«Detrás de la Nieuwe Kerk de Delft, en la primera casa levantada en un cruce de calles, está lo que buscamos. El taller y la tienda de un constructor de instrumentos musicales, de un luthier, un lugar en el que se obran los sonidos, todavía no música. Allí la madera adquiere forma para dársela al mundo y compensarlo. Una armonía necesaria» (p. 7).
Quizás esta sea una de las lecturas más deliciosas que haya podido
disfrutar en los últimos años. Un libro que se centra en la pintura
neerlandesa del siglo XVII... pero no sólo eso. El punto de partida lo
encuentra el lector ya en la portada: un fragmento de un cuadro de Carel
Fabritius, Vista de Delft con el puesto de un vendedor de instrumentos
musicales (1652), una pintura que apenas mide lo que un folio (15,4 x
32,6 cm), pero en la cual aparecen los tres elementos sobre los que
pivota el libro de Ramón Andrés, El luthier de Delft. Música, pintura y
ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza (Acantilado, 2013): instrumentos
musicales, la perspectiva óptica y, cómo no, Delft, ciudad de Vermeer y
que juega un rol especial.
Ramón Andrés |
La verdad es que escribo esta reseña porque me apetece hacerlo,
porque aún recuerdo las buenas sensaciones que me dejó este libro hace
casi dos meses. Pero no me interesa tanto reseñarlo contando de qué va
(el título es más que explícito) ni lo que propone el autor, qué aporta,
cómo lo aporta, en qué se basa…. aunque inevitablemente acabe
haciéndolo. Estamos ante un libro que se devora con enorme placer, que
nos transporta a los (actuales) Países Bajos de alrededor de mediados
del siglo XVII, a una época en el que los pintores morían jóvenes (los
efectos de las epidemias, la «mala vida», la pobreza,…) y la pintura era
una labor muy extendida. Leyendo el ensayo de Ramón Andrés puedes
llegar a la conclusión de que en las Provincias Unidas la proliferación
de pintores era muy elevada en comparación con otros países. Pintores
que apenas cobraban una pequeña cantidad con sus cuadros, que debían
sobrevivir con sus familias, buscando el pan de cada mecenas que
pudieran estar interesados. Delft se erige en una de las ciudades más
interesantes del panorama artístico de la época, y no sólo por la figura
de Jan Vermeer.
Fabritius, como tantos otros pintores de la época, vivió
al límite y murió bastante joven. Nos interesa el cuadro, el lutier que
vende instrumentos musicales no lejos de su taller, y Andrés se propone
trasladarnos a ese taller, de modo que conozcamos el proceso de
fabricación de un violín… excusa (como si esta fuera necesaria) para
adentrarnos en cuestiones como la óptica, la perspectiva y el juego de
espejos que algunos cuadros sugieren. Entrar en el taller nos lleva a
conocer las maderas, los estilos, las resonancias y los resultados en la
fabricación de violines, violas da gamba o violones. Pero la música no
se circunscribe únicamente al taller, y la pintura de la época nos
traslada a conocer otros instrumentos, como el virginal, un tipo de
clave, paralelo y antecedente al clavicémbalo y, corriendo el tiempo al
piano.
El virginal, como el violín, el laúd o la citara, fue muy común
en los Países Bajos de la época, y como su nombre indica muy a menudo
era tocado por muchachas jóvenes, apenas doncellas. Acercarse a un
instrumento como el virginal, reflejado en la pintura, nos permite
entrar en las casas particulares, en la vida cotidiana de muchas mujeres
jóvenes lo suficientemente instruidas para poder tocar el virginal.
Muchas jóvenes posaban para el artista tocando el virginal o aparecían
en cuadros de habitaciones de interior en los que los instrumentos
musicales formaban parte del menaje y el mobiliario de la estancia.
Carel Fabritius, Vista de Delft con el puesto de un vendedor de instrumentos musicales (1652). |
La imagen que nos ofrece Andrés de esos hogares, la nutrida selección
de cuadros y estampas (uno de los alicientes de este libro), se
enriquece con la inclusión de narraciones en torno a la música de órgano
o el estilo de música de orden geométrico de Jan Pieterszoon Sweelinck,
cuya biografía es anterior a la época en la que se sitúa este ensayo,
pero que prefigura el estilo musical que se irá imponiendo poco a poco.
Porque a fin de cuentas es la música que escucharon Vermeer o Fabritius.
La música de un mundo que «refleja una sociedad musical de las clases
acomodadas, tiorbistas, violinistas y virginalistas que formaban parte
de una cultura urbana floreciente en un país asimismo próspero» (p.
220). Una cultura de músicos que debían sobrevivir en tabernas y antros
de todo tipo, en el que a menudo el público estaba pendiente de otras
cosas que de la pieza o los intérpretes que la tocaban. Del mismo modo
que es una cultura de pintores y de cuadros, y en el último capítulo del
libro («Un museo musical») encontrará el lector un repaso, delicioso
como lo es todo el libro, a esa generación de artistas que vivieron en
un momento determinado en un país o unas ciudades concretas… y que
legaron una obra cautivadora, una ilustración constante y coherente de
una sociedad, la neerlandesa en el siglo XVII.
Mi reseña no hace justicia a este libro y lo cierto es que tampoco lo intenta. Porque la lectura de El luthier de Delft deparará muchas más sensaciones y un imborrable deleite a todos aquellos lectores curiosos y apasionados por el arte y la música que quieran acercarse a sus páginas. Disfrutar de ellas, sólo queda eso, y desear que ojalá se escribieran (y publicaran) obras tan preciosas como esta.
Mi reseña no hace justicia a este libro y lo cierto es que tampoco lo intenta. Porque la lectura de El luthier de Delft deparará muchas más sensaciones y un imborrable deleite a todos aquellos lectores curiosos y apasionados por el arte y la música que quieran acercarse a sus páginas. Disfrutar de ellas, sólo queda eso, y desear que ojalá se escribieran (y publicaran) obras tan preciosas como esta.
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