21 de enero de 2013

Crítica de cine: Lincoln, de Steven Spielberg

Cuando quiere, Steven Spielberg deja de lado (o no abusa, al menos, de) una cierta emotividad pasada de rosca, se centra y realiza películas de gran altura. Lo hizo, por poner ejemplos recientes, con Munich, que también tocaba temas históricos (y además espinosos). La idea de realizar una película sobre Abraham Lincoln le venía de lejos. Y servidor es de los que, hasta cierto punto, se alarmaron un poco: "a ver qué va a hacer este hombre...". El tráiler de Lincoln apuntaba hacia una cierta épica alrededor del personaje, hacia un estilo de idealización del presidente estadounidense y hacia una película que parecía mostrarnos un retrato complejo del estadista. Tras ver la película, diría que de las tres opciones Spielberg se ha quedado, especialmente, con la tercera... no dejando del todo los dos primeros aspectos, sin embargo.
 
Esta es la película que en mi fuero interno deseaba ver. No la película de héroes y villanos. No la película de azúcar y sangre a partes iguales. Esta película, no otra. En ese sentido, y a pesar de ver la película desde una segunda fila (y con los riesgos que ello supone para el cuello), devoré las dos horas y media de metraje sin apenas pestañear. No se me hizo larga en ningún momento, pude gozar de las voces originales de Daniel Day Lewis, Tommy Lee Jones, Sally Field, David Straitharn, Jared Harris o Hal Holbrook. Pude meterme de lleno en los debates alrededor de la 13ª Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, que es el tema, y se podría decir que no hay otro, en esta película. Pero nos quedaríamos cortos: es la historia de un hombre, concentrada en apenas unas semanas del mes de enero de 1865. La historia de un político con todas las aristas que la palabra merece; pues Lincoln es un hombre de bien, sí, pero está dispuesto a lo que sea, a estirar al máximo los recovecos de las artes políticas para conseguir esos 20 votos que necesita imperiosamente la enmienda para ser aprobada. Es la historia de un estadista que se debate entre dos opciones, el fin (negociado) de la guerra o la aprobación de la enmienda, y que no se resigna a aceptar que no puede conseguir ambas cosas. Es la historia de un hombre de familia, complejo, amoroso, conciso en ocasiones, pero también dueño de un dolor que no puede sino guardar en el fondo de su corazón. Es la historia de muchos Lincolns y la de uno sólo. 

Para algunos espectadores quizá el incidir constantemente en los debates en la Cámara de Representantes acabe pasándole factura a la película; lo dudo, de hecho es lo mejor del filme. Muestra una política que en muchos aspectos (y no en balde) me recuerdan las apasionadas sesiones del Senado en las últimas décadas de la Republica romana. Son debates viscerales, no tan alejados como pudiera parecer de lo que se cuece hoy en día en el Capitolio estadounidense, en los que el orador juega un papel esencial, no tanto en lo que dice sino en cómo lo dice; y ahí tenemos el personaje del radical abolicionista Thaddeus Stevens (Tommy Lee Jones), jugando con los hilos de su propio discurso... y con los de congresistas a los que malear a su conveniencia. Política en clave estadounidense, en muchos aspectos alejada de lo que se cuece en Europa. La estricta separación entre los poderes legislativo y ejecutivo (como siempre ha sido y continúa siéndolo) se muestra en estos debates, así como el hecho de que la figura presidencial, aun siendo preeminente y con muchos rasgos protocolarios, es accesible, permeable a las reacciones del pueblo.

Por otro lado, Spielberg (y el guionista Tony Kushner) inciden en la cuestión de hasta qué punto el fin de la guerra, que se alarga ya cuatro años, con más de 600.000 muertos, es un tema de negociación cuando cuestiones morales de mayor calado (la esclavitud) están en juego. ¿Todo vale para conseguir un fin, ya sea uno u otro? Se nos muestra un Lincoln que juega sus cartas paso a paso, enfrentándose a su propio Gabinete, pensando más en el futuro que en la coyuntura. De este modo surge ese Lincoln que puede ser mesiánico y a la vez pragmático, consciente de que el país debe resolver, de una vez por todas, la cuestión de la esclavitud. 

Quizá, dentro de la contención emocional que Spielberg ha dotado a la película, un error haya sido no acabar la película con la secuencia del presidente caminando hacia su fatal destino en el Teatro Ford. La secuencia inmediatamente posterior (o el anuncio del asesinato en otro teatro) acaban por ser redundantes y no aportan nada; acabar el filme con Lincoln caminando dificultosamente a causa del síndrome de Marfán, mientras su mayordono siente que es la última vez que lo verá, para pasar después a los fragmentos de su discurso de investidura del segundo mandato, habría sido un final redondo. No muestra Spielberg el asesinato, pero da la sensación de que no ha querido sustraerse al morbo que rodeó su muerte. Sinceramente, ante el tono de la película en las casi dos horas y media antes (y desde ese prólogo en la estación de tren), no hacia falta. Pero, en fin, Spielberg es Spielberg...

Extraordinaria película, así me lo pareció. De lo mejorcito del Spielberg de la última década. De verdad.

2 comentarios:

manipulador de alimentos dijo...

Un gran personaje, en su faceta política y personal, pero demasiado charleta, en esta versión, un vara, sermoneador, y a ratos incluso un tanto lunático. Y todo en esa manera tan Spielberg, de resaltar emociones de forma descarada a través de la música, de abrazos del 'todosjuntosporfin', tan impositivo en sus sentimientos... Un personaje como Lincoln no puede producir una mala película y de estas tampoco Spielberg sabe hacerlas. Un saludo!

Oscar González dijo...

De eso se trata, de "charlata", de mucho debate en la Cámara de Representantes. Y Lincoln era así: soltaba innumerables anécdotas e historietas que se sacaba siempre de la manga. Spielberg ha reflejado muy bien la lucha política de la época, tan intensa como la fase final de la guerra. Esa fotografía de claroscuros... una música contenida. Por una vez, Spielberg no se pone ñoño.

Saludos.