Recordamos la batalla de Lepanto (7 de octubre de
1571), la gran victoria de la Liga Santa cristiana contra el Imperio
otomano, «la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos,
ni esperan ver los venideros», en palabras de una de sus combatientes,
un joven Miguel de Cervantes. Pero lo cierto es que, más allá de los
fastos, fue una «victoria sin consecuencias», una batalla que no decidió
un cambio perdurable en el mar Mediterráneo. Se llegó a unas costosas
tablas para los imperios y potencias en liza. Venecia fue la primera en
retirarse del combate, con un tratado de paz que la dejaba
definitivamente sin Chipre y con un futuro incierto (Creta, por
ejemplo). El imperio otomano se giró hacia su retaguardia y una guerra
con Persia apartó su mirada del Mediterráneo, al menos por un tiempo. La
monarquía hispánica de Felipe II, que realmente no había tenido una
estrategia clara en lo que pronto dejaría de ser su mare nostrum, tenía
otros asuntos perentorios a los que dedicar su atención (Flandes, la
guerra con Inglaterra, el control del Nuevo Mundo). Pronto Lepanto sería
engrandecido por unos y obviado por otros, y su eco quedaría en la
memoria colectiva. En cierto modo, la guerra que condujo a esa batalla
fue la última contienda a gran escala en un mar que pronto dejaría de
ser el centro del mundo; en apenas unas décadas, las disputas se
trasladarían a otros ámbitos y el Mediterráneo, el mar Blanco como lo
denominaban los turcos, ya no sería el escenario en el que los imperios
del mar lucharían por un dominio que iba más allá de lo territorial y,
por supuesto, lo religioso.
Roger Crowley |
Pero antes de eso, el mar Mediterráneo fue el escenario de una larga
guerra que puso a prueba la fortaleza de imperios y repúblicas. Esa
guerra comenzó a perfilarse claramente cuando un joven sultán, Solimán
el Legislador o el Magnífico (este último es el mote con el que,
paradójicamente, pasó a la historia para los cristianos), inició su
largo reinado (1520-1566) con la decisión de tomar Rodas, la isla que
desafiaba el orgullo y la autoridad del imperio otomano a unas escasas
millas de su costa. La campaña de Solimán contra Rodas, la isla bajo
dominio de los caballeros de San Juan, es el arranque de Imperios del
mar: la batalla final por el Mediterráneo, 1521-1580 de Roger Crowley (Ático de los
Libros, 2013), quizá uno de los libros más vibrantes que he leído en
los últimos años. Escrito con una prosa briosa y un estilo que
constantemente me ha recordado a sir Steven Runciman en Las vísperas
sicilianas o en La caída de Constantinopla, el libro de Crowley es una
historia de esa larga guerra en aguas mediterráneas durante algo más de
cinco décadas, focalizando la acción en tres episodios y sus
consecuencias: la conquista otomana de Rodas en 1521 (y la larga guerra
de los cristianos contra la piratería berberisca), el asedio turco sobre
Malta en 1565, que fracasaría y llevaría al tercer momento, la batalla
de Lepanto de 1571. Durante esas cinco décadas dos imperios se
enfrentaron cara a cara por mar, con éxitos y desastres por ambas partes
(Los Gelves o Djerba para los hispánicos y sus aliados, Lepanto para
los turcos), aunque con resultados diversos: la derrota cristiana en
1560 paralizó cualquier estrategia que el joven Felipe II tuviera para
continuar la guerra que su padre siempre persiguió en este escenario
marítimo, mientras que el Arsenal de Estambul comenzó a trabajar en la
construcción de una nueva flota en las semanas posteriores a la debacle
contra la Liga Santa. Quizá las palabras del gran visir Sokollu Mehmet
al embajador veneciano en el invierno de 1571-1572 reflejen con certeza
cómo se percibió la derrota turca en Lepanto: «Al arrebataros Chipre os
hemos cortado un brazo. Al derrotar a nuestra flota simplemente nos
habéis afeitado la barba. Un brazo, una vez cortado, no vuelve a
crecer, pero una barba rapada crece más fuerte gracias a la cuchilla»
(citado en p. 368).
Hizir, luego Jeireddin, Barbarroja (1475-1546) |
Como un tapiz que se desenrolla mostrando la riqueza de sus cenefas,
Crowley escribe el relato de unos hechos y protagonizados por unos
atractivos personajes. Solimán y Carlos V, cada uno con su personalidad y
sus flaquezas, personifican los egos en liza en la primera parte del
libro, el combate por el mar tras la pérdida cristiana de Rodas y el
auge de la piratería berberisca. Ahí es donde entran en juego los otros
grandes protagonistas del período: piratas como los hermanos Aruj y
Hizir, destacando sobre todo éste último, convertido en furioso vengador
de la muerte del primero y, al servicio del sultán turco, en azote de
las islas y ciudades de la costa mediterránea cristiana, convertido ya
en el casi legendario Jeireddin Barbarroja. Frente a ellos, comandantes
como Andrea Doria, el almirante genovés que pasó a servir al emperador
Carlos y trató de detener la marea de Barbarroja. La piratería y sus
consecuencias para la vida económica y social del Mediterráneo
occidental –de las costas levantinas hispánicas a la ribera argelina o
el sur de Francia– se vivió con calamitosa cotidianeidad en las décadas
de 1530 a 1550, y ni Carlos V ni su sucesor pudieron acabar con ella:
Túnez en 1535 fue un propagandístico y efímero impasse, mientras la
desastrosa campaña de Argel en 1541 o la previa derrota de Doria en
Prevesa (1538) demostraron que el Mediterráneo sería el coto privado de
piratas como Barbarroja o su sucesor, Turgut.
