John Milton (Al Pacino) en Pactar con el diablo (Taylor Hackford, 1997; desde minuto 1:12)
El siglo XX fue el siglo del horror, parafraseando de algún modo al
histriónico personaje que encarna Al Pacino y que, a su vez, no deja de
ser un trasunto del mismo diablo. Ha sido el siglo más mortífero de la
Historia, suele decirse: dos guerras mundiales, diversos genocidios, la
caída del hombre desde su esfera moral hacia los horrores del infierno.
La ética quedó por el camino que conduce a las trincheras de la Primera
Guerra Mundial, Auschwitz, las purgas estalinistas, Hiroshima, el Gran
Salto Adelante de Mao, My Lai, Pol Pot, Yugoslavia y Ruanda, por citar
algunas de las pesadillas y terrores que se vivieron en el siglo que
comenzó con la idea de que el ser humano había aceptado la autoridad de
la moral, una ley que había que aceptar y obedecer. Recogiendo las
palabras de Lord Acton en una conferencia en Cambridge en 1895 –«las
opiniones cambian, las costumbres mudan, los credos surgen y caen, pero
la ley moral está escrita en las tablillas de la eternidad»–, se podría
decir que el pensamiento de Immanuel Kant –«el cielo estrellado sobre mí
y la ley moral dentro de mí» (ambas citas en p. 17)–, se podía creer en
1900 acerca del progreso moral y en el retroceso de la barbarie. Del
Mal, podríamos argüir. Hoy en día, avanzando en un siglo XXI mucho menos
ingenuo que el inicio de la centuria anterior, el recuerdo de los cien
años anteriores deja bien claro que la perversión del desafío
filosófico de Friedrich Nietzsche había llevado al abandono de la ética
y, especialmente, de la moral.
Jonathan Glover |
En Humanidad e inhumanidad: una historia moral del siglo XX (Cátedra, 2013, 2ª ed.), Jonathan Glover (n. 1941), profesor de ética en el King’s College de
Londres, nos ofrece un ensayo en el que la filosofía y la historia van
de la mano para llevarnos al terreno de la reflexión madura sobre ese
legado del siglo XX. Su trabajo es una obra en el que trata de dilucidar
las claves de ese siglo de crueldades, atrocidades y crímenes
inimaginables cuando el hombre inauguró la centuria. El debate se
circunscribe en el terreno de la filosofía y parte del desafío de
Nietzsche; mejor dicho, de la malversación de sus ideas. El filósofo
alemán llegó a la conclusión de que el hombre podía alcanzar la cúspide
de su existencia dejando de lado la moral; pero su idea no es la de un
hombre inmoral, sino la de un superhombre que no se aferra a una moral
religiosa, cristiana, concreta: «A medida que la voluntad de verdad gane
conciencia de sí misma –y de esto no puede caber duda–, la moral irá
desapareciendo poco a poco; he aquí el gran espectáculo en un centenar
de actos reservado a los dos próximos siglos en Europa, el más terrible,
el más cuestionable y tal vez el más esperanzado de los espectáculos»
(La genealogía de la moral). La vida es una lucha constante en el que la
compasión y el altruismo de raíz cristiana socavan el proceso de
autocreación del ser humano, que aparta de su camino aquello que le
debilita o le impiden progresar. Las ideas de Nietzsche superaban el
estadio religioso y se aproximaba al darwinismo social en la medida en
que se concibe la vida como una lucha. Pero Nietzsche no habría
imaginado como en el siglo XX que no llegó a conocer sus ideas fueron
manipuladas y pervertidas: la dureza que propugnaba como seña de
identidad del hombre se convertiría en un festival de crueldad; la
sustitución de la compasión hacia los débiles que no se han esforzado
por alcanzar la fase del superhombre era perversamente transformada en
la destrucción de todos aquellos considerados inferiores; el proceso de
autocreación se derivaba malévolamente hacia la construcción de utopías
raciales e ideológicas que condujeron al genocidio, de Auschwitz al
«vaciado del cesto» de los jemeres rojos en Camboya.
Viñeta de Paul Conrad publicada en Los Angeles Times (1971). |
Glover parte de la idea de que en el siglo XX la psicología ha
estado en la guerra a lo largo del siglo XX y ha estado implícita «en la
manera de librar una guerra y las atrocidades que en ella se cometen,
ya sea en combate cuerpo a cuerpo, ya sea mediante medios tecnológicos a
distancia» (p. 68).
