Segunda (gran) película de 2013 sobre la esclavitud. Quentin Tarantino se acercó al tema a principios de año con Django desencadenado;
primó el espectáculo sobre la profundidad que el tema requiere, y se
notaba. Por su parte, ahora que terminamos este año 2013, Steve McQueen,
ese director británico que con sus dos películas anteriores (Hunger y Shame)
ya se ha hecho un hueco más que notable en la industria cinematográfica
actual, sí que se adentra sin juegos de artificio en un tema tan
espinoso, y en cierto modo mal planteado, en el cine. Un tema incómodo
para el establishment actual
norteamericano (del mismo modo que lo sería para familias descendientes
de indianos esclavistas en la España actual si alguien decidiera hacer
una película sobre el tema en Cuba); de hecho, siempre lo fue y su
aproximación ha sido parcial, bajo los ecos de La cabaña del tío Tom
o con un sensacionalismo que roza el esperpento. McQueen, cuya familia
desciende de antiguos esclavos afrocaribeños, toca el tema poniendo el
acento en los aspectos sociológicos de la esclavitud y no apartando la
cámara en los momentos más crudos. Pero sin recrearse (esto no es La Pasión de Cristo
en clave de esclavitud ni, desde luego, él no es Mel Gibson). Esta es
una película dura, convencional incluso (más de lo que aparenta), pero
también seria. Por una vez, una película serie sobre la esclavitud.
Si uno tiene en mente las dos películas anteriores de McQueen, en las
que la degradación del cuerpo humano es el elemento esencial, podrá
comprender (aún más) 12 años de esclavitud,
película basada en la historia real de Solomon Northup (Chiwetel
Ejiofor): un hombre libre negro que vivía en Nueva York y que mientras
realizaba su labor como violinista en Washington fue drogado,
secuestrado y vendido como esclavo. Más allá del sambenito de la
etiqueta "basada en hechos reales", la película se aproxima con lúcido y
doloroso a la esclavitud como práctica humana, como base de un trabajo
rural en el Sur y como reflexión sobre la cosificación del hombre y su
pérdida de identidad individual. Pues el esclavo negro era una cosa, una
propiedad, como algunos de los personajes repiten a lo largo de la
película: "este hombre (o esta mujer) son de mi propiedad", "tengo
documentación que lo demuestra". Y como el para nada caricaturizado ni
pintado con brocha gorda Edwin Epps (Michael Fassbender), el propietario
de la finca en la que el protagonista recae, replica, cuando el propio
Solomon le espeta que es un pecado tratar a latigazos a una esclava
"¿pecado? No hay ningún pecado. Es un objeto de mi propiedad". Quizá sea
eso peor que los latigazos: que el esclavista tergiverse los aspectos
de la moral humana, negándole la condición humana a una persona, y que
la propia moral que preconiza (el bien, el mal, la vergüenza, la
injusticia) ni se la aplique a sí mismo ni, por supuesto, a los demás.
En otro momento, precisamente Epps discute el tema de la esclavitud, de
su carácter nefasto e inmoral, con un carpintero que trabaja para él
(interpretado por Brad Pitt), llegando a la conclusión de que es inútil
discutir el tema: para él no hay nada que hablar, los esclavos son
suyos.
McQueen parte de la propia autobiografía de Solomon para construir una
película en la que no hay nada gratuito. Todo importa, y si el
espectador debe contemplar el castigo de los esclavos a latigazos, que
sea no para espantarse ni provocar rechazo, sino para que contemple y
comprenda de verdad qué significaba ser esclavo para un ser humano.
Perder la condición humana, la identidad (a Solomon le cambian el
nombre), dejarle claro que su vida es prescindible, por mucho que
trabaje, y que su existencia se rige por el capricho de otra persona.
Hay matices y personajes que miran en muchas direcciones: el vendedor de
esclavos (resulta irónico que se apellide Freeman), que vela por que
las operaciones de compraventa funcionen; el primer propietario de
Solomon, el señor Ford (Benedict Cumberbatch), que es capaz de sentir
lástima por sus esclavos, pero que no renunciará a ellos, pues depende
de su trabajo la viabilidad económica de su plantación; la esposa de
Epps (Sarah Paulson), cruel con la esclava preferida de su esposo, Patsy
(Lupita Nyong'o), y que mira hacia otro lado siempre; o la esclava que
ha conseguido emparejarse con su amo blanco (Alfre Woodard), y que le
recomiende a Patsy que procure hacerse imprescindible para su amo, pues
de ello dependerá su salvación en un mundo cruel ("yo antes servía,
ahora hay esclavas que me sirven a mí"). Hay muchos grises en esta
película y en los personajes; especialmente en alguien tan brutal como
Epps, obsesionado con la esclava que más algodón consigue cosechar,
secretamente enamorado de ella, incapaz de asumir sus sentimientos de
una manera pura (pues ello le obligaría a replantearse la situación de
Patsy y los demás esclavos). Quizá el personaje más maniqueo sea el del
capataz de Ford, Tibeats (Paul Dano), para quien no hay matices: es
brutal per se.
La estructura narrativa de la película es más convencional de lo que
parece, más allá de algunos flashbacks en el tramo inicial (y que se
recuperan en la parte final), para conocer mejor las circunstancias
personales de Solomon. El protagonismo de este es absoluto y su punto de
vista en ocasiones parece el de un espectador de documentales: vive y
sufre, y en ocasiones es capaz de trascender sus propias vivencias para
mostrarnos el tema de fondo (la esclavitud) con una mirada que roza la
asepsia. Pero no tarda McQueen en volver la mirada de nuevo a lo que
está sucediendo. La linealidad del relato es, en ocasiones, un lastre:
hay una cierta parsimonia formal, el espectador ya sabe cómo acaba la
historia y por tanto la sorpresa argumental es limitada. Pero no
olvidamos en ningún momento la dureza de una historia que nos impacta
(sin necesidad de buscar una falsa emotividad). Cuando la película se
dirige hacia su final no tuve la sensación de que hubiera pasado un
largo período de tiempo, esos doce años de esclavitud, y quizá sea eso
lo que menos me satisfizo: tarda bastante Solomon en asumir lo que es y
lo que parece que será toda su vida, y luego apenas hay recorrido, esos
doce años parecen más cortos en la pantalla. Encanecerle algo el pelo a
Solomon en la secuencia final no me parece suficiente para que el
espectador entienda que sí, que han pasado doce años.
Película necesaria en muchos aspectos. Dura, realmente dura. Y, por una
vez, sin quedarse en la superficialidad, sino entrando de lleno en el
quid de la cuestión.
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