De Álex de la Iglesia no puedes esperar películas
reposadas. No es su estilo y nunca lo será. Él necesita pasárselo bien y
que el espectador también lo haga sentado en la butaca del cine. Por
tanto, y puesto que ya empezó su carrera con la estridencia como emblema
hace ya un par de décadas, uno ya sabe más o menos lo que puede
encontrar cuando compra una entrada. Ya los títulos de crédito de Las brujas de Zugarramurdi
te avisan que te pongas el cinturón, amarres bien las palomitas y la
bebida (si te gastas el dinero en eso) y te dejes llevar por casi dos
horas de trepidante comedia surrealista con fondo y superficie de cine
fantástico y, sobre todo, esperpento. Si aceptas las reglas, pasarás un
buen r ato. Si buscas una comedia un pelín menos acelerada, habértelo
pensado mejor cuando estabas haciendo cola en la taquilla.
Esta película puedes verla con varios y diferentes referentes cinematográficos.
El primero, el del propio Álex de la Iglesia, pues su cine ya es
autorreferencial (en este caso, de Acción mutante a El día de la Bestia pasando por Perdita Durango y La comunidad). Y el segundo, y que inevitablemente te vienen a la mente, es Robert Rodríguez en Abierto hasta el amanecer
y ciertos retazos de Quentin Tarantino. De Rodríguez es clara su
influencia incluso en la propia estructura de la película: una primera
parte con un atraco salido de madre (una banda atraca una joyería en la
Puerta del Sol madrileña, disfrazados de Cristo plateado, soldadito de
juguete verde, Bob Esponja u hombre invisible), la huida por las calles
de la capital y el camino hacia la frontera francesa; y la segunda,
cuando llegan a Zugarramurdi, a una taberna que ya da grima y luego a un
caserón donde se encuentran en medio de una pantagruélica
cena/encuentro de brujas (una vuelta de tuerca a El festín de Babette, Delicatessen o El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante;
sí, te vienen a la cabeza cuando ves la película), para llegar a la
traca final en la cueva de Zugarramurdi, una particular Venus de
Willendorf y el exceso más desorbitado del que es capaz el director de
la película.
La película, con guión de De La Iglesia y su fiel colaborador Jorge
Guerricaechevarria, es un festival constante de humoradas, salidas de
tono, idas de olla y boutades de
todo tipo. Disparando contra esos hombres que no dejan de ser unos
peleles: de José (Hugo Silva), que atraca la joyería mientras está a
cargo de su hijo pequeño (que también colabora) y que está en medio de
un tormentoso divorcio, a Tony (Mario Casas), perfecto imbécil sobre dos
patas que se siente constreñido en su relación con una abogada y trata
de demostrar quién sabe qué; pasando por el taxista de cuyo coche se
apropian en la huida y que también es un juguete roto. Los hombres son
piltrafas humanas, monigotes que quieren liberarse de sus propias
ataduras y de las que creen que las mujeres les han añadido, y a ellos
se suman la pareja de policías (Secun de la Rosa y Pepón Nieto), que
también son para darles de comer aparte. Frente a ellos, las mujeres de
Zugarrarmurdi, las brujas que conforman esa particular familia de abuela
(Terele Pávez), madre (Carmen Maura) y nieta (Carolina Bang), y que
controlan el pueblo y las fuerzas ocultas de un matriarcado derribado
cientos o miles de años antes; mujeres aguerridas y dispuestas a
recuperar el poder. Mujeres que han convertido en peleles a los hombres
del pueblo, empezando por el hijo-hermano-tío de las tres brujas
(Enrique Villén), o auténticos monstruos de buen corazón, como Luismi
(Javier Botet), que suelta algunas perlas que me provocaron carcajadas y
lágrimas de la risa. O mujeres peculiares como la pareja de señoras
vascas "de toda la vida" formada por Santiago Segura y Carlos Areces,
que en medio del delirio de la cena también son capaces de provocarte la
carcajada con sus comentarios. La lectura antropológica de este
entramado ¿socio-cultural? es un poco de manual setentero que mezcla el
matriarcado, la Gran Diosa, las diosas de la fecundidad y un feminismo
castrador que pretendidamente se saca de madre para, en aras del
surrealismo y sobre todo el esperpento, divertir al espectador que
acepta las reglas del juego.
Película hilarante y excesiva, como no podía ser menos procediendo de
Álex de la Iglesia. Espectáculo de principio a fin en el que todos
juegan su rol y en el que el guión se resiente en los últimos cuarenta
minutos: de una primera hora estupenda pasamos a la llegada a
Zugarramurdi y, en medio de la cena, a unos giros de guión que te dan la
sensación de que se producen para ralentizar un poco la acción,
desaforada de por sí. Como si el director te dijera "espera, chato, que
aún hay más, mucho más", y llevarte así al empacho y la desmesura en las
cuevas de Zugarramurdi. El final, epílogo extraño, me recordó mucho el
final de La muerte os sienta tan bien de Robert Zemeckis...
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