos de su taller, y Andrés se propone trasladarnos a ese taller, de modo que conozcamos el proceso de fabricación de un violín… excusa (como si esta fuera necesaria) para adentrarnos en cuestiones como la óptica, la perspectiva y el juego de espejos que algunos cuadros sugieren. Entrar en el taller nos lleva a conocer las maderas, los estilos, las resonancias y los resultados en la fabricación de violines, violas da gamba o violones. Pero la música no se circunscribe únicamente al taller, y la pintura de la época nos traslada a conocer otros instrumentos, como el virginal, un tipo de clave, paralelo y antecedente al clavicémbalo y, corriendo el tiempo al piano. El virginal, como el violín, el laúd o la citara, fue muy común en los Países Bajos de la época, y como su nombre indica muy a menudo era tocado por muchachas jóvenes, apenas doncellas. Acercarse a un instrumento como el virginal, reflejado en la pintura, nos permite entrar en las casas particulares, en la vida cotidiana de muchas mujeres jóvenes lo suficientemente instruidas para poder tocar el virginal. Muchas jóvenes posaban para el artista tocando el virginal o aparecían en cuadros de habitaciones de interior en los que los instrumentos musicales formaban parte del menaje y el mobiliario de la estancia. 
Carel Fabritius, Vista de Delft con el puesto de un vendedor de instrumentos musicales (1652).


La imagen que nos ofrece Andrés de esos hogares, la nutrida selección de cuadros y estampas (uno de los alicientes de este libro), se enriquece con la inclusión de narraciones en torno a la música de órgano o el estilo de música de orden geométrico de Jan Pieterszoon Sweelinck, cuya biografía es anterior a la época en la que se sitúa este ensayo, pero que prefigura el estilo musical que se irá imponiendo poco a poco. Porque a fin de cuentas es la música que escucharon Vermeer o Fabritius. La música de un mundo que «refleja una sociedad musical de las clases acomodadas, tiorbistas, violinistas y virginalistas que formaban parte de una cultura urbana floreciente en un país asimismo próspero» (p. 220). Una cultura de músicos que debían sobrevivir en tabernas y antros de todo tipo, en el que a menudo el público estaba pendiente de otras cosas que de la pieza o los intérpretes que la tocaban. Del mismo modo que es una cultura de pintores y de cuadros, y en el último capítulo del libro («Un museo musical») encontrará el lector un repaso, delicioso como lo es todo el libro, a esa generación de artistas que vivieron en un momento determinado en un país o unas ciudades concretas… y que legaron una obra cautivadora, una ilustración constante y coherente de una sociedad, la neerlandesa en el siglo XVII.

Mi reseña no hace justicia a este libro y lo cierto es que tampoco lo intenta. Porque la lectura de El luthier de Delft deparará muchas más sensaciones y un imborrable deleite a todos aquellos lectores curiosos y apasionados por el arte y la música que quieran acercarse a sus páginas. Disfrutar de ellas, sólo queda eso, y desear que ojalá se escribieran (y publicaran) obras tan preciosas como esta.

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