La masacre de My Lai o los bombardeos sobre las ciudades alemanas o
sobre Hiroshima y Nagasaki en la Segunda Guerra Mundial ejemplifican los
dos casos. Como el ser humano concibe la capacidad para hacer matar se
analiza desde la perspectiva del combatiente –sus miedos, sus impulsos,
las órdenes que se reciben, las lecciones que se aprenden–, de modo que
se producen respuestas diversas: My Lai produce horror y no es un caso
habitual, pero la psicología implícita en esa masacre no es, en opinión
de Glover, radicalmente distinta de combates mucho más «normales»; es
«moralmente diferente de la lucha armada con fuerzas enemigas.
Moralmente diferente, pero inquietantemente próxima en su ideología» (p.
95). ¿Cómo concebir, pues, la muerte a distancia, ya sea el bloqueo
naval británico en la Primera Guerra Mundial, los bombardeos
estratégicos (y sistemáticos) sobre las ciudades alemanas en la
contienda posterior o el lanzamiento de la bomba atómica sobre
Hiroshima? Glover analiza el componente militar, los pros y contras que
aquellos que tenían poder decisorio se plantearon. Y presenta el debate
moral: la noción de la «guerra justa» y el «mal menor» (¿se salvaron más
vidas humanas, en última instancia, de las que se aniquilaron?). En el
caso del bombardeo estratégico sobre Alemania, Glover recoge las
críticas de obispo de Chichester, George Bell, que pronunció un vigoroso
y crítico discurso en la Cámara de los Lores en 1944. En particular,
Bell alertaba sobre los efectos a largo plazo de los bombardeos:
«¿Por qué esta ceguera ante el aspecto psicológico? ¿Por qué esta incapacidad para reconocer los hechos morales y espirituales? ¿Por qué este olvido de los ideales que han inspirado nuestra causa? ¿Cómo es posible que el Gabinete de Guerra no advierta que esta progresiva devastación de ciudades es una amenaza a las raíces de la civilización? ¿Cómo pueden estar ciegos ante la acumulación de guerras y de desolación aún más feroces a las que, incluso en este país, llevará inexorablemente la actual destrucción, cuando los miembros del Gabinete de Guerra hayan pasado a mejor vida? […] Estamos en un momento de extraordinaria solemnidad. Lo que hacemos en la guerra –que, después de todo, se mantiene por un tiempo comparativamente breve– afecta de manera integral a la naturaleza de la paz, que cubre un período mucho más prolongado» (discurso de George Bell, Cámara de los Lores, 9 de febrero de 1944, citado en pp. 126-127).
Nubes de hongo sobre Hiroshima y Nagasaki tras el lanzamiento de las bombas nucleares (6 y 9 de agosto de 1945). |
Del mismo modo, se planteó un debate moral acerca del uso de la
bomba atómica que no evitó su lanzamiento. ¿Salvaba más vidas (de
soldados norteamericanos) de las que eliminaba? (alrededor de 350.000
muertes de japoneses entre muertos inmediatos y hasta cinco años después
de su lanzamiento en las dos ciudades). Se podía argüir que una bomba
se fabrica para ser utilizada, y con mayor motivo un artefacto fabricado
tras varios años de trabajo y miles de millones de dólares invertidos, y
que no se sabría su potencial hasta su lanzamiento. Y, sin embargo, las
dudas e incluso el rechazo atenazaron a científicos como Niels Bohr.
Quizá la pregunta que se planteaba una superviviente de Hiroshima sea
más certera en cuanto al planteamiento de un debate moral: «Los
científicos que inventaron la bomba atómica, ¿qué pensaron que sucedería
si la lanzaban?» (p. 143), y que podemos extrapolar a quienes ordenaron
su lanzamiento.