La parte central del libro, dedicada al asedio turco de Malta
(mayo-septiembre de 1565) es sin duda la más atractiva del volumen; no
desmerecemos la tercera parte, que trata la conquista otomana de Chipre,
la formación de la Liga Santa y Lepanto, pero queda cercano en la
retina el magnífico libro de Alessandro Barbero sobre esta última
batalla, y por tanto, aunque tan interesante como el resto de su libro,
el relato de Crowley digamos que sorprende algo menos. Pero es Malta, el
epicentro de este largo conflicto, la batalla librada indirectamente
por dos imperios, el episodio que atrapa al lector. Un anciano Solimán
se juega el todo por el todo con una empresa que parece fácil: atacar la
isla de Malta, la sede de los caballeros de San Juan a los que desalojó
de Rodas casi medio siglo antes, y que se sitúa estratégicamente como
puerta de entrada al Mediterráneo occidental. A apenas treinta millas de
la costa sur de Sicilia, Malta está en el estrecho que tradicionalmente
ha separado el Mediterráneo en dos partes; conquistarla suponía para
los turcos poner en jaque la estabilidad cristiana en toda la zona, del
mismo modo que una derrota de la Liga Santa en Lepanto habría
significado el más que probable ataque a Venecia y a Italia entera unos
años después. Mientras que en la campaña de Lepanto Felipe II participó
(con reticencias) desde el principio, la amenaza turca sobre Malta fue
vista con distancia por los españoles (y el resto de los cristianos). En
Malta los quinientos caballeros de San Juan, comandados por el anciano
Jean de La Valette –que en su juventud tuviera que evacuar Rodas–
movilizaron las defensas de toda la isla (junto con la presencia de
soldados de diversos países, reuniendo hasta 2.500 hombres, además de
los habitantes de Mdani, la principal ciudad del interior de la isla,
con un total de 8.000 combatientes), centradas en las penínsulas del
Burgo y Senglea, en el norte, y frente al monte Sceberras. La
desigualdad frente a los turcos era desorbitante. Solimán desplegó una
enorme flota y reunió un ejército –en torno a los 25.000 soldados–,
poniendo el mando de la primera en manos de Pialí Pachá y el del segundo
con Mustafá Pachá al frente. El retrato de estos personajes, así como
el de algunos de los combatientes, sigue siendo el plato fuerte del
libro. El asedio de la fortaleza de San Telmo, en el monte Sceberras,
que en los planes otomanos debía ser rápido, se alargó durante un mes.
La resistencia de La Valette y sus hombres en el Burgo y Senglea en los
meses de julio y agosto desangró al ejército invasor, y la campaña de
Mustafá contra Mdina también fracasó. La llegada de tropas de apoyo
desde Sicilia, con notable retraso, fue el desencadenante de la retirada
final otomana; unos invasores, que desgastados y desmoralizados por la
férrea defensa local, no pudieron hacer frente al contraataque
cristiano. El «revellín de Europa» no había caído y Malta pasó a ser una
batalla obviada para los turcos. Y aunque quedó una isla devastada,
«árida, saqueada y arruinada», con la mitad del ejército invasor muerto y
con sólo 600 hombres de los defensores (de un total de casi ocho mil)
en condiciones de portar armas, por primera vez se detuvo el empuje de
Solimán. «Malta había sobrevivido gracias a una combinación de celo
religioso, irreductible voluntad… y suerte» (p. 246).
Ignazio Danti, El sitio de Malta, Museos Vaticanos, Roma. |
Basándose sobre todo en las fuentes del período (la crónica del
asedio a Malta por parte de uno de sus supervivientes, Francesco Balbi
di Correggio), Crowley narra con brío y detalle este episodio, y sitúa
el relato en el epicentro de la larga batalla por el dominio del
Mediterráneo. Y del mismo modo, analizando las consecuencias de este
asedio (que son los antecedentes de Lepanto), llegamos a la tercera
parte, no menos conocida y que tiene también en el retrato de sus
protagonistas –del papa Pío V a Gian Andrea Doria, Don Juan o
Marcantonio Colonna, además del comandante veneciano Bragadin, defensor
de Famagusta hasta su muerte– un aliciente más. Y el resultado es un
libro vibrante de principio a fin, ameno y seductor como pocos, que
atrapa al lector desde las primeras páginas y ya no le permite dejar la
lectura hasta el final. Hasta las tablas finales y la certeza de haber
vivido un momento épico, difícil, cruel para las poblaciones que
sufrieron sus consecuencias, y definitorio de la historia del mar
Mediterráneo en el siglo XVI. Y ahí queda eso…
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