Junto a las implicaciones de la psicología moral, Glover plantea el «tribalismo» como el elemento más primitivo que conduce a las guerras y las matanzas. Se trata de una «hostilidad […] común que podría considerarse inherente a la condición humana». Con este nombre, «tribalismo», Glover engloba, a veces en un sentido metafórico, a hostilidades como los de Irlanda, Yugoslavia y Ruanda, centrándose específicamente en estos dos últimos casos. El tribalismo llevó al genocidio de los tutsis por parte de los hutus en 1994 y a los odios étnicos y la guerra que sacudió la extinta Yugoslavia entre 1991 y 1995, con una campaña de odio y una incitación a la matanza conducida desde los Gobiernos. Frente a las matanzas cuyas consecuencias se contemplaron por televisión hubo una pasividad internacional. El Leviatán de Hobbes (otro referente filosófico de Glover) falló: tanto Estados Unidos, la única superpotencia mundial a finales de la centuria, como Naciones Unidas, que moralmente ejercía como policía mundial, no actuaron eficazmente. Los odios nacionalistas o étnicos se agitaron en los años e incluso décadas anteriores al estallido bélico o genocida. Las raíces del conflicto tribal no pudieron escapar a la «trampa hobbesiana» de un estado tribal: el miedo común de dos grupos que son amenazas potenciales recíprocas, un miedo que conduce a que surjan motivos para que uno de los dos grupos golpee primero, de modo que la escalada del odio aumenta y se refuerza. «El miedo hobbesianio condujo a un nacionalismo defensivo-agresivo en las repúblicas cercanas a Serbia», comenta Glover, y «la manipulación que los políticos serbios hicieron del tribalismo étnico y religioso produjo miedo en otros grupos [los croatas], cuyos políticos jugaron a su vez la baza del tribalismo» (p. 184). Se creó la trampa: la imperiosa necesidad de que en un estado multiétnico una de las etnias tenga que ser la predominante. La perversión del darwinismos social: el más fuerte prevalece. En Yugoslavia se llevó a cabo el proceso: «la reivindicación de un Estado tribal serbio por parte de Milosevic puso a la defensiva a los croatas, que eligieron a Tudjman. El Estado tribal croata de Tudjman llevó a la exigencia defensiva de la minoría serbia en Croacia, que reclamaba su propio Estado tribal. El medo es básico. La trampa del Estado tribal es una versión de la trampa hobbesiana» (p. 186). Multipliquémoslo en el caso de Bosnia. Llevémoslo al caso de Ruanda.
La guerra puede derivar tanto del miedo a ser objeto de un ataque
como de que se produzca un ataque real. Tucídides planteó esta idea para
describir la causa de la Guerra del Peloponeso: «Lo que hizo inevitable
la guerra fue el crecimiento del poder ateniense y el miedo que esto
provocó en Esparta» (Historia de la Guerra del Peloponeso, I, 23, 6). Y
sobre este idea pivota la parte del libro dedicada a la guerra como
trampa, focalizada en dos casos concretos: el estallido de la Primera
Guerra Mundial en 1914 y la crisis de los misiles cubanos en 1962. Sobre
ambos casos hay lecciones que se pueden aprender, y de hecho en 1962
tanto Kennedy (que leyó Los cañones de agosto de Barbara Tuchman,
publicado ese mismo año) como Jruschov fueron conscientes de ello. La
crisis de los misiles pudo desembocar en un conflicto nuclear en
aquellos quince días de octubre de 1962. Los temores a repetir la cadena
de acontecimientos que condujo al horror de las trincheras en la Gran
Guerra jugó un aspecto esencial en esa crisis. Se aprendió una lección
del miedo y de la trampa de la escalada militar y de la movilización que
alemanes, rusos, franceses y británicos no pudieron, supieron o
quisieron aprender en aquel mes de agosto de 1914. La trampa central de
la guerra es el temor hobbesiano a que se produjera la causa de la
Guerra del Peloponeso: la escalada militar y el miedo como respuesta
recíproca. La solución de Hoobes era el Leviatán, la sumisión a un poder
más fuerte que los implicados en un conflicto. En un mundo
contemporáneo en el que ese Leviatán ha sido imposible de alcanzar
(desde luego, no lo es la ONU), la solución a la trampa hobbesiana es la
solución cooperativa, según Glover: ponerse de acuerdo para abandonar
el juego, y que es lo que sucedió in extremis en 1962: Kennedy y
Jruschov vieron que dar un paso atrás era la salida a un conflicto
potencialmente devastador. Kennedy, como presidente, se dio cuenta de su
error al caer en la trampa en su campaña electoral en 1960 –azuzar el
miedo a la tibieza del Gobierno estadounidense ante la supuesta escalada
militar soviética. Superar esa trampa sólo fue posible llegando a un
acuerdo con el enemigo: ambos debían abandonar la carrera
armamentística, pues no tenía sentido acumular ojivas nucleares que
destruyeran el planeta miles de veces; y no tenía sentido el temor a que
fuera el otro quien atacara primero: el resultado iba a ser igual de
devastador. Un debate moral llevó a la solución, pero no siempre fue
así.
Calaveras de víctimas del terror de los jemeres rojos en Camboya. |
De hecho, la moral fue pervertida. No sólo de la malinterpretación
de Nietzsche parte la trampa que caracterizó el siglo XX, en opinión de
Glover, y que dejó la moral como algo prescindible. El optimismo que
encarnó la Ilustración, la noción de que «la expansión de la perspectiva
humana y científica llevaría a la desaparición no sólo de la guerra,
sino también de otras formas de crueldad y barbarie» (p. 24), fue
desvirtualizado por aquellos que pensaban que se podía hacer tabla rasa
desde el mismo presente. Utilizando el terror, Stalin y sus herederos
(Mao y Pol Pot) jugaron la carta de que se podía empezar a construir un
nuevo mundo dejando de lado la moral: se podía eliminar a aquellos que
no formaban parte del ideal de sociedad utópica que se trataba de
construir. Mao pensó en el Gran Salto Adelante como la expansión
económica sin límites de China en un corto espacio de tiempo; pero los
resultados no fueron los esperados (de 18 a 30 millones de muertos de
hambre en menos de una década). Mao consideraba que podía permitirse el
lujo de eliminar a una parte sustancial de la sociedad china con tal de
llegar a un objetivo que nunca se alcanzó. Cuando sus ideas no cuajaron y
su reputación, tanto dentro como fuera de China, quedó en entredicho,
aparentemente dio un paso atrás; en realidad cogió impulso para,
mediante la Revolución Cultural, eliminar a sus opositores. En Camboya
el proyecto los jemeres rojos desde 1975 «aspiraba a recrear la
totalidad de la vida y así destruir la totalidad de la cultura
tradicional» (p. 415). Era el «Año Cero»: un comienzo totalmente nuevo
de la historia:
«[…] Esto implicaba el deterioro de los instrumentos musicales tradicionales. Los muebles debían desaparecer. Las casas tradicionales sobre pilotes fueron reemplazadas por hileras de bungalós. La eliminación de la influencia occidental supuso también la destrucción de medicamentos, registros gramofónicos y sobre todo libros. […] Se acabó con la propiedad privada, los mercados y el dinero. La preocupación última de los jemeres rojos era la pureza de la sociedad. […] También había que eliminar la religión. […] La ceremonia tradicional del matrimonio quedó abolida, lo mismo que todas las celebraciones budistas, y se destruyeron o profanaron los templos. […] Se atacó la idea de familia. La gente a la que se permitió permanecer en su aldea tenía que compartirlo todo, incluso las ollas y las sartenes. […] Era menester reeducar al “pueblo nuevo”» (p. 416).
La idea de los jemeres rojos iba más allá de lo que jamás imaginaron
nazis y estalinistas, o incluso Mao: «la idea de vaciar el cesto y
volver a poner en él sólo la fruta que se sabe con certeza que no está
podrida era una aproximación a la presunción inicial de culpabilidad»
(p. 420). Más allá de Nietzsche, más allá de Hobbes, la ausencia de
moral llegó a su culminación con Pol Pot: se presumía que todo el mundo
es «fruta podrida», a menos que uno sea especialmente seleccionado como
sano. Era mejor matar a millones de inocentes que permitir que quedaran
enemigos con vida. Se podía prescindir de todo de la práctica totalidad
con tal de que quedaran sólo aquellos, por pocos que fueran, dispuestos a
crear el nuevo paraíso sobre la tierra.
El experimento nazi fue en una línea similar, pero desvirtuando la moral que para los jemeres rojos no existía. La creencia fue esencial para construir un entramado de terror y destrucción del enemigo. El núcleo del nazismo era una lectura torticera del darwinismo social y del pensamiento de Nietzsche; su desafío fue manipulado, el superhombre ario surgiría de la destrucción de todos aquellos que hombres «inferiores» que no se adaptaban al modelo racial. Para ello, la obediencia al Führer era clave, del mismo modo que el conformismo con lo que sucedía dentro y fuera del Reich. La creación de la utopía nazi partió de una ausencia de toda empatía moral o compasión; ya no era la dureza nietzschiana, sino que la propia compasión era un síntoma de debilidad contra la que se debía combatir. Compartían los nazis con Stalin y sus herederos la idea de que un mundo nuevo surgía (una modernidad, como analizó Roger Griffin en Modernismo y fascismo. La sensación de comienzo bajo Mussolini y Hitler, Akal, 2010), pero este mundo ya no estaba circunscrito a criterios éticos y morales:
«El estalinismo, como versión de la idea ilustrada de la reforma de la sociedad sobre una base racional, puso de manifiesto las catastróficas implicaciones de llevar a cabo semejante proyecto sin restricciones morales o humanas. El nazismo estaba en contra del universalismo de Kant y de otros pensadores de la Ilustración. Era tribal: no afirmaba los derechos del hombre, sino el derecho de Alemania al Lebensraum. Si el estalinismo muestra qué puede fallar cuando las ideas de la Ilustración se aplican erróneamente, el nazismo muestra qué puede suceder cuando se aplican correctamente las ideas no ilustradas» (p. 537).
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